SETENTA Y UNO

Asheville

23:15 horas

Stephanie y Edwin Davis volvieron al Inn de Biltmore Estate. Davis había salido de la pelea dolorido y con el rostro magullado, pero con el ego intacto. Chinos estaba detenido, aunque inconsciente, en un hospital de la localidad con una conmoción cerebral y contusiones múltiples como consecuencia de la paliza. La policía había escoltado la ambulancia y permanecería allí hasta que llegara el servicio secreto, lo que sería en el plazo de una hora aproximadamente. Los médicos ya le habían dicho a la policía que el hombre no podría ser interrogado hasta la mañana siguiente. Habían cerrado la mansión a cal y canto y más policías peinaban el interior para descubrir qué había dejado atrás Chinos, si es que había dejado algo. Las cintas de las cámaras de seguridad que había repartidas por toda la casa se estaban revisando a conciencia para obtener más información.

Davis no había dicho gran cosa desde que había subido de la piscina. Una llamada a la Casa Blanca confirmó la identidad y la acreditación de ambos, de manera que no se vieron obligados a responder preguntas. Lo que era una suerte: Stephanie veía que Davis no estaba de humor.

El jefe de seguridad de la finca los había acompañado de vuelta al hotel. Se acercaron al mostrador de inscripciones y el administrador encontró lo que quería Davis, después de lo cual le entregó un papel.

—El número de la suite de Scofield.

—Vamos —dijo Davis.

Localizaron la habitación en la sexta planta y Davis aporreó la puerta.

Scofield abrió. Llevaba puesto un albornoz cortesía del hotel.

—Es tarde y mañana he de levantarme temprano. ¿Qué es lo que quieren ahora? ¿Es que no han causado ya bastantes trastornos?

Davis apartó al profesor e irrumpió en la habitación, que gozaba de una amplia sala de estar con un sofá y sillas, una barra de bar y unas ventanas desde las que sin duda se disfrutaría de magníficas vistas de las montañas.

—Esta tarde soporté su estúpida actitud porque no tenía más remedio —espetó Davis—. Pensaba que estábamos locos. Pero acabamos de salvarte el pellejo, así que a cambio nos gustaría obtener algunas respuestas.

—¿Alguien quería matarme?

Davis le enseñó los moratones.

—Mire mi cara. Él está en el hospital. Es hora de que nos cuente algunas cosas, profesor, información clasificada.

Scofield pareció tragarse parte de su insolencia.

—Tiene razón. Hoy me he comportado como un cretino con ustedes, pero no sabía…

—Un hombre vino a matarlo —dejó claro Stephanie—. Aunque hemos de interrogarlo para asegurarnos, todo apunta a que tenemos a la persona en cuestión.

Scofield asintió y los invitó a tomar asiento.

—No acierto a imaginar por qué soy una amenaza después de todos estos años. He mantenido el juramento que hice. No he dicho nunca nada, aunque debía haberlo hecho. Podría haberme hecho famoso.

Ella esperó a que se explicara.

—Desde 1972 me he pasado la vida intentando demostrar de otras maneras lo que sé que es cierto.

Stephanie había leído un resumen del libro de Scofield, que su despacho le había enviado por e-mail el día anterior. Supuestamente, el profesor había demostrado la existencia de una avanzada civilización en todo el mundo miles de años antes que la del Antiguo Egipto. Como prueba había esgrimido una reevaluación de ciertos mapas que los eruditos conocían desde hacía tiempo, como el famoso mapa de Piri Reis, todos los cuales habían sido trazados, concluía Scofield, utilizando mapas más antiguos que no habían llegado hasta nuestros días. Scofield creía que quienes habían trazado esos mapas antiguos estaban mucho más avanzados desde el punto de vista científico que las civilizaciones de Grecia, Egipto, Babilonia e incluso los europeos que vinieron después, ya habían cartografiado todos los continentes, trazando el mapa de América del Norte miles de años antes que Colón y el de la Antártida cuando sus costas no estaban cubiertas por el hielo. Ningún estudio científico serio avalaba ninguna de sus afirmaciones, pero, tal y como apuntaba el correo electrónico, tampoco habían refutado su teoría.

