SESENTA Y CINCO

Asheville

17.00 horas

Stephanie estaba algo desconcertada: Davis había decidido que pasarían allí la noche y había reservado una única habitación para los dos.

—Por lo general, no soy de esa clase de chicas —le dijo ella cuando él abrió la puerta—. Ir a un hotel en la primera cita…

—No sé, tenía entendido que eras fácil.

Ella le propinó un pescozón.

—Qué más quisieras.

Davis la miró a los ojos.

—Aquí estamos, en un romántico hotel de cuatro estrellas. La otra noche lo pasamos estupendamente, primero muertos de frío y luego haciendo de diana. Estamos creando lazos afectivos.

Ella sonrió.

—No me lo recuerdes. Y, por cierto, me encanta lo sutil que has sido con Scofield. Ha funcionado. Te has ganado su simpatía.

—Es un sabelotodo arrogante y egoísta.

—Que estuvo allí en 1971 y sabe más que tú y que yo.

Davis se dejó caer sobre el cubrecama de vivas flores. La habitación entera parecía sacada de la revista Southern Living: mobiliario exquisito, cortinas elegantes, decoración inspirada en las casas solariegas inglesas y francesas. A Stephanie le apetecía probar la amplia bañera. No se daba un baño desde la mañana del día anterior, en Atlanta. ¿Era eso lo que experimentaban habitualmente sus agentes? ¿No se suponía que ella era la jefa?

—Una habitación superior —observó él—. La única que tenían disponible. El precio supera con mucho las dietas del gobierno, pero qué demonios: tú lo vales.

Stephanie se acomodó en una butaca y apoyó los pies en un escabel a juego.

—Si tú puedes soportar tanto compañerismo, yo también. De todas formas, tengo la sensación de que no vamos a dormir mucho.

—Está aquí —dijo Davis—. Lo sé.

Ella no estaba tan segura, pero no podía negar el mal presentimiento en las tripas.

—Scofield está en la suite Wharton, en la sexta planta. La misma de todos los años —informó él.

—¿Todo eso te lo contó la recepcionista?

Davis asintió.

—Tampoco le cae bien Scofield.

Davis sacó del bolsillo el folleto de la conferencia.

—Dentro de un rato dirigirá un recorrido por la mansión Biltmore. Luego, mañana por la mañana, irá a cazar jabalís.

—Si nuestro hombre está aquí, se le abren un sinfín de posibilidades, eso sin contar el tiempo que Scofield pase esta noche en su habitación.

Stephanie observó el rostro de Davis. Por lo general nunca traslucía nada, pero la máscara iba perdiendo fuerza; estaba nervioso. Ella sentía una sombría reticencia mezclada con una gran curiosidad, de manera que preguntó:

—¿Qué vas a hacer cuando por fin lo encuentres?

—Matarlo.

—Eso sería asesinato.

—Puede, pero dudo que nuestro hombre caiga sin presentar batalla.

—¿Tanto la querías?

—Los hombres no deberían pegar a las mujeres.

Ella se preguntó con quién estaba hablando Davis: ¿con ella? ¿Con Millicent? ¿Con Ramsey?

—Antes no podía hacer nada —prosiguió él—, ahora sí puedo. —Su rostro se oscureció de nuevo, ocultando sus emociones—. Y ahora dime qué es lo que el presidente no quería que supiera.

Ella había estado esperando que se lo preguntara.

—Tiene que ver con tu compañera. —Le contó adónde había ido Diane McCoy—. Daniels confía en ti, Edwin, más de lo que crees. —Stephanie vio que él captaba lo que no había dicho: no le falles.

—No lo defraudaré.

—No puedes matar a ese tipo, Edwin. Lo necesitamos con vida para coger a Ramsey. De lo contrario, el verdadero problema se quedará tan campante.

—Lo sé.

La derrota empañó su voz. Se levantó.

—Hemos de irnos.

Se pasaron por el mostrador de inscripciones y se apuntaron a lo que quedaba de conferencia antes de ir arriba. En su poder tenían dos entradas para el recorrido a la luz de las velas.

—Tenemos que pegarnos a Scofield —afirmó él—. Tanto si le gusta como si no.

Charlie Smith entró en la mansión Biltmore siguiendo los pasos del grupo que efectuaba el recorrido privado. Después de inscribirse en la conferencia sobre Antiguos misterios desvelados con otro nombre le ofrecieron una entrada para dicho evento. Una lectura rápida en la tienda de regalos del hotel le informó de que desde principios de noviembre hasta Año Nuevo la residencia ofrecía las denominadas veladas mágicas, en las que los visitantes podían disfrutar de una mansión iluminada con velas, chimeneas encendidas, decoración festiva y música en directo. Las horas de entrada se reservaban, y la de esa noche era más que especial, ya que se trataba del último recorrido del día, disponible únicamente a quienes asistieran a la conferencia.

Se habían desplazado desde el hotel en dos autobuses de Biltmore, unas ochenta personas, según sus cálculos. Él vestía como los demás, con colores invernales, abrigo de lana, zapatos oscuros. Durante el trayecto había entablado conversación con otro asistente sobre «Star Trek». Habían hablado de cuál era la serie que les gustaba más, él arguyendo que «Enterprise» era la mejor con diferencia, aunque su interlocutor prefería «Voyager».

—Síganme —decía Scofield mientras permanecían de pie en la heladora noche ante la puerta principal—. Les espera una agradable sorpresa.

La multitud cruzó una intrincada verja de hierro. Él había leído que todas las habitaciones tendrían decoración navideña, como había hecho George Vanderbilt desde 1885, fecha en que se abrió por primera vez la propiedad.

Se moría de ganas de ver los espectáculos.

Tanto el de la casa como el suyo propio.

Malone se despertó. Christl dormía a su lado, el desnudo cuerpo pegado al suyo. Consultó el reloj: las 0.35. Había empezado otro día, viernes, 14 de diciembre.

Había dormido dos horas.

Lo invadía una cálida sensación de satisfacción.

Llevaba algún tiempo sin hacerlo.

Después había llegado el descanso dentro de una oscuridad en tierra de nadie plagada de imágenes minuciosas.

Como los dibujos enmarcados que colgaban en la planta de abajo. De la iglesia, de 1772.

Extraña manera de dar con la solución, la respuesta se había desplegado en su cabeza como los naipes boca arriba de un solitario. Lo mismo había ocurrido dos años antes, en el castillo de Cassiopeia Vitt. Pensó en Cassiopeia. Últimamente sus visitas cada vez eran menos y más espaciadas, y a saber dónde andaría. En Aquisgrán se había planteado llamarla para pedirle ayuda, pero al final decidió que aquello era cosa suya. Y allí estaba ahora, tumbado, pensando en la multitud de opciones que ofrecía la vida. La rapidez de su decisión con respecto a los avances de Christl lo ponía nervioso.

Pero al menos había sacado algo más en claro: la búsqueda de Carlomagno.

Ahora sabía cómo terminaba.