CINCUENTA Y NUEVE

Asheville

12 A 5 horas

Stephanie contempló con admiración el hotel de la mansión Biltmore, un amplio edificio de piedra vista y estuco que coronaba un promontorio herboso con vistas a la afamada bodega de la propiedad. El acceso de vehículos estaba restringido a los huéspedes, pero ellos se habían detenido en la entrada principal y habían comprado un pase general para recorrer el lugar, incluido el hotel.

Stephanie evitó el solicitado servicio de aparcacoches y dejó el automóvil en uno de los aparcamientos en pendiente. A continuación ascendieron por una cuesta ajardinada para llegar hasta la entrada principal, donde unos porteros uniformados los recibieron sonrientes. El interior daba una idea de lo que habría sido visitar a los Vanderbilt cien años antes: paredes revestidas de madera clara con una pátina color miel, pisos de mármol, arte elegante y ricos estampados florales en cortinas y tapicerías. Había abundantes plantas en macetas de piedra que aportaban una nota de calidez a una decoración ligera que se prolongaba en el siguiente piso, un techo artesonado a unos seis metros de altura. Al otro lado de las cristaleras y las ventanas, más allá de una veranda salpicada de mecedoras, se veían el bosque de Pisgah y las Great Smoky.

Stephanie se detuvo a escuchar un instante a un pianista que tocaba cerca de una chimenea de piedra. Una escalera bajaba hasta lo que sonaba y olía como el comedor, un continuo desfile de clientes entrando y saliendo. Preguntaron en recepción y les indicaron que atravesaran el vestíbulo, por donde estaba el pianista, y enfilaran un pasillo con ventanas que conducía a diversas salas de reuniones y a un salón de actos donde encontraron el mostrador para inscribirse en «Antiguos misterios desvelados».

Davis cogió un programa de un montón y estudió el plan del día.

—Scofield no habla esta tarde.

Una joven alegre, con el cabello negro azabache, lo oyó e informó:

—El profesor hablará mañana. Las sesiones de hoy son informativas.

—¿Sabe dónde está el doctor Scofield? —le preguntó Stephanie.

—Ha estado por aquí antes, pero no lo veo desde hace un buen rato. —Hizo una pausa—. ¿También son ustedes de la prensa?

Ella reparó en el adverbio.

—¿Es que hay otros?

La mujer asintió.

—Hace poco vino un hombre que quería ver a Scofield.

—Y ¿qué le dijo usted? —inquirió Davis.

Ella se encogió de hombros.

—Lo mismo: que no tengo ni idea.

Stephanie decidió estudiar uno de los programas y se fijó en la siguiente sesión, que daría comienzo a la una: «Sabiduría pleyadiana para los tiempos que corren». Leyó el resumen:

Suzanne Johnson es una médium de renombre mundial y autora de varios éxitos de ventas. Únete a Suzanne y a los increíbles pleyadianos, incorpóreos viajeros en el tiempo, en dos estimulantes horas de comunicación con ellos en las que tendrán cabida preguntas reveladoras y respuestas a veces duras pero siempre positivas y edificantes. Entre los temas que despiertan el interés de los pleyadianos se encuentra la aceleración de energía, la astrología, las agendas políticas y económicas secretas, la historia planetaria oculta, los juegos de los dioses, los símbolos, el control mental, el desarrollo de las capacidades físicas, la sanación en el tiempo, el autofortalecimiento personal y muchos más.

El resto de la tarde ofrecía un sinfín de rarezas más que se centraban en los misteriosos círculos de los sembrados, el inminente fin del mundo, los lugares sagrados y una extensa sesión sobre el auge y la decadencia de la civilización, que incluía el movimiento binario, el cambio en las ondas electromagnéticas y el impacto de acontecimientos catastróficos, haciendo hincapié en la precesión de los equinoccios.

Stephanie sacudió la cabeza: entretenido a más no poder. Menuda pérdida de tiempo.

Davis le dio las gracias a la mujer y se apartó del mostrador sin soltar el folleto.

—No ha venido nadie de la prensa a entrevistarlo.

Ella no estaba tan segura.

—Sé lo que estás pensando, pero nuestro hombre no sería tampoco sutil.

—Puede que tenga prisa.

—Puede que ni siquiera esté cerca de aquí.

Davis echó a andar de prisa en dirección al vestíbulo principal.

—¿Adónde vas? —preguntó Stephanie.

—Es la hora del almuerzo. Veamos si Scofield come.

Ramsey volvió a su despacho y se dispuso a esperar a Hovey, que llegó poco después e informó:

—McCoy se fue de inmediato.

Él estaba furioso.

—Quiero todo lo que tengamos de ella.

Su interlocutor asintió.

—Lo hizo en solitario —apuntó éste—. Lo sabes, ¿no?

—Estoy de acuerdo, pero esa mujer siente la necesidad de grabarme. Y eso es un problema.