—Profesor —empezó Stephanie—. Para que sepamos por qué lo quieren muerto, hemos de saber qué hay en juego. Tiene que hablarnos del trabajo que realizó para la Marina.

Scofield inclinó la cabeza.

—Esos tres tenientes me trajeron cajas llenas de piedras. Las habían recogido durante las operaciones «Salto de altura» y «Molino de viento», en la década de los cuarenta, y se hallaban en un almacén no sé dónde. Nadie les había prestado atención. ¿Se lo imagina? Unas pruebas así y a nadie le importaban.

»Yo fui el único al que permitieron examinar las cajas, aunque Ramsey podía entrar y salir a su antojo. Las piedras tenían grabado algo, unas letras únicas similares a arabescos. No correspondían a ningún idioma conocido. Y lo más impresionante, si cabe, era que procedían de la Antártida, un lugar que ha estado bajo el hielo durante miles de años, y sin embargo, las encontramos. O, para ser más exactos, las encontraron los alemanes, que fueron a la Antártida en 1938 y dieron con los yacimientos originales. Nosotros volvimos en 1947 y 1948 a recogerlas.

—Y en 1971 —apuntó Davis.

La incredulidad asomó al rostro de Scofield.

—¿Ah, sí?

Stephanie vio que de verdad no lo sabía, así que decidió darle algo de información.

—Fue un submarino, pero se perdió. Por eso ha empezado todo esto ahora. Hay algo en esa misión que alguien no quiere que se sepa.

—Nunca me hablaron de ella, pero no es de extrañar: yo no tenía necesidad de saberlo. Me contrataron para analizar la escritura, para ver si se podía descifrar.

—Y ¿se pudo? —quiso saber Davis.

Scofield negó con la cabeza.

—No me dejaron terminar. El almirante Dyals puso fin al proyecto sin más, yo juré que guardaría el secreto y fui despedido. El día más triste de mi vida. —Su semblante encajaba con sus palabras—. Teníamos la prueba de la existencia de una primera civilización. Incluso teníamos su lenguaje. Si podíamos llegar a entenderlo, lo sabríamos todo de ella, sabríamos a ciencia cierta si eran ellos los antiguos reyes de los mares. Algo me decía que lo eran, pero no me dejaron averiguarlo.

Sonaba entusiasmado y desconsolado a un tiempo.

—¿Cómo habría aprendido a leer ese idioma? —se interesó Davis—. Sería como apuntar palabras al azar e intentar averiguar lo que dicen.

—Ahí es donde se equivoca. Verá usted, en esas piedras también había caracteres y palabras que reconocí, tanto en latín como en griego. Incluso algunos jeroglíficos. ¿Es que no lo entiende? Esa civilización se relacionó con nosotros, hubo contacto. Esas piedras eran mensajes, avisos, declaraciones. ¿Quién sabe? Pero se podían leer.

El enfado de Stephanie por su propia estupidez dio paso a una extraña incertidumbre, y pensó en Malone y en lo que le estaba ocurriendo.

—¿Ha oído alguna vez el apellido Oberhauser?

Scofield asintió.

—Hermann Oberhauser. Fue a la Antártida en 1938 con los nazis. En parte él es la razón de que volviéramos nosotros con la «Salto de altura» y la «Molino de viento». Al almirante Byrd le entusiasmaban las opiniones de Oberhauser sobre los arios y las civilizaciones perdidas. Naturalmente, por aquel entonces, después de la segunda guerra mundial, no se podía hablar de esas cosas demasiado alto, de modo que Byrd realizó una investigación privada mientras estaba allí con la «Salto de altura» y encontró las piedras. Dado que tal vez hubiese confirmado las teorías de Oberhauser, el gobierno dio carpetazo al asunto, y al final sus hallazgos cayeron en el olvido sin más.

