SESENTA Y DOS

Asheville

—Presionaste demasiado a Scofield —le dijo Stephanie a Edwin Davis.

Seguían sentados en la salita. Fuera, una tarde magnífica iluminaba los lejanos bosques invernales. A su izquierda, hacia el sureste, Stephanie divisó la mansión, a alrededor de un kilómetro y medio, encaramada a su propio promontorio.

—Scofield es imbécil —afirmó Davis—. Cree que a Ramsey le importa que haya mantenido la boca cerrada todo estos años.

—No sabemos qué le importa a Ramsey.

—Alguien va a matar a Scofield.

Ella no estaba tan segura.

—Y ¿qué propones que hagamos al respecto?

—Pegarnos a él.

—Podríamos detenerlo.

—Y perder el cebo.

—Si estás en lo cierto, ¿es eso justo para él?

—Cree que somos idiotas.

A ella tampoco le caía bien Douglas Scofield, pero eso no debía influir en sus decisiones. Sin embargo, había otra cosa.

—¿Te das cuenta de que seguimos sin tener ninguna prueba de nada?

Davis consultó el reloj que había al otro lado del vestíbulo.

—He de hacer una llamada.

Dejó la silla, se acercó a las ventanas y se acomodó en un sofá de flores situado a unos tres metros, de espaldas a ella, mirando hacia afuera. Stephanie lo observaba: era inquieto y complicado. Interesante, aunque, al igual que ella, luchaba contra sus propias emociones. Y tampoco quería hablar de ellas.

Davis le indicó que se acercara.

Ella obedeció y se sentó a su lado.

—Quiere volver a hablar contigo.

Ella se llevó el móvil a la oreja, sabiendo perfectamente quién había al otro lado.

—Stephanie —dijo el presidente Daniels—, esto se está complicando. Ramsey ha manejado a Aatos Kane. El buen senador quiere que le dé la vacante de la Junta de Jefes a Ramsey, algo que no va a suceder de ninguna de las maneras, aunque no se lo dije a Kane. Una vez oí un viejo proverbio indio: si vives en el río, deberías hacerte amigo de los cocodrilos. Por lo visto Ramsey lo está poniendo en práctica.

—Puede que sea al revés.

—Que es lo que de verdad está complicando esto. Esos dos no se han aliado voluntariamente. Ha pasado algo. Puedo escurrir el bulto unos días, pero hemos de avanzar por vuestro lado. ¿Cómo está mi chico?

—Ansioso.

Daniels soltó una risita.

—Ahora ya sabes lo que tengo que aguantar contigo. Cuesta mantenerlo todo a raya, ¿eh?

—Por decirlo de alguna manera.

—Teddy Roosevelt lo dijo mejor: «Haz lo que puedas con lo que tengas, estés donde estés». Sigue adelante.

—No creo que tenga muchas alternativas, ¿no es así?

—No, pero te regalo un cotilleo: han encontrado muerto en Múnich al jefe de la sección de Berlín de los servicios de inteligencia de la Marina, un capitán llamado Sterling Wilkerson.

—Y usted cree que no es una coincidencia.

—Ni por asomo. Ramsey trama algo aquí y allí. No puedo demostrarlo, pero lo presiento. ¿Qué hay de Malone?

—No sé nada de él.

—Dímelo sin rodeos: ¿crees que el profesor ése está en peligro?

—No lo sé, pero creo que deberíamos quedarnos aquí hasta mañana, para asegurarnos.

—Voy a decirte algo que no le he contado a Edwin. Necesito que pongas cara de póquer.

Ella sonrió.

—De acuerdo.

—Tengo mis dudas acerca de Diane McCoy. Hace mucho tiempo aprendí a prestar atención a mis enemigos porque son los primeros en conocer tus errores. La he estado vigilando, y Edwin lo sabe. Lo que no sabe es que hoy salió del edificio y fue a Virginia. En este mismo instante está en Fort Lee, examinando un almacén que el Ejército alquila al servicio secreto de la Marina. He hecho averiguaciones. El propio Ramsey estuvo allí ayer. Algo que ella ya sabía, gracias a los suyos.

