Asheville, Carolina del Norte
10:40 horas
Charlie Smith estudió el informe sobre Douglas Scofield. Había investigado a su objetivo hacía más de un año, pero, a diferencia del resto, ese hombre siempre había sido calificado de opcional. Ya no lo era.
Por lo visto, se había producido un cambio de planes, así que él necesitaba refrescar la memoria.
Había abandonado Charlotte y se había dirigido al norte por la 321 hasta Hickory, donde había tomado la nacional 40 y había puesto rumbo al oeste a toda velocidad, hacia las montañas Great Smoky. Había comprobado en Internet que la información que poseía seguía siendo válida. El doctor Scofield tenía previsto hablar en un simposio del que era anfitrión todos los inviernos; el de ese año se celebraba en la famosa finca de Biltmore. El evento parecía una reunión de bichos raros. Ufología, fantasmas, necromancia, abducciones, criptozoología…, montones de temas estrambóticos. Aunque era profesor de antropología de una universidad de Tennessee, Scofield mostraba un profundo interés por la pseudociencia y había escrito multitud de libros y artículos. Dado que Smith no sabía cuándo tendría que actuar o si tendría que hacerlo, no le había dado muchas vueltas al fallecimiento de Douglas Scofield.
Aparcó frente a un McDonald’s, a unos cien metros de la entrada a la finca, y le echó un vistazo al informe.
Los intereses de Scofield eran variados: le encantaba cazar, pasaba muchos fines de semana de invierno en busca de ciervos y jabalís. Su arma preferida era el arco, aunque poseía una impresionante colección de potentes rifles. Smith todavía llevaba consigo el que había cogido de la casa de Herbert Rowland, en el maletero, cargado, por si acaso. La pesca y el rafting eran otra de sus pasiones, si bien la época del año en que se hallaban no era la más idónea para la práctica de ambas actividades.
Smith se había descargado el programa de conferencias, procurando asimilar cualquier cosa que pudiera ser útil. Le preocupaba la aventura de la noche anterior: aquellos dos no estaban allí por casualidad. Aunque saboreaba todo el engreimiento que se agolpaba en su interior —a fin de cuentas, la seguridad en uno mismo lo era todo—, no tenía sentido ser tonto.
Era preciso que estuviera preparado.
Dos aspectos del programa llamaron su atención y dieron lugar a dos ideas: una defensiva, la otra ofensiva.
Odiaba hacer las cosas a la carrera, pero no estaba dispuesto a reconocer ante Ramsey que no podía ocuparse del asunto.
Cogió el móvil y dio con el número de Atlanta.
Menos mal que Georgia estaba cerca.
Malone reaccionó ante la advertencia de Isabel.
—Sólo me queda una bala —le dijo.
La anciana habló con Henn, que metió la mano bajo el abrigo, sacó una pistola y la lanzó abajo para que la cogiera Malone. Le siguieron dos cargadores.
—Ha venido preparada —observó él.
—Siempre —respondió Isabel.
Malone se guardó los cargadores.
—Fue muy atrevido por su parte que confiara en mí antes —comentó Werner.
—¿Acaso tenía elección?
—Así y todo…
Malone miró a Christl y a Dorothea.
—Ustedes tres pónganse a cubierto en alguna parte. —Señaló el ábside, más allá del altar—. Eso tiene buena pinta. —Vio cómo se dirigían hacia allí y después le dijo a Isabel—: ¿Podemos coger con vida al menos a uno?
Henn ya había desaparecido.
Ella asintió.
—Depende de ellos.
Malone oyó dos disparos procedentes del interior de la iglesia.
—Ulrich se ha topado con ellos —afirmó la mujer.
Él echó a correr por la nave, llegó al pórtico y salió al claustro. Divisó a uno de los hombres en el otro extremo, escabulléndose entre los arcos. La luz menguaba, y la temperatura había experimentado un fuerte descenso.
Más disparos.
Esta vez, fuera del templo.
Stephanie salió de la I-40 en dirección a un concurrido bulevar y localizó la entrada principal de Biltmore Estate. Ya había estado allí dos veces, una, al igual que ésa, en Navidades. La finca tenía miles de hectáreas, el eje una mansión renacentista francesa de 16 000 metros cuadrados, la mayor residencia privada de Estados Unidos. Lo que en un principio había sido un refugio en el campo para George Vanderbilt construido a finales de la década de 1880 acabó siendo una atracción turística de postín, el radiante testimonio de la desaparecida Edad de Oro americana.