—¿Por qué iba a querer nadie matar por esto? —se preguntó Davis en voz alta—. Es ridículo.

—Todavía hay algo más —dijo Scofield.

Malone despertó sobresaltado al tiempo que oía decir a Christl:

—Vamos, arriba.

Se sacudió el sueño y consultó el reloj: había estado durmiendo dos horas. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz de las lámparas de la habitación vio que Christl lo miraba con aire triunfal.

—Lo tengo —anunció ella.

Stephanie esperó a que Scofield terminara.

—Cuando uno contempla el mundo a través de un prisma distinto, el centro de atención de las cosas cambia. Definimos la localización de un lugar mediante la latitud y la longitud, pero estos conceptos son relativamente modernos. El meridiano cero atraviesa Greenwich, Inglaterra, porque ése fue el punto que se eligió arbitrariamente a finales del siglo XIX. Mi estudio de mapas antiguos reveló algo distinto y bastante extraordinario.

Scofield se puso en pie y cogió una libreta y un lápiz del hotel. Stephanie lo vio dibujar un tosco mapa del mundo al que añadió coordenadas de latitud y longitud por todo el perímetro. A continuación trazó una línea por el centro a partir de los treinta grados longitud Este.

—No está hecho a escala, pero bastará para que vean de qué hablo. Créanme, aplicado a un mapa con escala todo lo que voy a enseñarles se ha demostrado que es cierto. Esta línea central, que correspondería a los treinta y un grados, ocho minutos Este, pasa justo por la Gran Pirámide de Giza. Si se convierte en la línea de longitud cero, miren lo que sucede. —Señaló un punto que correspondería a Bolivia, en Sudamérica—. Hahuanaco, levantada en torno a 15 000 a. J. C., la capital de una civilización preincaica desconocida próxima al lado Titicaca. Hay quien dice que podría ser la ciudad más antigua del planeta. Se sitúa a cien grados al oeste de la línea de Giza. —Señaló México—. Teotihuacán. Igual de antigua. Su nombre significa «lugar donde nacen los dioses». Nadie sabe quién la construyó. Una ciudad mexicana sagrada, a ciento veinte grados al oeste de la línea de Giza. —A continuación el lápiz descansó sobre el océano Pacífico—. La isla de Pascua. Repleta de monumentos que no podemos explicar. A ciento cuarenta grados al oeste de la línea de Giza. —Avanzó hacia el Pacífico Sur—. El antiguo centro polinesio de Raiatea, sacrosanto. A ciento ochenta grados al oeste de la línea de Giza.

—¿Funciona también hacia el otro lado? —preguntó ella.

—Naturalmente. —Localizó Oriente Próximo—. Iraq. La ciudad bíblica de Ur de los caldeos, cuna de Abraham. A quince grados al este de la línea de Giza. —Movió el lápiz—. Lasa, la ciudad santa tibetana, increíblemente antigua. A sesenta grados al este. Hay muchos más monumentos que se sitúan a intervalos regulares a partir de la línea de Giza, todos ellos sagrados, la mayoría erigidos por pueblos ignotos, casi todos con alguna pirámide o estructura elevada. No puede ser coincidencia que se encuentren en puntos precisos del globo.

—Y usted cree que quien grabó la escritura en las piedras fue el responsable de todo ello, ¿no es así? —inquirió Davis.

—Recuerde que todas las explicaciones son racionales. Y si se para a pensar en la yarda megalítica, la conclusión es inevitable.

Stephanie no sabía qué era eso.

—Desde la década de los cincuenta hasta mediados de los ochenta, Alexander Thom, un ingeniero escocés, llevó a cabo un análisis de cuarenta y seis círculos de piedras del Neolítico y la Edad del Bronce. Llegó a estudiar más de trescientos yacimientos y descubrió que todos ellos compartían una unidad de medida, a la que denominó yarda megalítica.