Davis le dio a entender que iba por una bebida a una mesa habilitada a tal efecto próxima a la chimenea y le preguntó por señas si quería algo. Ella cabeceó.

—Se ha ido —dijo por teléfono—. Supongo que hay algún motivo para que me cuente esto.

—Por lo visto, Diane también se ha hecho amiga de los cocodrilos, pero me preocupa que vayan a devorarla.

—No podría pasarle a nadie mejor.

—¿Sabes? Creo firmemente que eres mala.

—Soy realista.

—Stephanie, pareces preocupada.

—Por mucho que diga lo contrario, tengo la sensación de que nuestro hombre está aquí.

—¿Quieres ayuda? —quiso saber Daniels.

—Yo sí, pero Edwin no.

—¿Desde cuándo le haces caso?

—Ésta es su guerra. Tiene una misión.

—El amor es un asco, pero no dejes que sea su perdición. Lo necesito.

Smith disfrutaba del piano y del crepitante fuego de la chimenea. El almuerzo había sido estupendo; la ensalada y el entrante eran soberbios, y la sopa deliciosa, pero el cordero con verduritas de temporada había sido lo mejor con diferencia.

Había subido después de que el hombre y la mujer abordaron a Scofield y lo apartaron de la comida. No había podido oír lo que habían dicho ni abajo ni allí arriba. Se preguntó si serían los mismos de la noche anterior. Era difícil de decir.

Durante las últimas horas a Scofield se le había acercado una persona tras otra. A decir verdad, el simposio entero parecía un acto centrado en él. El profesor, que figuraba como uno de los primeros organizadores del evento, era quien pronunciaría el discurso de apertura al día siguiente por la noche. Y esa misma tarde también dirigía un recorrido a la luz de las velas por la mansión. La mañana del día siguiente se celebraba lo que el folleto llamaba «La aventura salvaje de Scofield», tres horas cazando jabalís con arco y flecha en un bosque cercano, dirigidas por el propio profesor. La mujer que se ocupaba de las inscripciones había dicho que esa excursión, que daba comienzo a primera hora de la mañana, era popular y todos los años participaban unas treinta personas. Que hubiese dos más interesadas por el doctor Douglas Scofield no era necesariamente motivo de alarma. De manera que Smith desechó la paranoia y no permitió que se apoderara de él. No quería reconocerlo, pero la noche anterior lo había dejado tocado.

Vio que el hombre se levantaba del sofá, se dirigía a una mesa vestida con un mantel verde próxima a la chimenea y se servía un vaso de agua con hielo.

Smith se levantó y se acercó a él con naturalidad, rellenando su taza de té de un recipiente plateado. Esos detalles eran agradables: refrescos para los huéspedes todo el día. Añadió un poco de edulcorante Splenda —odiaba el azúcar— y removió el líquido.

El hombre volvió a la salita, bebiendo sorbos de agua, hasta el lugar donde la mujer ponía fin a una llamada de móvil. El fuego del hogar era bajo, apenas chisporroteaba ya. Uno de los empleados retiró una pantalla de hierro y añadió unos troncos. Smith sabía que podía seguirlos a los dos para ver adónde llevaba aquello, pero por suerte ya había optado por algo más radical.

Algo innovador.

Con resultados garantizados.

Y a la altura del gran Douglas Scofield.

Malone entró en L’Arlequin y se dirigió al restaurante, donde vistosas alfombras vestían un suelo de madera de roble. Su séquito fue tras él, y todos se despojaron del abrigo. Isabel habló con el hombre que antes estaba en recepción, que se marchó y cerró las puertas del restaurante al salir. Malone se quitó el chaquetón y los guantes y se percató de que tenía la camisa sudada.

