Ossau
Malone decidió actuar. Sacó la pistola y abrió fuego dos veces en dirección al jardín del claustro. No sabía dónde se encontraba su atacante, pero el mensaje era claro: estaba armado.
Una bala cruzó el umbral y lo obligó a retroceder.
Malone determinó su procedencia: el segundo pistolero, en su lado de la galería, a la derecha.
Alzó la vista: el tejado a dos aguas se sostenía mediante un entramado de toscas vigas tendidas a lo ancho de la habitación. Piedras rotas y cascotes inundaban el suelo y se apilaban contra uno de los deteriorados muros. Malone se metió el arma en el bolsillo del chaquetón y se subió como pudo a los pedruscos de mayor tamaño, ganando más de medio metro de altura. Después dio un salto, se agarró a una fría viga, elevó las piernas y se sentó a horcajadas en el madero. A continuación avanzó rápidamente hacia la pared: ahora estaba tres metros por encima de la puerta. Se puso de pie, se agachó y, manteniéndose en equilibrio sobre la viga, sacó la pistola, sus músculos como haces de tensa cuerda.
Se oyeron varios disparos en el claustro. ¿Se habría unido Henn a la refriega?
Oyó otro impacto, similar a cuando Wenier se había abalanzado sobre Moreno en la iglesia, además de gruñidos, resuellos y forcejeos. No veía nada salvo las piedras del suelo, en penumbra gracias a la tenue luz.
Apareció una sombra.
Malone se preparó.
Tras efectuar dos disparos, el hombre entró en la habitación.
Malone saltó desde la viga y cayó sobre él. Acto seguido rodó por el suelo de prisa y se preparó para la pelea.
El tipo era fornido y ancho de espaldas, el cuerpo duro, como si bajo la piel tuviera metal. Rehuyó el ataque rápidamente y se puso en pie; sin el arma, que se le había caído.
Malone le estampó la automática en la cara, lanzándolo contra la pared, aturdido. A continuación levantó la pistola con la intención de hacerlo prisionero, pero tras él se oyó un disparo y el hombre cayó en los escombros.
Él giró en redondo.
Allí estaba Henn, el arma en ristre, al otro lado de la puerta. Apareció Christl.
No hacía falta preguntar por qué había abierto fuego; lo sabía. Sin embargo, inquirió:
—¿Y el otro?
—Muerto —informó Christl mientras cogía el arma del suelo.
—¿Le importa si me la quedo? —preguntó Malone.
Ella trató de borrar la sorpresa de sus ojos.
—Es usted un tipo desconfiado.
—Es lo que pasa cuando la gente me miente.
Ella le entregó el arma.
Stephanie se sentó con Davis y Scofield arriba, donde el vestíbulo principal desembocaba en una salita con lujosas sillas y estanterías empotradas desde la que se disfrutaba de una vista panorámica. Había gente estudiando los volúmenes, y ella reparó en un pequeño letrero que informaba de que todo el material estaba a disposición de los huéspedes.
Un camarero se aproximó, pero Stephanie lo espantó con un movimiento de la mano.
—Puesto que es evidente que usted no es el almirante Dyals —empezó Scofield—, ¿quién es?
—Soy de la Casa Blanca, y ella, del Departamento de Justicia —explicó Davis—. Combatimos la delincuencia.
Scofield pareció reprimir un escalofrío.
—He accedido a hablar con ustedes porque creí que eran personas serias.
—Como toda esta patraña —repuso Davis.
Scofield se puso rojo.
—Ninguno de nosotros considera esta conferencia una patraña.
—¿De veras? En este mismo instante hay, ¿cuántas?, cien personas en una habitación intentando contactar con una civilización muerta. Usted es antropólogo, un hombre al que el gobierno utilizó en su día para llevar a cabo una investigación secreta.
—Eso fue hace mucho tiempo.
—Le sorprendería saber lo importante que sigue siendo.
—Supongo que podrán identificarse.
—Podemos.
—A ver.
