CINCUENTA Y SIETE

Washington, D. C.

Ramsey vio a Diane McCoy abrir la puerta del coche y subirse al asiento del acompañante. La estaba esperando a la puerta del edificio de administración. La llamada de Diane, quince minutos antes, había disparado todas las alarmas.

—¿Qué coño has hecho? —preguntó ella.

Ramsey no estaba dispuesto a soltar prenda.

—Daniels me llamó al despacho Oval hace una hora y me echó un rapapolvo.

—¿Vas a decirme por qué?

—No te hagas el listo conmigo. Presionaste a Aatos Kane, ¿no?

—Hablé con él.

—Y él habló con el presidente.

Ramsey mantenía la calma. Conocía a McCoy desde hacía varios años, había estudiado su historial: era cuidadosa y prudente. Su trabajo exigía paciencia. Y sin embargo ahora estaba hecha una furia. ¿Por qué?

Su móvil, que descansaba en el salpicadero, se iluminó, lo que indicaba la entrada de un mensaje.

—Perdona, he de estar localizable. —Comprobó la pantalla pero no respondió—. Puede esperar. ¿Qué ocurre, Diane? Sólo le pedí ayuda al senador. ¿Me estás diciendo que nadie más se ha puesto en contacto con la Casa Blanca con la misma idea?

—Te estoy diciendo que Aatos Kane es distinto. ¿Qué es lo que has hecho?

—No mucho. Le entusiasmó que me pusiera en contacto con él. Dijo que sería estupendo que me incorporase a la Junta de Jefes. Yo le respondí que si eso era lo que opinaba, le agradecería todo el respaldo que pudiera ofrecerme.

—Langford, estamos tú y yo solos, así que déjate de rollos. Daniels se puso hecho una fiera. Le molestaba la implicación de Kane, me echó la culpa a mí. Dijo que me había confabulado contigo.

Ramsey frunció el ceño.

—Confabulado, ¿para qué?

—Eres una caja de sorpresas. El otro día me dijiste que podías ocuparte de Kane, y vaya si lo hiciste. No quiero saber cómo ni por qué, pero sí cómo me ha relacionado Daniels contigo. Me estoy jugando el tipo.

—Y qué tipo.

Ella profirió un suspiro.

—¿A qué viene eso ahora?

—A nada, tan sólo es una observación veraz.

—¿Vas a proporcionarme algo que sirva de ayuda? Llevo trabajando mucho tiempo para llegar hasta aquí.

—¿Qué dijo exactamente el presidente?

Tenía que saberlo.

Ella desechó la pregunta con un movimiento de mano.

—Que te crees tú que voy a decírtelo.

—¿Por qué no? Me estás acusando de algo deshonesto, así que me gustaría saber qué opina Daniels.

—Una actitud muy distinta con respecto a la última vez que hablamos. —McCoy había bajado la voz.

Él se encogió de hombros.

—Que yo recuerde, tú también pensabas que mi incorporación a la Junta de Jefes sería valiosa. ¿No es tu deber, como viceconsejera de Seguridad Nacional, recomendar gente buena al presidente?

—Está bien, almirante. Haz tu papel, sé un buen soldado. El presidente de Estados Unidos sigue cabreado, y el senador Kane, también.

—No entiendo por qué. Mi conversación con el senador fue de lo más agradable, y ni siquiera he hablado con el presidente, así que no entiendo por qué está enfadado conmigo.

—¿Vas a ir al funeral del almirante Sylvian?

Él captó el cambio de tema.

—Naturalmente. Me han pedido que forme parte de la guardia de honor.

—Tienes pelotas.

Él le dedicó la más encantadora de sus sonrisas.

—A decir verdad, me resultó conmovedor que me lo pidieran.

—He venido porque teníamos que hablar. Estoy aquí, metida en un coche parado como una idiota, porque me enredé contigo…

—Te enredaste, ¿en qué?

—De sobra sabes en qué. La otra noche dejaste bien claro que quedaría una vacante en la Junta de Jefes, una vacante que por aquel entonces no existía.

