SESENTA Y UNO

Washington, D. C.

13:10 horas

Ramsey se dirigía por el Capitol Mall hacia el lugar en el que el día anterior se había reunido con el jefe de gabinete del senador Aatos Kane. Allí estaba el mismo joven, con el mismo abrigo de lana, moviendo los pies para combatir el frío. Ese día Ramsey lo había hecho esperar cuarenta y cinco minutos.

—Muy bien, almirante, ya veo por dónde va. Usted gana —dijo el joven cuando Ramsey se aproximó—. A aguantar tocan.

Él arrugó el entrecejo en señal de consternación.

—Esto no es una competición.

—Cierto. Yo se la metí doblada a usted la última vez, luego usted se la metió a mi jefe y ahora todos tan amigos. Es un juego, almirante, y usted ha ganado.

Ramsey sacó un pequeño dispositivo de plástico, del tamaño de un mando a distancia, y lo encendió.

—Disculpe.

El aparato no tardó en confirmar que allí no había ninguna escucha. Hovey se hallaba en el otro extremo del Malí, asegurándose de que no se estaban empleando dispositivos parabólicos. Sin embargo, Ramsey dudaba que eso fuese un problema: aquel subalterno trabajaba para un profesional que entendía que para recibir había que dar.

—Usted dirá —empezó.

—El senador ha hablado con el presidente esta mañana y le ha dicho lo que quería. El presidente quiso saber a qué venía nuestro interés y el senador respondió que lo admiraba a usted.

Ahora se confirmaba uno de los aspectos de la actuación en solitario de Diane McCoy. Ramsey, las manos en los bolsillos del abrigo, siguió escuchando.

—El presidente tenía algunas reservas. Ha dicho que no es usted el preferido de la administración, en la Casa Blanca se barajaban otros nombres. Pero el senador sabe lo que quería el presidente.

Eso despertó la curiosidad de Ramsey.

—Continúe.

—Va a quedar una vacante en el Tribunal Supremo, una dimisión. El presidente del Tribunal quiere que sea la administración actual la que elija; Daniels tiene un nombre en mente y quiere que nosotros consigamos su confirmación en el Senado.

Interesante.

—Presidimos el Comité de Judicatura y el candidato es bueno, así que no hay problema. Podemos hacerlo realidad. —El jefe de gabinete parecía orgulloso de formar parte del equipo local.

—¿Tenía el presidente problemas graves conmigo?

El otro se permitió una sonrisa y luego rió abiertamente.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Una puñetera invitación? A los presidentes no les gusta que les digan lo que tienen que hacer ni tampoco que les pidan favores. Les gusta pedir a ellos. Pero Daniels parecía receptivo a todo. De todas formas no cree que la Junta de Jefes valga una mierda.

—Por suerte para nosotros, le quedan menos de tres años.

—No sé qué suerte es ésa. Daniels es un comerciante consumado, sabe dar y recibir. No hemos tenido problemas con él, y es tremendamente popular.

—Más vale lo malo conocido, ¿no?

—Algo por el estilo.

Tenía que sacarle todo lo que pudiera a ese hombre. Tenía que saber quién más, si es que lo había, estaba ayudando a Diane McCoy en su sorprendente cruzada.

—Nos interesaría saber cuándo se ocupará del gobernador de Carolina del Sur —dijo el jefe de gabinete.

—El día después de que tome posesión de mi nuevo despacho en el Pentágono.

—¿Y si no puede librarse del gobernador?

—En tal caso, me cargaré a su jefe. —Ramsey se permitió que a sus ojos aflorara un placer casi sexual—. Lo haremos a mi manera, ¿está claro?

—Y ¿qué manera es ésa?

—Antes de nada quiero saber exactamente qué va a hacer para que me nombren, todos los detalles, no sólo lo que quiera contarme. Si pone a prueba mi paciencia, creo que aceptaré su sugerencia de la última vez: me jubilaré y veré cómo sus respectivas carreras se van al garete.

Su interlocutor alzó las manos en señal de rendición.

—Pare el carro, almirante. No he venido aquí a pelear, sino a informarle.

—Pues infórmeme, maldito imbécil.

El jefe de gabinete recibió el insulto encogiéndose de hombros.

—Daniels está a bordo. Dice que se hará. Kane puede conseguir los votos del comité de Judicatura, y Daniels lo sabe. Su nombramiento se producirá mañana.

—¿Antes del funeral de Sylvian?

El otro asintió.