—La pasada noche alguien mató a Herbert Rowland —contó Davis—. Y la anterior asesinaron a un capitán retirado que guardaba relación con él. No sé si recordará a Rowland, pero trabajó con usted en Fort Lee, cuando sacó de las cajas toda esa mierda de la operación «Salto de altura». No estamos seguros de que vaya a ser usted el próximo en morir, pero cabe la posibilidad. ¿Le bastan estas credenciales?
Scofield rompió a reír.
—Eso fue hace treinta y ocho años.
—Por lo visto, da igual —apuntó Stephanie.
—No puedo hablar de lo que sucedió. Es información clasificada.
Pronunció las palabras como si fuesen una especie de escudo que lo protegiera del mal.
—Por lo visto, eso también da igual.
Scofield frunció el ceño.
—Me están haciendo perder el tiempo. Tengo que hablar con un montón de gente.
—A ver qué le parece esto —terció Stephanie—: Cuéntenos lo que pueda.
Esperaba que una vez empezase a hablar ese idiota prepotente siguiera haciéndolo.
El profesor consultó el reloj y replicó:
—Escribí un libro: Mapas de antiguos exploradores. Deberían leerlo, ya que contiene numerosas explicaciones. Pueden comprar un ejemplar en la librería de la conferencia. —Señaló a su izquierda—. Es por ahí.
—Háganos un resumen —pidió Davis.
—¿Por qué? Acaba de decir que estamos locos, así que, ¿qué importa lo que yo piense?
Davis se disponía a replicar, pero Stephanie se lo impidió.
—Convénzanos. Si hemos venido hasta aquí es por algo.
Scofield hizo una pausa, al parecer buscando las palabras adecuadas para decir lo que quería decir.
—¿Han oído hablar de la navaja de Occam?
Ella negó con la cabeza.
—Es un principio que dice que las explicaciones no deben multiplicar las causas sin necesidad. Dicho de manera más simple: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Eso es aplicable a casi todo, incluidas las civilizaciones.
Stephanie se preguntó si no lamentaría haber pedido la opinión del hombre.
—Los primeros textos súmenos, incluido el famoso Poema de Gilgamesh, hablan repetidamente de un pueblo alto, divino, que vivía entre ellos. Los llamaban observadores. Antiguos textos judíos, entre los que se incluyen algunas versiones de la Biblia, hacen referencia a esos observadores súmenos, a los que se describe como dioses, ángeles e hijos del cielo. El Libro de Enoc cuenta que ese curioso pueblo envió emisarios al mundo para enseñarles a los hombres nuevas destrezas. A Uriel, el arcángel que enseñó astronomía a Enoc, se lo señala como uno de esos observadores. A decir verdad, en el Libro de Enoc se menciona a ocho observadores, al parecer expertos en encantamientos, raíces, astrología, constelaciones, meteorología, geología y astronomía. Hasta los Manuscritos del mar Muerto aluden a los observadores, incluido el episodio en el que al padre de Noé le preocupa que su hijo sea tan increíblemente guapo y cree que su mujer tal vez haya yacido con uno de esos observadores.
—Menudo disparate —espetó Davis.
Scofield reprimió una sonrisa.
—¿Sabe cuántas veces he oído eso? Aquí tiene unos cuantos datos históricos: en México a Quetzalcóatl, el dios rubio, de piel blanca y barbado, se le atribuía haber enseñado a la civilización que precedió a la azteca. Vino por mar y lucía prendas largas bordadas con cruces. Cuando en el siglo XVI llegó Cortés, las gentes creyeron que era Quetzalcóatl. Los mayas contaban con un profesor similar, Kukulkan, que llegó por el mar desde poniente. Los españoles quemaron todos los textos mayas en el siglo XVII, pero un obispo anotó algo que sobrevivió: hablaba de unos visitantes que lucían vestimentas largas y acudieron en repetidas ocasiones, a la cabeza alguien llamado Votan. Los incas tenían al dios Viracocha, llegado del gran océano del oeste. También ellos cometieron el mismo error con Pizarro, al pensar que era el dios que volvía. Así que, señor Casa Blanca, quienquiera que sea usted, créame, no sabe lo que dice.