—Arriba sólo hay ocho habitaciones —aclaró la anciana—, y las he reservado todas para esta noche. El dueño está preparando la cena.

Malone se sentó en uno de los bancos que recorrían dos mesas de roble.

—Estupendo, tengo hambre.

Christl, Dorothea y Werner tomaron asiento frente a él. Henn permaneció de pie en un lateral, sosteniendo una cartera, e Isabel se acomodó en la cabecera de la mesa.

—Herr Malone, voy a ser sincera con usted.

—Lo dudo mucho, pero adelante.

Las manos de la anciana se tensaron y sus dedos empezaron a tamborilear con impaciencia sobre el mantel.

—No soy hijo suyo y tampoco estoy en el testamento, así que vaya al grano —espetó él.

—Sé que Hermann estuvo aquí dos veces —comenzó ella—. Una antes de la guerra, en 1937, y la otra en 1952. Mi suegra nos habló a Dietz y a mí de esos viajes poco antes de morir, pero no sabía lo que había hecho aquí Hermann. El propio Dietz vino alrededor de un año antes de desaparecer.

—Eso no nos lo habías dicho —apuntó Christi.

Isabel negó con la cabeza.

—No pensé que existiera una relación entre este sitio y la búsqueda. Sólo sabía que ellos dos habían venido. Ayer, cuando me hablaste de este lugar, supe de inmediato que existía un nexo.

El subidón de adrenalina de la iglesia había remitido, y Malone se sentía pesado y exhausto, pero tenía que centrarse.

—Así que Hermann y Dietz estuvieron aquí. Eso no sirve de mucho, ya que, al parecer, sólo Hermann encontró algo. Y no se lo dijo a nadie.

—El testamento de Eginardo deja claro que la búsqueda se resolverá «aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor» —intervino Christi—. Eso nos trae de Aquisgrán aquí. «Pero sólo aquéllos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo».

Dorothea y Werner guardaban silencio. Malone se preguntó qué hacían allí. Quizá ya hubiesen desempeñado su papel en la iglesia. Los señaló y preguntó:

—¿Se han dado un beso y han hecho las paces?

—¿Acaso importa? —quiso saber Dorothea.

Él se encogió de hombros.

—Me importa a mí.

—Herr Malone —interrumpió Isabel—, hemos de resolver este desafío.

—¿Vio usted la iglesia? Es una ruina. Allí no hay nada de hace mil doscientos años. Los muros apenas se mantienen en pie y el tejado es nuevo, el suelo está agrietado y se desmorona, el altar se viene abajo. ¿Cómo pretende resolver nada?

A una señal de Isabel, Henn le entregó la cartera. Ella desabrochó las correas de cuero y sacó un mapa deteriorado, el papel de un color orín desvaído. Lo abrió con cuidado y lo puso sobre la mesa; medía unos sesenta por cuarenta y cinco centímetros. Malone vio que no era de un país o un continente, sino que se trataba de una sección de un litoral dentado.

—Éste es el mapa de Hermann, utilizado durante la expedición nazi de 1938 a la Antártida. Ésta es la zona que exploró.

—No hay nada escrito —observó él.

Los lugares estaban marcados mediante A, mientras que X parecía corresponder a montañas. □ señalaba algo importante, y se mostraba una ruta de llegada y salida, pero no había una sola palabra por ninguna parte.

—Mi marido dejó esto cuando fue a América en 1971. Se llevó consigo otro plano. Pero sé exactamente adónde se dirigía Dietz. —Sostuvo en alto otro mapa doblado que sacó de la cartera, más nuevo, azul, titulado «Mapa internacional de la Antártida. Escala 1:8 000 000»—. Toda la información está aquí.

La anciana metió la mano en la cartera y extrajo dos cosas más, ambas en sendas bolsas de plástico: los libros. Uno de la tumba de Carlomagno, el que le había enseñado Dorothea; el otro de la tumba de Eginardo, propiedad de Christl.