—No es eso lo que yo recuerdo. Fuiste tú quien quiso hablar conmigo. Era tarde, pero insististe. Viniste a mi casa. Te preocupaba Daniels y su actitud hacia el Ejército. Hablamos de la Junta de Jefes en abstracto. Ninguno de los dos tenía conocimiento de que fuera a producirse una vacante. Sin duda no al día siguiente. La muerte de David Sylvian es una tragedia. Era un hombre excelente, pero no consigo entender cómo nos ha enredado eso.

Diane sacudió la cabeza con incredulidad.

—Debo irme.

Él no la detuvo.

—Que pases un buen día, almirante. Y cerró dando un portazo.

Ramsey se apresuró a repasar la conversación mentalmente. Lo había hecho bien, expresándose con naturalidad. Hacía dos noches, cuando hablaron él y Diane McCoy, ella era una aliada, de eso estaba seguro. Pero las cosas habían cambiado.

El maletín de Ramsey se hallaba en el asiento trasero. Dentro había un moderno monitor que se utilizaba para determinar si había algún dispositivo electrónico grabando o emitiendo en las proximidades. Él tenía otro en su casa, y así era como sabía que no había habido nadie a la escucha.

Hovey había inspeccionado con cuidado el aparcamiento con ayuda de una serie de cámaras de seguridad fijas. El mensaje de texto que Ramsey había recibido decía: «Su coche está en la parte oeste. Listo. Receptor y grabadora dentro». El monitor del asiento de atrás también había enviado una señal, de forma que la última frase del mensaje era clara: «Lleva micro».

Se bajó del coche y lo cerró.

No podía ser Kane. Se había mostrado demasiado interesado en las ventajas que obtendría y no podía arriesgarse ni siquiera a ser desenmascarado. El senador sabía que una traición acarrearía consecuencias rápidas y funestas.

No.

Eso era cosa de Diane McCoy.

Malone vio cómo Werner desataba a Dorothea y ella se quitaba la cinta de la boca.

—¿En qué estabas pensando? —chilló—. ¿Es que te has vuelto loco?

—Iba a dispararte —repuso su marido con calma—. Sabía que Herr Malone estaba aquí y tenía una arma.

Malone se encontraba en la nave, con la atención dirigida a la galería superior, a Isabel y a Ulrich Henn.

—Veo que sabe usted más de lo que quería hacerme creer —dijo.

—Esos hombres vinieron a matarlo —contestó la anciana.

—Y ¿cómo sabía usted que estarían aquí?

—Vine a asegurarme de que mis hijas estaban a salvo.

Ésa no era una respuesta, de manera que Malone se enfrentó a Christl. Sus ojos no dejaban traslucir sus pensamientos.

—Estuve esperando en el pueblo a que llegara, pero iba muy por delante de mí.

—No fue difícil relacionar a Eginardo con la irradiación de Dios. —Señaló a la parte de arriba—. Pero eso no explica cómo lo sabían ella y tu hermana.

—Hablé con mi madre la otra noche, después de que usted se hubo marchado.

Él se acercó a Werner.

—Estoy de acuerdo con su mujer: lo que ha hecho ha sido una estupidez.

—Usted necesitaba que alguien distrajera su atención. Yo no tenía arma, así que hice lo que me pareció mejor.

—Podría haberte pegado un tiro —intervino Dorothea.

—Así se habría acabado el problema que te supone nuestro matrimonio.

—Nunca he dicho que te quiera muerto.

Malone entendía el amor-odio del matrimonio. El suyo había sido igual, incluso años después de que se divorciaron. Por suerte había hecho las paces con su ex, aunque le había costado lo suyo. Sin embargo, la pareja que tenía delante parecía estar lejos de llegar a un acuerdo.

—He hecho lo que tenía que hacer —replicó Werner—. Y volvería a hacerlo.

Malone alzó la vista al coro: Henn dejó su puesto junto a la balaustrada y desapareció detrás de Isabel.

—¿Podemos buscar ahora lo que quiera que haya que buscar? —preguntó la anciana.

Henn regresó y Malone vio que le susurraba algo al oído a su patrona.

—Herr Malone —dijo Isabel—. Enviaron a cuatro hombres. Creímos que los otros dos no serían ningún problema, pero acaban de cruzar la puerta.