—No hay por qué esperar.

Él estaba de acuerdo. Pero todavía estaba lo de Diane McCoy.

—¿Alguna objeción por parte de la Consejería de Seguridad Nacional?

—Daniels no ha mencionado nada, pero ¿por qué iba a hacerlo?

—¿No cree usted que hemos de saber si la administración pretende sabotear lo que estamos haciendo?

El joven le dirigió una sonrisa pensativa.

—Eso no debería suponer ningún problema. Es decir, una vez Daniels haya subido a bordo. Él puede ocuparse de los suyos. ¿Qué problema hay, almirante? ¿Tiene enemigos allí?

No, tan sólo era una complicación. Pero empezaba a comprender lo poco importante que era.

—Dígale al senador que agradezco sus esfuerzos y que permanezca en contacto.

—¿Es todo?

El silencio del almirante le indicó que sí. El joven pareció alegrarse de que la conversación hubiese terminado y se fue.

Ramsey siguió andando y se sentó en el mismo banco que ya había calentado antes. Hovey esperó cinco minutos antes de acercarse, tomó asiento a su lado y dijo:

—La zona está limpia. No hay nadie a la escucha.

—Con Kane no hay problema. Se trata de McCoy: va por libre.

—Puede que piense que pillarte es su pasaporte a algo más grande y mejor.

Era hora de averiguar cuántas ganas tenía su adlátere de conseguir algo más grande y mejor.

—Es posible que haya que eliminarla. Como a Wilkerson.

El silencio de Hovey fue más explícito que las palabras.

—¿Qué sabemos de ella? —le preguntó Ramsey al capitán.

—Bastante, pero es un tanto aburrida. Vive sola, no se relaciona, es adicta al trabajo. Les cae bien a sus compañeros, pero la gente no se pelea por sentarse a su lado en las cenas oficiales. Probablemente esté utilizando esto para aumentar su valía.

Tenía sentido.

El móvil de Hovey sonó apagado bajo el abrigo de lana. La llamada fue breve y terminó de prisa.

—Más problemas.

Ramsey esperó a oír más.

—Diane McCoy acaba de intentar entrar en el almacén de Fort Lee.

Malone entró en la iglesia, detrás de Henn y Christl. Isabel había bajado del coro y permanecía junto a Dorothea y a Werner.

Decidido a poner punto final a aquella farsa, Malone se acercó a Henn, le puso el arma en el cuello y le quitó la suya.

A continuación retrocedió y apuntó con la pistola a Isabel.

—Dígale a su hombre que no se ponga nervioso.

—Y ¿qué hará usted, Herr Malone, si me niego? ¿Pegarme un tiro?

Él bajó el arma.

—No es necesario. Todo esto ha sido una pantomima. Esos cuatro tenían que morir, aunque es evidente que ninguno lo sabía. Usted no quería que hablara con ellos.

—¿Qué le hace estar tan seguro? —inquirió la anciana.

—Presto atención.

—Muy bien. Yo sabía que estarían aquí, y ellos pensaban que éramos aliados.

—Entonces son más tontos que yo.

—Puede que ellos no, pero sin duda quien los envió sí lo es. ¿Podemos ahorrarnos el teatro, por ambas partes, y hablar?

—Soy todo oídos.

—Sé quién intenta matarlo —aseguró Isabel—. Pero necesito su ayuda.

Él captó los primeros rumores de la noche al otro lado de las desnudas ventanas; el aire se volvía cada vez más frío.

También captó lo que quería decir la anciana.

—¿Una cosa a cambio de la otra?

—Le pido disculpas por el engaño, pero parecía la única forma de conseguir que colaborara.

—Debería haber preguntado.

—Probé a hacerlo en Reichshoffen. Pensé que tal vez esto funcionara mejor.

—Podría haber muerto.

—Vamos, Herr Malone, creo que yo confío mucho más en su talento que usted. Ya era suficiente.

—Me voy al hotel.

Hizo ademán de marcharse.

—Sé adónde se dirigía Dietz —contó Isabel—. Adonde lo llevaba su padre en la Antártida.

Que le dieran.

—En alguna parte de esta iglesia hay algo que a Dietz se le pasó por alto, algo que fue a buscar allí.

La vehemencia de Malone dio paso al hambre.

—Me voy a cenar. —Siguió caminando—. Estoy dispuesto a escuchar mientras como, pero si la información no es buena, me largo.

—Le garantizo, Herr Malone, que es más que buena.