Stephanie no se había equivocado: al tipo le gustaba hablar.
—En 1936, un arqueólogo alemán encontró una vasija de arcilla que contenía un cilindro de cobre con una varilla de hierro en una tumba parta que databa del año 250 a. J. C. Al verter en ella zumo de fruta se generaba una corriente de medio voltio que duraba dos semanas; lo bastante para galvanizar, algo que sabemos se realizaba por aquel entonces. En 1837 se encontró una lámina de hierro en la Gran Pirámide que había sido fundida a más de mil grados Celsius. Contenía níquel, algo de lo más excepcional, y databa de dos mil años antes de la Edad del Hierro. Cuando Colón llegó a Costa Rica en 1502 fue recibido respetuosamente y conducido tierra adentro hasta la tumba de un personaje importante, una tumba que estaba decorada con la proa de un extraño barco. En la lápida aparecían representados unos hombres muy parecidos a Colón y los suyos. Hasta ese momento ningún europeo había pisado el país.
»China resulta especialmente interesante —prosiguió Scofield—. El gran filósofo Lao Tse hablaba de los antiguos, igual que Confucio. Según Lao, eran sabios, eruditos, poderosos, afectuosos y, lo más importante, humanos. Escribió sobre ellos en el siglo VII a. J. C., y sus escritos han llegado hasta nosotros. ¿Quieren saber qué dicen?
—Para eso hemos venido —dejó claro ella.
—«Los antiguos maestros eran sagaces, misteriosos, profundos, receptivos. Sus conocimientos son insondables. Dado que son insondables, lo único que podemos hacer es describir su aspecto: observadores, como quienes vadean un río en invierno; vigilantes, como quienes son conscientes del peligro; corteses, como los invitados; dúctiles, como el hielo a punto de fundirse; sencillos, como la madera sin tallar». Palabras interesantes de hace mucho tiempo.
«Curioso», hubo de reconocer Stephanie.
—¿Saben qué cambió el mundo? ¿Qué alteró para siempre el curso de la existencia humana? —Scofield no esperó a que respondieran—. ¿La rueda? ¿El fuego? —Negó con la cabeza—. Por encima de ellos: la escritura. Ella fue la responsable. Cuando aprendimos a dejar constancia de nuestros pensamientos para que otros, siglos después, pudieran conocerlos, el mundo cambió. Tanto los sumerios como los egipcios dejaron tras de sí escritos de un pueblo que los visitó y les enseñó cosas. Un pueblo que tenía un aspecto normal y vivía y moría como ellos. No soy yo quien lo dice, se trata de un dato histórico. ¿Sabían que el gobierno canadiense está explorando actualmente un yacimiento submarino frente a las islas Queen Charlotte en busca de restos de una civilización de cuya existencia no se tenía noticia? Se trata de un campamento base que en su día se hallaba a orillas de un antiguo lago.
—¿De dónde llegaron esos visitantes? —se interesó Stephanie.
—Del mar. Eran expertos marineros. No hace mucho se descubrieron frente a Chipre antiguos utensilios de navegación de hace doce mil años, algunos de los artefactos más antiguos que se han encontrado allí. Este hallazgo implica que alguien navegó por el Mediterráneo y ocupó Chipre dos mil años antes de lo que se pensaba. En Canadá, los marineros se habrían visto atraídos por los ricos bancos de quelpo. Es lógico que esas gentes buscaran lugares escogidos para procurarse alimento y comerciar.
—Lo que yo decía —intervino Davis—, pura ciencia ficción.