Dejó en la mesa el de Christl y cogió el de Dorothea.

—Ésta es la clave, pero no somos capaces de interpretarla. La solución reside aquí, en el monasterio. Me temo que, aunque sepamos adónde hay que ir en la Antártida, el viaje sería infructuoso a menos que sepamos qué dicen estas páginas. Como decía Eginardo, hemos de tener plena comprensión del cielo.

—Su marido se fue sin tenerla.

—Ése fue su error —contestó la anciana.

—¿Podemos comer ya? —preguntó Malone, cansado de escucharla.

—Comprendo que esté frustrado con nosotros —replicó ella—, pero he venido a hacer un trato con usted.

—No, ha venido a tenderme una trampa. —Clavó la vista en las hermanas—. Otra vez.

—Si descubrimos cómo leer este libro, si merece la pena emprender el viaje, como creo que será el caso, doy por sentado que irá usted a la Antártida, ¿verdad? —quiso saber Isabel.

—No me había parado a pensar en eso aún, la verdad.

—Quiero que se lleve a mis hijas, además de a Werner y a Ulrich.

—¿Algo más? —inquirió él, casi divirtiéndose.

—Lo digo en serio. Es el precio que pagará usted por saber cuál es el lugar. Sin él, el viaje sería tan inútil como el de Dietz.

—En tal caso supongo que me quedaré sin saber cuál es, porque es una locura. No estamos hablando de retozar en la nieve, sino de la Antártida, uno de los sitios más hostiles de la Tierra.

—He hecho averiguaciones esta mañana: la temperatura en la base Halvorsen, el punto de desembarco más próximo al lugar, era de siete grados bajo cero. No está tan mal. Y el tiempo también era relativamente bueno.

—Y puede cambiar en diez minutos.

—Da la impresión de que ya ha estado usted allí —comentó Werner.

—He estado allí, y no es un buen sitio para pasar el rato.

—Cotton —dijo Christl—. Mi madre nos lo ha explicado antes. Se dirigían a un lugar concreto. —Señaló el mapa que descansaba sobre la mesa—. ¿Te das cuenta de que el submarino podría estar cerca de ese sitio?

Había jugado la baza que él se temía; eso mismo se le había pasado a él por la cabeza. El informe de la comisión de investigación recogía las últimas coordenadas conocidas del NR-1 A: «73° S, 15° O, a aproximadamente trescientos kilómetros al norte del cabo Norvegia». Ahora podían cotejarlas con otro punto de referencia, lo cual tal vez bastara para permitirle encontrar la embarcación hundida. Pero para hacerlo tenía que colaborar.

—Supongo que si accedo a hacerme cargo de estos pasajeros no se me dirá nada hasta que estemos en el aire, ¿no?

—A decir verdad, hasta que esté en tierra —corrigió la anciana—. Ulrich sabe de orientación porque le enseñó la Stasi. Él lo guiará una vez allí.

—Su falta de confianza en mí es abrumadora.

—Igual que la suya en mí.

—Es usted consciente de que no seré yo quien decida quién va. Necesitaré ayuda del Ejército estadounidense para llegar hasta allí, y puede que no permitan que vaya nadie más.

El rostro avinagrado de la anciana se iluminó con una sonrisa fugaz.

—Vamos, Herr Malone, eso es pan comido para usted. Tiene recursos, estoy segura.

Él miró a los que tenía enfrente.

—¿Tienen idea de dónde se están metiendo?

—Es el precio que hemos de pagar —contestó Dorothea.

Ahora lo entendía: su juego no había terminado.

—Podré soportarlo —aseguró Dorothea.

—Yo también —coreó Werner.

Malone fijó la mirada en Christl.

—Quiero saber qué les pasó —dijo ella, bajando los ojos.

Igual que él. Debía de estar loco.

—Muy bien, Frau Oberhauser, si resolvemos la búsqueda, trato hecho.