CINCUENTA Y SEIS

Washington, D. C.

7:24 horas

Ramsey volvió a su despacho. Estaba esperando un informe de Francia y había dejado claro a sus hombres en el extranjero que lo único que quería oír era que Cotton Malone había muerto. Después centró su atención en Isabel Oberhauser, pero todavía no había decidido cuál era la mejor forma de atajar ese problema. Había estado pensando en ella durante la reunión a la que acababa de asistir, recordando algo que había oído en una ocasión: «He tenido razón y he estado paranoico, y es mejor estar paranoico». Estaba de acuerdo.

Por suerte, sabía muchas cosas de la anciana.

Se había casado con Dietz Oberhauser a finales de la década de 1950. Él era hijo de una rica familia de aristócratas bávara; ella, hija de un alcalde. Su padre se había relacionado con los nazis durante la guerra, y en los años subsiguientes había sido utilizado por los americanos. Isabel se hizo con el control absoluto de la fortuna Oberhauser en 1972, después de que Dietz desapareció. Al cabo de un tiempo se ocupó de que lo declarasen legalmente muerto, lo que puso en marcha el testamento, en virtud del cual todo iba a parar a manos de ella, en fideicomiso, en beneficio de sus hijas. Antes de que Ramsey enviara a Wilkerson para establecer contacto había analizado dicho testamento. Resultaba interesante que la decisión relativa a cuándo asumirían las hijas el control económico quedara en manos de Isabel. Habían pasado treinta y ocho años y ella todavía seguía a cargo. Según Wilkerson, entre las hermanas existía una gran animosidad, lo que explicaría algunas cosas, pero hasta ese día le había importado poco la discordia que reinaba en la familia Oberhauser.

Sabía que Isabel llevaba ya tiempo interesada en el Blazék y no había ocultado su deseo de averiguar qué había sucedido. Había contratado a abogados que habían intentado acceder a información a través de vías oficiales, y cuando eso falló, la anciana trató de enterarse en secreto de lo que pudo recurriendo al soborno. En contraespionaje habían descubierto dichas intentonas y habían puesto al corriente a Ramsey. Ahí fue cuando él se responsabilizó personalmente e hizo entrar en el juego a Wilkerson.

Ahora su hombre había muerto. ¿Cómo?

Sabía que Isabel tenía un empleado de Alemania del Este llamado Ulrich Henn. Según la información recabada, el abuelo materno de Henn había estado al frente de uno de los campos de acogida de Hitler y supervisado la muerte de veintiocho mil ucranianos arrojándolos por un barranco. En el juicio por crímenes de guerra a que fue sometido no negó nada y afirmó con orgullo: «Estuve presente», lo que facilitó la decisión de los aliados de ahorcarlo.

A Henn lo crió su padrastro, que integró a su nueva familia en la sociedad comunista. Más tarde, Henn ingresó en la policía secreta de Alemania del Este, la antigua Stasi, su actual benefactora, nada distinta de sus jefes comunistas, pues ambos tomaban decisiones con la mente calculadora de un contable y después las ponían en práctica con los remordimientos incondicionales de un déspota.

Ciertamente, Isabel era una mujer formidable.

Tenía dinero, poder y agallas. Pero su debilidad era su marido. Quería saber por qué había muerto, y esa obsesión no había sido preocupante hasta que Stephanie Nelle accedió al informe sobre el NR-1A y lo envió al otro lado del Atlántico, a manos de Cotton Malone.

Ahora era un problema.

Un problema que Ramsey esperaba que estuviera resolviéndose en ese mismo instante en Francia.

Malone vio que Christl reparaba en él y forcejeaba para librarse de sus ataduras. Tenía la boca tapada con cinta. Sacudió la cabeza.

Dos hombres salieron de detrás de las columnas. El de la izquierda era larguirucho y de cabello moreno; el otro, fornido y rubio. Malone se preguntó cuántos más andarían al acecho.

—Vinimos por ti —anunció Moreno— y nos encontramos a estas dos.

Malone permanecía tras una columna, el arma lista. Ellos no sabían que sólo le quedaban tres balas.

—Y ¿por qué soy tan interesante?

—Me trae sin cuidado, pero me alegro de que lo seas.

Rubio acercó el cañón de una arma a la cabeza de Dorothea Lindauer.

—Empezaremos por ésta —avisó Moreno.

Malone pensaba, analizaba la situación, y tomó nota mentalmente de que no habían mencionado a Werner. Miró a Lindauer y le preguntó en voz baja:

—¿Alguna vez ha disparado a un hombre?

—No.

—¿Podrá hacerlo?

El aludido vaciló.

—Si es necesario… Por Dorothea.

—¿Sabe disparar?

—Cazo desde que tengo uso de razón.

Malone decidió engrosar su historial de estupideces y le entregó la automática a Werner.

—¿Qué quiere que haga? —preguntó éste.

—Dispare a uno de ellos.

—¿A cuál?

—Me da lo mismo. Usted dispare antes de que ellos me disparen a mí.

Werner asintió con la cabeza.

Malone respiró profundamente unas cuantas veces, se armó de valor y abandonó la columna con las manos en alto.

