Ossau
3:00 horas
Malone vio que Christl sacaba un portátil de su bolsa de viaje. Habían vuelto al hotel sin ver u oír a nadie. Fuera había empezado a nevar y el viento formaba esponjosos remolinos. Christl encendió el ordenador y a continuación sacó un escáner portátil, que conectó a uno de los puertos USB.
—Esto me llevará un rato —advirtió—. No es precisamente el escáner más rápido del mundo.
Malone sostenía el libro que habían rescatado en la iglesia. Habían ojeado todas las páginas, que parecían una traducción completa de cada una de las letras de la lengua del cielo a su equivalente en latín.
—Eres consciente de que esto no será exacto, ¿verdad? —dijo ella—. Alguno de los caracteres podría tener dos significados, es posible que no exista una letra o un sonido correspondiente en latín y cosas por el estilo.
—Tu abuelo lo consiguió.
Ella lo miró con una extraña mezcla de enfado y gratitud.
—También puedo pasar en el acto el latín al alemán o al inglés. La verdad es que no sabía qué esperar. Nunca estuve del todo segura de si había que creer al abuelo. Hace unos meses mi madre me permitió ver algunos de sus cuadernos, y también los de mi padre, pero no me dijeron gran cosa. Es evidente que ella se quedó con lo que consideraba importante. Los mapas, por ejemplo, o los libros de las tumbas de Eginardo y Carlomagno. Así que siempre me asaltó la duda de si mi abuelo no sería más que un loco.
A Malone le sorprendió su franqueza: era reconfortante, pero también sospechosa.
—Ya viste toda esa parafernalia nazi que coleccionaba; estaba obsesionado. Lo curioso del caso es que se libró de los desastres del Tercer Reich, pero parecía lamentar no haber caído con él. Al final sólo era un hombre amargado. Casi fue una bendición que perdiera la cabeza.
—Pero ahora tiene otra oportunidad para demostrar que estaba en lo cierto.
La máquina pitó, indicando que estaba lista. Christl cogió el libro.
—Y pretendo concederle todas las oportunidades. ¿Qué vas a hacer mientras trabajo?
Malone se tumbó en la cama.
—Intentar dormir. Despiértame cuando hayas terminado.
Ramsey se aseguró de que Diane McCoy abandonaba Fort Lee y regresó a Washington. No volvió a entrar en el almacén para no llamar más la atención, y al comandante de la base le explicó que había sido testigo de una disputa territorial sin importancia entre la Casa Blanca y la Marina. La explicación pareció satisfacer las preguntas que pudieran haber suscitado las repetidas visitas de alto nivel durante los últimos días.
Consultó el reloj: las 20.50.
Se sentó a una mesa de una pequeña trattoria situada a las afueras de Washington. Buena comida italiana, marco sencillo y una bodega excelente, aunque nada de eso le importaba esa noche.
Bebió un sorbo de vino.
Una mujer entró en el restaurante. Vestían su alta y delgada figura un abrigo de terciopelo pespunteado y unos vaqueros oscuros vintage; llevaba al cuello una bufanda de cachemir color beis. Rodeó las apretadas mesas y tomó asiento con él.
La mujer de la tienda de mapas.
—Hiciste un buen trabajo con el senador —aprobó él—. Diste en el clavo.
Ella aceptó el cumplido asintiendo con la cabeza.
—¿Dónde está? —quiso saber Ramsey, que había ordenado que vigilaran a Diane McCoy.
—Esto no le va a gustar.
Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda.
—Se ha citado con Kane. Hace nada.
—¿Dónde?
—Dieron un paseo por el Monumento a Lincoln y después fueron caminando hasta el Monumento a Washington.
—Hace una noche fría para pasear.
—A mí me lo va a decir. Tengo a un hombre con ella. McCoy se ha ido a su casa.
Inquietante. El único nexo entre McCoy y Kane era él. Ramsey creía que la había apaciguado, pero tal vez hubiese subestimado su determinación.
El móvil vibró en su bolsillo. Comprobó la pantalla: Hovey.
—Tengo que cogerlo —se excusó—. ¿Te importaría esperar cerca de la puerta?