—¿Ah, sí? ¿Sabía que la mezcla de profecía y benefactores divinos procedentes del mar constituye una parte importante de la cultura amerindia? Los documentos mayas hablan de Popol Vuh, una tierra donde convivían la luz y la oscuridad. Cavernas prehistóricas y pinturas rupestres en África y Egipto muestran a un pueblo no identificado procedente del mar. En las de Francia, de hace diez mil años, aparecen hombres y mujeres vestidos con ropas cómodas, no con las pieles y los huesos que suelen asociarse a los pobladores de esa época. Una mina de cobre hallada en Rodesia, cuya antigüedad se estima en cuarenta y siete mil años, al parecer fue abierta con un fin específico.
—¿La Atlántida? —preguntó Davis.
—Eso no existe —repuso el profesor.
—Apuesto a que hay un montón de personas en este hotel que no opinan lo mismo que usted.
—Y se equivocan. La Atlántida es una fábula, un tema recurrente en numerosas culturas, igual que el diluvio universal forma parte de las religiones del mundo. Se trata de una idea romántica, pero la realidad no es tan fantástica. Se han encontrado antiguas construcciones megalíticas sumergidas en fondos marinos poco profundos, cerca del litoral, por todo el mundo: Malta, Egipto, Grecia, Líbano, España, India, China, Japón, en todos esos países las hay. Fueron construidas antes de la última glaciación, y cuando el hielo se derritió, alrededor de 10 000 a. J. C., el nivel del mar aumentó y las arrasó. Ésas son la verdadera Atlántida, y demuestran la verdad de la navaja de Occam: nada de soluciones complicadas si las sencillas sirven. Todas las explicaciones son racionales.
—Y ¿cuál es la racional en ésta? —inquirió Davis.
—Mientras los cavernícolas aprendían a cultivar la tierra con herramientas de piedra y vivían en toscas aldeas, existía un pueblo que construía embarcaciones aptas para navegar y cartografiaba el mundo con precisión. Parecían comprender cuál era su finalidad e intentaron enseñarnos cosas. Llegaban en son de paz, ni una sola vez se menciona la agresividad o la hostilidad. Sin embargo, sus mensajes se perdieron con el tiempo, sobre todo cuando los hombres modernos empezaron a considerarse el súmmum de la inteligencia. —Scofield miró a Davis con gravedad—. Nuestra arrogancia será nuestra perdición.
—La estupidez puede tener el mismo efecto —sentenció Davis.
El profesor parecía estar preparado para ese reproche.
—Ese antiguo pueblo dejó mensajes repartidos por todo el mundo en forma de artefactos, mapas o manuscritos, unos mensajes que no son ni claros ni directos, cierto, pero que sí constituyen un medio de comunicación, uno que dice: la vuestra no es la primera civilización ni las culturas que consideráis vuestras raíces son el verdadero comienzo. Hace miles de años nosotros ya sabíamos lo que vosotros habéis descubierto hace poco. Recorrimos vuestro joven mundo cuando las banquisas cubrían el norte y los mares del sur aún eran navegables. Dejamos mapas de los lugares que visitamos; dejamos constancia de vuestro mundo y el cosmos, conocimientos matemáticos, científicos y filosóficos. Algunos de los pueblos a los que visitamos conservaron esos conocimientos, lo que ha contribuido a construir vuestro mundo. Recordadnos. Davis no parecía impresionado.
—¿Qué tiene esto que ver con la operación «Salto de altura» y Raymond Dyals?
—Mucho. Pero esa información, como ya le he dicho, es clasificada. Créame, me gustaría que no lo fuera, pero eso es algo que no depende de mí. Di mi palabra y la he mantenido todos estos años. Y ahora, dado que piensan que estoy chiflado (que, dicho sea de paso, es lo mismo que opino yo de ustedes), me voy.
Scofield se puso de pie, pero antes de irse vaciló.
—Puede que esto les dé que pensar. Hace una década un equipo de eruditos de renombre internacional realizó un estudio exhaustivo en la Universidad de Cambridge. ¿Cuál fue su conclusión? Hasta nosotros ha llegado menos del diez por ciento de los documentos de la Antigüedad. El noventa por ciento ha desaparecido, así que, ¿cómo saber si algo es de verdad un disparate?