—Muy bien, aquí estoy.

Ninguno de los agresores se movió. Al parecer, los había pillado por sorpresa, lo cual era la idea. Rubio apartó el arma de Dorothea Lindauer y salió de detrás de la columna. Era joven y despierto y estaba en guardia, el fusil automático en alto.

Entonces se oyó un disparo y el pecho de Rubio estalló al acertarle de lleno.

Por lo visto, Werner Lindauer sabía disparar.

Malone se lanzó a la derecha, refugiándose tras otra columna, a sabiendas de que Moreno no tardaría nada en recuperarse. Una rápida ráfaga de fuego automático y las balas rebotaron en la pared, a escasos centímetros de su cabeza. Clavó la vista en el lado opuesto de la nave y comprobó que Werner se hallaba a salvo tras un pilar.

Moreno vomitó una sarta de imprecaciones y gritó:

—Las voy a matar a las dos, ahora mismo.

—¡Me importa un bledo! —exclamó él.

—¿Ah, sí? ¿Estás seguro?

Malone tenía que hacer que el otro cometiera un error. Le indicó a Werner que intentara avanzar por el crucero, cubriéndose con las columnas.

Había llegado el momento de la verdad: le pidió a Werner que le tirase el arma.

Éste la lanzó y Malone la atrapó y le ordenó que no se moviera. A continuación se desplazó hacia la izquierda y salvó a la carrera el espacio que lo separaba de la siguiente columna. Más balas se dirigieron hacia él.

Vio a Dorothea y a Christl, que seguían atadas a la columna. Sólo le quedaban dos proyectiles, de manera que cogió una piedra del tamaño de una pelota de béisbol, se la arrojó a Moreno y corrió hasta el siguiente pilar. La piedra golpeó algo y produjo un ruido sordo.

Entre él y Dorothea Lindauer, atada hacia su lado de la nave, todavía había otras cinco columnas.

—Mira —dijo Moreno.

Malone se arriesgó y asomó la cabeza.

Christl yacía en el tosco pavimento. De las muñecas le colgaban sendas cuerdas; éstas habían sido cortadas, liberándola. Moreno permanecía a cubierto, pero Malone vio el extremo del fusil, que apuntaba hacia abajo.

—¿No te importa? —Chilló Moreno—. ¿Quieres verla morir?

Una serie de disparos rebotó en el suelo, justo detrás de donde estaba Christl. El miedo la hizo avanzar a gatas por el piso, infestado de líquenes.

—¡Alto! —le gritó Moreno.

Ella obedeció.

—La siguiente descarga le volará las piernas.

Malone se paró a pensar, sus sentidos alerta. Se acordó de Werner Lindauer. ¿Dónde estaba?

—Supongo que no admite réplica, ¿no? —preguntó.

—Tira el arma y mueve el culo hasta aquí.

Seguía sin mencionar a Werner, pero no cabía duda de que el sicario sabía que había alguien más allí.

—Ya te lo he dicho, me importa un bledo. Mátala.

Giró hacia la derecha mientras lanzaba el desafío, mejorando el ángulo ahora que estaba más cerca del altar. Con la sobrenatural luz verdosa de una tarde que declinaba vio que Moreno daba unos pasos atrás para poder disparar mejor a Christl.

Malone abrió fuego pero erró el tiro.

Sólo le quedaba una bala. Moreno volvió donde estaba.

Malone corrió hacia la siguiente columna y divisó una sombra que se aproximaba a Moreno desde la hilera de pilares que se extendía hasta el fondo de la nave. La atención de Moreno se centraba en Malone, de forma que la sombra podía avanzar sin cortapisas. Su forma y tamaño confirmaron su identidad: Werner Lindauer le echaba narices.

—Muy bien, tienes una arma —razonó Moreno—. Yo le disparo a ella y tú a mí, pero me puedo cargar a la otra hermana sin que tengas la menor oportunidad de acertarme.

Malone oyó un gruñido y después un golpe: carne y huesos golpeando algo que no había cedido. Echó una ojeada y vio a Werner Lindauer encima de Moreno, el puño en alto. Los dos hombres, en pleno forcejeo, rodaron por la nave, y Moreno se zafó de Werner de un empujón, asiendo aún el arma con ambas manos.

Christl se había puesto en pie.

Moreno empezó a levantarse.

Malone apuntó.

El estampido de un fusil resonó por las cavernosas paredes.

Del cuello de Moreno manó la sangre. El arma cayó al suelo cuando se dio cuenta de que le habían disparado y se llevó las manos al cuello, pugnando por respirar. Malone oyó otro estallido —un segundo disparo— y el sicario se puso rígido y se desplomó pesadamente, boca arriba.

El silencio se apoderó de la iglesia.

Werner estaba en el suelo; Christl, de pie; Dorothea, sentada. Malone volvió la vista a la izquierda.

En una galería superior, sobre el pórtico de la iglesia, allí donde siglos antes tal vez había cantado un coro, Ulrich Henn bajó un rifle con mira telescópica. A su lado, risueña e insolente, mirando desde su atalaya, se hallaba Isabel Oberhauser.