Una serie de casas de ladrillo y piedra proyectada, muchas de ellas con inclinados tejados a dos aguas, buhardillas con vigas de madera y amplios porches, se alzaban a su izquierda. Aceras de ladrillo festoneaban agradables calles arboladas. Adornaban las farolas ramas de pino y lazos navideños, y un sinfín de luces blancas iluminaban la mortecina tarde durante las vacaciones.
—El pueblo —dijo ella—. Donde vivían antaño los trabajadores y la servidumbre de la finca. Valderbilt les construyó su propia aldea.
—Parece como sacado de Dickens.
—Querían que pareciera un pueblecito inglés; ahora sólo hay tiendas y cafés.
—Sabes mucho de este sitio.
—Es uno de mis lugares preferidos.
Stephanie vio un McDonald’s de arquitectura afín al pintoresco entorno.
—Necesito ir al servicio.
Redujo la velocidad y entró en el aparcamiento del restaurante.
—No me vendría mal un batido —dijo Davis.
—Extraña dieta, la tuya.
Él se encogió de hombros.
—Cualquier cosa que me llene el estómago.
Ella consultó su reloj: las 11.15.
—Una parada rápida antes de entrar en la finca. El hotel está dentro, a un kilómetro y medio.
Charlie Smith pidió un Big Mac sin salsa, sin cebolla, con patatas fritas y una Coca-Cola Light grande. Una de sus comidas preferidas, y dado que nunca había superado los setenta kilos, el peso no suponía ningún problema para él. Tenía la suerte de poseer un metabolismo hiperactivo; eso y un estilo de vida dinámico, ejercicio tres veces por semana y una dieta saludable. Aunque, de hecho, su idea de ejercicio era llamar al servicio de habitaciones o cargar hasta el coche con una bolsa de comida para llevar a casa. Su trabajo ya era bastante movidito.
Vivía en un apartamento alquilado a las afueras de Washington, D. C., pero rara vez estaba allí. Tenía que echar raíces. Puede que hubiese llegado el momento de comprar algo, como Bailey Mili. El día anterior le había tomado el pelo a Ramsey, pero quizá pudiera arreglar aquella vieja granja de Maryland e irse a vivir allí, en el campo. Sería pintoresco. Como las construcciones que ahora tenía alrededor. Ni siquiera el McDonald’s se parecía a ningún otro: era como una casa de cuento y tenía una pianola, baldosines de mármol y una cascada reluciente. Se sentó con su bandeja.
Cuando terminara se dirigiría al Biltmore Inn, donde ya había reservado una habitación por Internet para las dos noches siguientes. Se trataba de un lugar elegante y también caro, pero a él le gustaba lo mejor. A decir verdad, se lo merecía. Y, además, Ramsey corría con los gastos, así que, ¿qué le importaba a él lo que costara?
Según el programa del decimocuarto simposio anual de «Antiguos misterios desvelados», que también estaba en la red, al día siguiente por la noche Douglas Scofield sería el orador del discurso de apertura, que se pronunciaría durante una cena que estaba incluida en la inscripción. Con anterioridad a dicho evento se serviría un cóctel en el vestíbulo del hotel.
Había oído hablar de Biltmore Estate, pero nunca había estado allí. Tal vez se diera una vuelta por la mansión para ver cómo vivían los ricos en su día, sacar ideas de decoración. Después de todo, podía permitirse calidad. ¿Quién había dicho que matar no era rentable? Él había reunido casi veinte millones de dólares entre honorarios e inversiones. También iba en serio lo que le había dicho el día anterior a Ramsey: que no tenía intención de hacer eso durante el resto de su vida, por mucho que le gustara el trabajo.
Embadurnó el Big Mac con algo de mostaza y kétchup. No le gustaba añadir mucha salsa, sólo la suficiente para que le diera sabor. Se puso a comer mientras observaba a la gente. A todas luces había muchos que estaban allí para ver Biltmore en Navidad y hacer compras en el pueblo.
El lugar entero parecía pensado para los turistas.
Lo cual era estupendo: montones de rostros desconocidos entre los que pasar inadvertido.
