A través de la puerta entreabierta, Dorothea vio que su hermana entraba en la habitación de Cotton Malone. Había visto a su madre hablar con Christl después de cenar y se preguntaba qué se habrían dicho. También había visto salir a Ulrich y sabía cuál era la tarea que le había sido encomendada. Se preguntó cuál sería su propio papel. Por lo visto, congraciarse con su marido, ya que les habían dado una única habitación con una cama pequeña. Cuando le preguntó al dueño por otra, éste le dijo que no había más.
—No está tan mal —aprobó Werner.
—Eso depende de lo que cada uno entienda por «mal».
Lo cierto es que a Dorothea la situación le hacía gracia. Ambos se comportaban como dos adolescentes en su primera cita. Por una parte, el aprieto en que se hallaban parecía cómico; por otra, trágico. La estrechez le impedía escapar del familiar tufo de su loción para después del afeitado, su tabaco de pipa y el chicle de clavo que le gustaba mascar. Y esos olores le recordaban en todo momento que él no era uno de los muchos hombres con los que había disfrutado últimamente.
—Esto es demasiado, Werner. Y va demasiado de prisa.
—No creo que tengas mucha elección.
Él se hallaba cerca de la ventana con las manos entrelazadas a la espalda. Dorothea seguía aún perpleja después de su actuación en la iglesia.
—¿De verdad creías que ese matón me iba a disparar?
—Las tornas cambiaron cuando le pegué el tiro al otro. Estaba enfadado y podría haber hecho cualquier cosa.
—Lo mataste con suma facilidad.
Él negó con la cabeza.
—Con facilidad, no, pero había que hacerlo. No es muy distinto de abatir un ciervo.
—No era consciente de que fueras así.
—A lo largo de los últimos días he descubierto un montón de cosas sobre mí mismo.
—Los tipos de la iglesia eran unos idiotas, tan sólo pensaban en el dinero. —«Como la mujer de la abadía», se dijo—. No tenían ningún motivo para fiarse de nosotros, y sin embargo lo hicieron.
Las comisuras de los labios de él se curvaron hacia abajo.
—¿Por qué evitas lo obvio?
—No creo que éste sea el lugar ni el momento para hablar de nuestra vida privada.
Werner enarcó las cejas con incredulidad.
—Qué mejor momento. Estamos a punto de tomar algunas decisiones irreversibles.
La distancia que habían mantenido durante esos últimos años le había hecho perder la capacidad, otrora perfecta, de saber a ciencia cierta cuándo la engañaba su marido. No le había hecho ningún caso durante mucho tiempo, sencillamente había dejado que obrara a su antojo. Ahora maldecía esa indiferencia.
—¿Qué es lo que quieres, Werner?
—Lo mismo que tú: dinero, poder, seguridad. Tu herencia.
—Eso es mío, no tuyo.
—Qué interesante, esa herencia tuya. Tu abuelo era nazi, un tipo que idolatraba a Adolf Hitler.
—No era nazi —aseguró ella.
—Tan sólo contribuyó a extender el mal, a facilitar que asesinaran a gente.
—Eso es absurdo.
—¿Esas ridículas teorías sobre los arios? ¿Nuestro supuesto legado? ¿Que éramos una raza especial procedente de un lugar especial? A Himmler le encantaba esa basura. Alimentó directamente la feroz propaganda de los nazis.
Por la cabeza de Dorothea pasaron pensamientos perturbadores, cosas que su madre le había contado, cosas que había oído de pequeña. La reconocida filosofía de derechas de su abuelo, su negativa a hablar mal del Tercer Reich, la insistencia de su padre en que Alemania no estaba mejor después de la guerra que antes, en que una Alemania dividida era peor que todo cuanto había hecho Hitler. Su madre tenía razón: la historia de la familia Oberhauser debía permanecer sepultada.
—Ándate con cuidado —musitó Werner.
Había algo inquietante en su tono. ¿Qué era lo que sabía?
—Puede que alivie tu conciencia creer que soy idiota —añadió él—. Tal vez justifique el rechazo que te producen nuestro matrimonio y yo.
Dorothea recordó que era un experto en provocarla.
—Pero no soy idiota.
Ella sentía curiosidad.
—¿Qué sabes de Christl?
Él señaló la puerta.
—Que está ahí con Malone. ¿Sabes lo que eso significa?
—Dímelo tú.
—Que está forjando una alianza. Malone se relaciona con los americanos. Tu madre escogió con cuidado a sus aliados: Malone puede poner en marcha cosas cuando sea necesario. ¿Cómo si no podríamos llegar a la Antártida? Christl está cumpliendo las órdenes de tu madre.
Tenía razón.
—Dime, Werner, ¿te divierte la posibilidad de que yo fracase?
—De ser así, no estaría aquí. Simplemente te dejaría fracasar.
Algo en su tono casual disparó las alarmas: estaba claro que sabía más de lo que le estaba diciendo, y Dorothea odiaba sus rodeos.
Reprimió un escalofrío repentino al darse cuenta de que aquel hombre, más un desconocido que su marido, la atraía.
—Cuando mataste al tipo de la cabaña, ¿sentiste algo? —quiso saber él.
—Alivio. —La palabra se le escapó.
Él permanecía impasible, aparentemente rumiando la confesión.
—Hemos de imponernos, Dorothea. Si eso significa tener que colaborar con tu madre y con Christl, adelante. No podemos permitir que tu hermana domine esta búsqueda.
—Mi madre y tú lleváis trabajando algún tiempo juntos, ¿no es cierto?
—Echa de menos a Georg tanto como nosotros. Él era el futuro de esta familia, ahora toda su existencia es incierta. Ya no hay más Oberhauser.
Ella captó algo en su tono y lo vio en sus ojos: lo que quería de verdad.
—Es una broma, ¿no? —inquirió.
—Sólo tienes cuarenta y ocho años. Todavía puedes tener hijos.
Werner se acercó a ella y la besó con ternura en el cuello. Dorothea le cruzó la cara, y él se echó a reír.
—Emociones intensas, violencia. Así que eres humana, después de todo.
El sudor perló la frente de Dorothea, aunque en la habitación no hacía calor. No estaba dispuesta a seguir escuchándolo. Se dirigió a la puerta.
Él se abalanzó hacia ella, la cogió por el brazo y la obligó a volverse.
—No vas a apartarte de mí, esta vez no.
—Suelta —dijo ella débilmente—. Eres un cabrón despreciable, me das asco.
—Tu madre ha dejado claro que si tenemos un hijo te lo dará todo a ti. —La acercó más—. ¿Me has oído? Todo será tuyo. Christl no quiere hijos ni tampoco un marido, pero puede que le hayan hecho la misma oferta. ¿Dónde está ahora mismo?
Werner estaba cerca, pegado a ella.
—Párate a pensar —prosiguió—. Tu madre os ha enfrentado para saber qué le pasó a su marido, pero, sobre todo, quiere que su familia no se extinga. Los Oberhauser tienen dinero, prestigio y bienes. Sólo le hacen falta herederos.
Dorothea se zafó. Su marido tenía razón: Christl estaba con Malone y su madre no era de fiar. ¿Le habría hecho la misma oferta a su hermana?
—Vamos por delante de ella —aseguró él—. Nuestro hijo sería legítimo.
Dorothea se odió, pero aquel hijo de puta tenía razón.
—¿Nos ponemos manos a la obra? —preguntó.