Hovey estaba al tanto de los esfuerzos que estaba realizando su jefe para asegurarse la entrada en la Junta de Jefes, pero no de los detalles. La larga relación con Charlie Smith era sólo cosa de Ramsey. A su mano derecha ya le había prometido que iría con él al Pentágono, incentivo más que suficiente para que Hovey se implicara a fondo. Por suerte para él, todos los capitanes querían ser almirantes.

—Tráeme esa información ahora mismo —ordenó de nuevo.

Cuando Hovey salió del despacho, Ramsey cogió el teléfono y marcó el número de Charlie Smith, que respondió después de que sonó cuatro veces.

—¿Dónde estás?

—Tomando una deliciosa comida.

Ramsey no quería oír los detalles, pero sabía lo que se avecinaba.

—El comedor es precioso: una sala grande con chimenea, decorada con elegancia. La iluminación es tenue, el ambiente relajado. Y el servicio, excelente. La copa de agua nunca llega a bajar de la mitad y el cestillo del pan siempre está lleno. Hace un minuto incluso se ha pasado el gerente para asegurarse de que estaba disfrutando del almuerzo.

—Charlie, cierra el pico.

—Vaya, hoy estamos susceptibles.

—Escúchame: supongo que estás haciendo lo que te pedí.

—Como siempre.

—Te quiero aquí mañana, así que hazlo de prisa.

—Acaban de traer una selección de postres de créme brülée y espuma de chocolate. Deberías venir a este sitio.

Ramsey no tenía ganas de seguir escuchando.

—Charlie, hazlo y vuelve antes de mañana por la tarde.

Smith colgó y se centró de nuevo en el postre. Al otro lado del comedor principal del Inn de Biltmore Estate, sentado a una mesa con otras tres personas, almorzaba el doctor Douglas Scofield.

Stephanie bajó la enmoquetada escalera, entró en el espacioso comedor del hotel y se detuvo a la espera de que la jefa de sala los acomodara. En otra chimenea de piedra ardía un fuego crepitante. La mayoría de las mesas, vestidas con mantel blanco, estaban ocupadas. Ella se fijó en la delicada porcelana, las copas de cristal, las arañas de latón y la abundancia de tejidos en tonos granates, dorados, verdes y cremas: ciento por ciento sureño en apariencia y ambiente. Davis seguía con el folleto de la conferencia en la mano, y ella sabía lo que estaba haciendo: buscaba un rostro que encajara con la destacada fotografía de Douglas Scofield.

Stephanie lo vio primero, en una mesa junto a la ventana con otras tres personas. Al poco lo localizó Davis. Ella lo agarró por la manga y cabeceó.

—Ahora no. No podemos montar el número.

—No iba a hacerlo.

—Está acompañado. Nos sentaremos, esperaremos a que haya terminado y luego lo abordaremos.

—No tenemos tanto tiempo.

—Y eso, ¿por qué, si puede saberse?

—No sé tú, pero yo me muero de ganas de ver esa sesión con los pleyadianos de la una.

Ella sonrió.

—Eres un caso.

—Pero empiezo a gustarte.

Stephanie decidió rendirse y lo soltó. Davis echó a andar y ella fue tras él. Cuando se acercaron a la mesa, Davis dijo:

—Doctor Scofield, me preguntaba si podría hablar un instante con usted.

Scofield debía de tener unos sesenta y tantos años, era calvo, tenía la nariz ancha y unos dientes que parecían demasiado rectos y blancos para ser suyos. Su rollizo rostro traslució una irritación que los oscuros ojos confirmaron en el acto.

—Estoy almorzando.

Davis siguió mirándolo con cordialidad.

—Necesito hablar con usted. Es importante.

Scofield dejó el tenedor.

—Como puede ver, estoy con estas personas. Comprendo que ha venido hasta aquí y desea que le dedique un poco de atención, pero he de administrar bien el tiempo.

—¿Por qué?

A Stephanie no le gustó cómo había sonado la pregunta. Por lo visto, Davis también había captado el «soy importante» en la explicación de Scofield.

El profesor suspiró y señaló el folleto que Davis sostenía.

—Hago esto todos los años con el objeto de estar a disposición de quienes se interesan por mis investigaciones. Soy consciente de que quiere usted intercambiar opiniones, y lo veo bien. Cuando haya terminado podemos hablar arriba, junto al piano, si le parece.

Su tono seguía denotando irritación. A los otros tres comensales también se los veía molestos. Uno de ellos dijo:

—Llevamos todo el año esperando esta comida.

—Y podrán disfrutar de ella —repuso Davis—. En cuanto haya terminado.

—¿Quién es usted? —quiso saber Scofield.

—Raymond Dyals, oficial de la Marina retirado.

Stephanie vio que el nombre había hecho mella en Scofield.

—Muy bien, señor Dyals. Por cierto, debe de haber descubierto usted la fuente de la eterna juventud.

—Le sorprenderá saber lo que he descubierto.

Scofield parpadeó.

—En ese caso, usted y yo tenemos que hablar.