Ella lo comprendió y se alejó.
—¿Qué hay? —contestó Ramsey.
—La Casa Blanca está al teléfono. Quieren hablar contigo. Nada fuera de lo común.
—¿Y bien?
—Es el presidente.
Eso sí era fuera de lo común.
—Pásamelo.
Al cabo de pocos segundos oyó la atronadora voz conocida en el mundo entero.
—Almirante, espero que esté pasando usted una buena noche.
—Hace frío, señor presidente.
—Ya lo creo. Y más que va a hacer. Lo llamo porque Aatos Kane lo quiere en la Junta de Jefes. Dice que es usted el hombre adecuado para el puesto.
—Eso depende de si usted está conforme, señor. —Hablaba en voz queda, por debajo de las apagadas conversaciones que se desarrollaban a su alrededor.
—Lo estoy. He estado pensando en ello todo el día, pero estoy conforme. ¿Le gustaría aceptar el cargo?
—Iría a donde usted me mandara.
—Ya sabe lo que opino de la Junta de Jefes, pero seamos realistas: nada va a cambiar, así que lo necesito allí.
—Será un honor. ¿Cuándo se haría público?
—Daré a conocer su nombre en el plazo de una hora. Será el protagonista de las noticias matutinas. Prepárese, almirante, esto no tiene nada que ver con los servicios de inteligencia de la Marina.
—Así lo haré, señor.
—Me alegro de tenerlo a bordo.
Daniels colgó.
Tras un momento tenso, Ramsey bajó la guardia. Sus temores se desvanecieron; lo había conseguido. Fuera lo que fuese que estuviera haciendo Diane McCoy carecía de importancia.
Había sido designado para ocupar el cargo.
Dorothea descansaba en la cama, temblorosa, en ese estado entre el sueño y la vigilia en que los pensamientos a veces podían controlarse. ¿Qué había hecho, volver a acostarse con Werner? Era algo que ya no creía posible, una parte de su vida que sin duda había terminado.
O quizá no.
Dos horas antes había oído que la puerta de la habitación de Malone se abría y se cerraba. Un murmullo de voces se coló a través de las finas paredes, pero no pudo descifrarlo. ¿Qué hacía su hermana en mitad de la noche?
Werner yacía pegado a ella en la estrecha cama. Él tenía razón: estaban casados y su heredero sería legítimo. Pero ¿tener un hijo a los cuarenta y ocho años? Tal vez fuera el precio que tuviera que pagar. Por lo visto, Werner y su madre habían forjado alguna clase de alianza, lo bastante fuerte para que Sterling Wilkerson tuviera que morir, lo bastante fuerte para convertir a Werner en una especie de hombre.
Llegaron más voces procedentes del cuarto de al lado.
Dorothea se levantó de la cama y se acercó al tabique, pero no entendió nada. Se acercó a la ventana sin hacer ruido caminando sobre la fina moqueta. Gruesos copos de nieve caían en silencio. Había vivido toda su vida entre montañas y nieve; había aprendido a cazar, a disparar y a esquiar a una edad temprana. No le tenía miedo de muchas cosas, tan sólo del fracaso y de su madre. Apoyó el desnudo cuerpo en el frío alféizar, frustrada y pesarosa, y miró fijamente a su marido, aovillado bajo el edredón.
Se preguntó si la amargura que sentía hacia él no sería más que dolor por la muerte de su hijo. Durante mucho tiempo después de que Georg falleció, los días y las noches se habían convertido en una pesadilla, en un seguir adelante que no tenía ningún sentido ni llevaba a ninguna parte.
La habitación, y su valor, se enfriaron.
Cruzó los brazos sobre los desnudos pechos.
Le daba la impresión de que con cada año que pasaba aumentaba su amargura, su insatisfacción. Echaba de menos a Georg. Pero quizá Werner tuviera razón. Quizá hubiera llegado la hora de vivir, de amar, de ser amada.
Flexionó las piernas para desentumecerlas. En la habitación contigua reinaba el silencio. Dorothea se volvió y se puso a mirar por la ventana la oscuridad, acribillada por la nieve.
Se acarició el plano vientre.
Otro hijo.
¿Por qué no?