Malone tenía dos problemas: el primero, que perseguía a un matón desconocido por un claustro oscuro y frío; y el segundo, que estaba confiando en unos aliados que no eran en absoluto de fiar.
Lo sabía por dos cosas.
La primera, Werner Lindauer. «Sabía que Herr Malone estaba aquí y tenía una arma». ¿De veras? Dado que durante su breve encuentro Malone no había mencionado en ningún momento quién era, ¿cómo lo sabía Werner? Nadie en la iglesia había pronunciado su nombre.
La segunda, el sicario.
A éste no le había preocupado en ningún momento que hubiese alguien más, alguien que le había disparado a su cómplice. Christl había dicho que le había contado a su madre lo de Ossau. También podía haber dicho que él iría. Sin embargo, eso no explicaba la presencia de Werner Lindauer ni cómo había sabido éste quién era él. Y si Christl había proporcionado esa información, eso demostraba un nivel de colaboración entre los Oberhauser que él creía inexistente.
Todo lo cual auguraba problemas.
Se detuvo y escuchó el silbido del viento. Permaneció agachado, bajo los arcos, las rodillas doloridas. Al otro lado del jardín, bajo la nieve que estaba cayendo, no veía movimiento alguno. El gélido aire le abrasaba la garganta y los pulmones.
No debía satisfacer su curiosidad, pero no podía evitarlo. Aunque sospechaba lo que estaba pasando, quería confirmarlo.
Dorothea observó a Werner, que sostenía confiado el arma que le había dado Malone. Durante las últimas veinticuatro horas había aprendido muchas cosas de ese hombre. Cosas que jamás habría sospechado.
—Voy a salir —anunció Christl.
Su hermana no pudo evitar decir:
—He visto cómo mirabas a Malone: te importa.
—Necesita ayuda.
—¿La tuya?
Christl negó con la cabeza y se fue.
—¿Estás bien? —preguntó Werner.
—Lo estaré cuando esto haya terminado. Confiar en Christl o en mi madre es un gran error. Lo sabes.
Sintió frío. Se rodeó el pecho con los brazos y buscó el consuelo de su abrigo de lana. Habían seguido el consejo de Malone y se habían retirado al ábside, cada uno desempeñando su papel. El ruinoso estado de la iglesia ejercía un hechizo premonitorio. ¿Habría encontrado su abuelo las respuestas allí?
Werner la agarró por el brazo.
—Podemos con esto.
—No tenemos elección —respondió ella, todavía a disgusto con las opciones que había propuesto su madre.
—O sacas el mayor partido posible o te opones en perjuicio tuyo. A nadie más le importa, pero a ti debería importarte, y mucho.
Dorothea captó inseguridad en sus palabras.
—Pillaste desprevenido al matón cuando lo embestiste.
Él se encogió de hombros.
—Le dijimos que se esperara una sorpresa o dos.
—Cierto.
El día tocaba a su fin. Dentro las sombras se alargaban, la temperatura bajaba.
—Es evidente que en ningún momento pensó que iba a morir —apuntó él.
—Un error por su parte.
—¿Qué hay de Malone? ¿Crees que él es consciente?
Ella titubeó antes de contestar, recordando las reservas que había albergado en la abadía, el día que lo conoció.
—Más le vale.
Malone permaneció bajo los arcos y se retiró a una de las habitaciones que salían del claustro. Entró y sopesó sus recursos entre la nieve y los cascotes: tenía una arma y balas, así que, ¿por qué no probar con la táctica que ya había funcionado con Werner? Tal vez el pistolero que se agazapaba al otro lado del claustro fuera hacia él, dirigiéndose a la iglesia, y pudiese sorprenderlo.
—Está ahí —oyó gritar a un hombre.
Asomó la cabeza por la puerta: ahora había otro matón en el claustro, en el lado corto, pasando por delante de la entrada de la iglesia, doblando la esquina, yendo directamente hacia él. Al parecer, Ulrich Henn no había logrado detenerlo.
El hombre alzó el arma y disparó a Malone.
Éste se agachó cuando un proyectil se estrellaba contra la pared.
Otro tiro rebotó en el interior, tras atravesar la puerta, procedente del otro pistolero, el que estaba al otro lado del claustro. Su refugio carecía de ventanas, y los muros y el tejado estaban intactos. Lo que parecía una apuesta segura de pronto se había convertido en un grave problema.
No había salida.
Estaba atrapado.