—¿Cómo es posible, teniendo en cuenta que se trataba de distintas culturas? —preguntó Stephanie.

—La idea fundamental es bastante sólida. Monumentos como Stonehenge, que existen por todo el planeta, no eran más que antiguos observatorios. Sus constructores descubrieron que si se situaban en el centro de un círculo de cara al sol naciente y señalaban la posición de dicho fenómeno a diario, al cabo de un año tendrían 366 marcas en el suelo. La distancia entre esas señales siempre era de 83 centímetros.

»Claro está que esos pueblos antiguos no medían en centímetros —puntualizó Scofield—, pero ése fue el equivalente moderno que se obtuvo al reproducir la técnica.

»Después, esos mismos pueblos aprendieron que un astro tardaba 3,93 minutos en pasar de una marca a la siguiente.

»Ellos tampoco utilizaban los minutos, pero así y todo observaron y anotaron una unidad de tiempo constante. —Scofield hizo una pausa—. Aquí viene lo interesante.

»Para que un péndulo oscile 366 veces a lo largo de 3,93 minutos, la distancia entre ambos extremos del péndulo ha de ser de 83 centímetros. Increíble, ¿no creen? Y no se trata de una coincidencia. Por eso los antiguos constructores determinaron que la yarda megalítica medía 83 centímetros. —Scofield pareció captar su incredulidad—. No es tan extraordinario —añadió—. En su momento se propuso un método similar como alternativa para calcular la longitud del metro estándar. En último término, los franceses decidieron que sería mejor emplear una división del cuadrante del meridiano, ya que no se fiaban de sus relojes.

—¿Cómo podían saber estas cosas los pueblos primitivos? —inquirió Davis—. Requeriría un elevado grado de conocimiento de matemáticas y mecánica orbital.

—De nuevo, la arrogancia moderna. Esas gentes no eran cavernícolas ignorantes, sino que poseían una inteligencia intuitiva. Tenían conciencia de su mundo. Nosotros estrechamos nuestros sentidos y estudiamos pequeñeces, mientras que ellos ampliaban sus percepciones y se interesaban por el cosmos.

—¿Hay pruebas científicas que lo demuestren? —terció Stephanie.

—Acabo de darles datos de física y matemáticas, ciencias éstas que, dicho sea de paso, ese pueblo de navegantes comprendían. Alexander Thom postulaba que podrían haberse utilizado varas de medición de madera de una yarda megalítica de largo con fines topográficos, y que éstas debían de salir de un lugar central para mantener la coherencia que él observó en los monumentos. Ese pueblo supo transmitir sus enseñanzas a estudiantes voluntariosos.

Stephanie se dio cuenta de que Scofield creía todo cuanto decía.

—Existen algunas coincidencias numéricas con otros sistemas de medición utilizados a lo largo de la historia que respaldan la yarda megalítica. Cuando estudiaba la civilización minoica, el arqueólogo J. Walter Graham postuló que los cretenses empleaban una medida estándar, que él denominó pie minoico. Existe una correlación: trescientas sesenta y seis yardas megalíticas equivalen exactamente a mil pies minoicos. Otra coincidencia asombrosa, ¿no creen?

»También existe una relación entre la antigua medida egipcia del codo real y la yarda megalítica. Un círculo con un diámetro de medio codo real tendrá una circunferencia equivalente a una yarda megalítica. ¿Cómo podría ser posible esa correlación directa sin un denominador común? Es como si los minoicos y los egipcios conocieran la yarda megalítica y la hubieran adaptado a su propia situación.

—¿Por qué nunca he leído nada al respecto ni he oído hablar de ello? —preguntó Davis.

—Los científicos convencionales no pueden ni confirmar ni desmentir la yarda megalítica. Arguyen que no hay pruebas de que se utilizaran péndulos, e incluso que el principio del péndulo no se conocía con anterioridad a Galileo. Pero, una vez más, eso no es más que arrogancia. De alguna manera siempre somos los primeros en saberlo todo. También aseguran que los pueblos neolíticos no tenían un sistema de comunicación escrita capaz de recoger información sobre órbitas y movimientos planetarios pero…

—Las piedras —interrumpió Stephanie—. Contenían escritura.

Scofield sonrió.

—Exactamente. Una escritura antigua en un idioma desconocido. Y, sin embargo, hasta que puedan ser descifradas o se encuentre una vara de medición neolítica, esa teoría seguirá sin poder demostrarse. —Scofield guardó silencio, y Stephanie esperaba ese algo más—. Sólo me permitieron trabajar con las piedras —aclaró él—. Todo acabó en un almacén de Fort Lee, pero dicho almacén contaba con una zona refrigerada, cerrada a cal y canto, donde sólo entraba el almirante. El contenido ya estaba allí cuando yo llegué, y Dyals me dijo que si resolvía el enigma del lenguaje me dejaría echar un vistazo.

—¿No tiene idea de lo que había? —inquirió Davis.

Scofield cabeceó.

—Al almirante le volvía loco el secretismo. Yo siempre tenía a esos tenientes pegados al culo, nunca estuve a solas en el edificio. Pero presentía que lo importante se hallaba en ese congelador.

—¿Llegó a conocer a Ramsey? —quiso saber Davis.

—Ah, sí. El preferido de Dyals. Era evidente que estaba al mando.

—Ramsey anda detrás de esto.

La pesadumbre y el enfado de Scofield parecían ir en aumento.

—¿Acaso sabe lo que yo podría haber escrito sobre esas piedras? Deberían haber sido mostradas al mundo, confirmarían todo cuanto he investigado. Una cultura desconocida con anterioridad, de navegantes, que existió mucho antes que nuestra civilización, con un idioma propio. Es algo revolucionario.

—A Ramsey le importa un comino —aseguró Davis—. A él sólo le interesa su persona.

Stephanie sentía curiosidad.

—¿Cómo supo que se trataba de un pueblo de navegantes?

—Por los relieves de las piedras: barcas largas, modernas embarcaciones, ballenas, icebergs, focas, pingüinos, y no de los pequeños, sino de los grandes, del tamaño de un hombre. Ahora sabemos que en la Antártida habitaba una especie así, pero lleva extinguida decenas de miles de años. Sin embargo, yo los vi tallados.

—Entonces, ¿qué fue de esa cultura perdida? —preguntó ella.

El profesor se encogió de hombros.

—Probablemente lo mismo que les ocurre a todas las sociedades creadas por el hombre: nos borramos a nosotros mismos de la faz de la Tierra, ya sea a propósito o por descuido. En cualquier caso, desaparecemos.

Davis miró a Stephanie.

—Tenemos que ir a Fort Lee para ver si eso aún sigue allí.

—Todo es clasificado, ni siquiera podrán acercarse —advirtió Scofield.

Tema razón, pero ella vio que no habría manera de detener a Davis.

—No esté tan seguro.

—¿Puedo irme ya a la cama? —preguntó Scofield—. Tengo que levantarme dentro de unas horas para la cacería anual: jabalís, con arcos y flechas. Todos los años llevo al bosque a un grupo de la conferencia.

Davis se puso de pie.

—Claro. Nosotros también tenemos que marcharnos por la mañana.

Stephanie lo imitó.

—Escuchen —dijo el profesor con voz resignada—, lamento haber adoptado esa actitud. Agradezco lo que han hecho.

—Debería plantearse no salir de caza —recomendó ella.

Él negó con la cabeza.

—No puedo defraudar a los participantes, año tras año están deseando hacerlo.

—Usted verá —dijo Davis—, pero creo que estará a salvo. Ramsey sería un idiota si fuera por usted otra vez, y es de todo menos eso.