CINCUENTA Y CUATRO

Ossau, Francia

Malone se quedó mirando la cadena de hierro, que descansaba sobre la nieve. «Piensa. Ten cuidado. Hay un montón de cosas que no cuadran; sobre todo, el corte limpio en la cadena». Alguien había ido provisto de una cizalla.

Sacó el arma de debajo del chaquetón y empujó la puerta.

Los helados goznes chirriaron.

Malone entró en aquella ruina salvando la desmoronada mampostería y se acercó a los arcos, venidos a menos, de una puerta romana. Descendió varios peldaños de piedra gastados que conducían a un interior negro como la tinta. La escasa luz que había se colaba junto con el viento por las desprotegidas ventanas. El grosor de los muros, el sesgo de las aberturas, la verja de hierro de la entrada, todo apuntaba a la época rudimentaria en que se habían creado. Echó un vistazo a lo que en su día fue importante, medio lugar de culto, medio ciudadela, una construcción fortificada en los alrededores de un imperio.

El aliento se volvía vaho ante sus ojos.

Seguía sin perder de vista el suelo, pero no vio huellas que indicaran la presencia de otros.

Se adentró en un laberinto de columnas que sostenían un techo indemne. La sensación de vastedad se desvanecía arriba en oscuras bóvedas. Deambuló entre las columnas como lo haría entre los altos árboles de un bosque petrificado. No estaba seguro de qué buscaba o esperaba, y se resistió al impulso de dejarse llevar por el inquietante entorno.

Por lo que había leído en Internet, Bertrand, el primer obispo, llegó a ser bastante famoso. La leyenda hablaba maravillas de sus milagrosos poderes. Cerca de allí, los caciques españoles acostumbraban a dejar tras de sí un rastro de fuego y sangre por los Pirineos y tenían aterrorizada a la población local, sin embargo, entregaron sus prisioneros a Bertrand y se retiraron para no volver.

Y luego estaba el milagro.

Una mujer había llevado a su hijo y se quejaba de que el padre no quería saber nada de ninguno. Cuando el hombre negó toda relación con ellos, Bertrand ordenó que les colocaran delante un recipiente con agua fría e introdujo en él una piedra. A continuación le pidió al hombre que sacara la piedra del agua; si mentía, Dios enviaría una señal. El hombre cogió la piedra pero sacó las manos escaldadas, como si el agua estuviese hirviendo. El padre admitió en el acto su paternidad y reparó debidamente su falta. Por su piedad, a Bertrand acabó conociéndosele como «la irradiación de Dios». Se supone que él rehuía esa etiqueta, si bien permitió que fuera aplicada al monasterio, y al parecer Eginardo la recordaría décadas después, cuando redactó su última voluntad.

Malone dejó las columnas y entró en el claustro, un trapecio de tejado irregular con arcos, columnas y capiteles. La madera del techo, que parecía nueva, debía de haber sido objeto de recientes reparaciones. De la parte derecha del claustro salían dos habitaciones vacías —una sin techo y la otra con las paredes en ruinas—, sin duda refectorios para los monjes y los huéspedes, si bien ahora sus únicos dueños eran los elementos y los animales.

Dobló una esquina y echó a andar por la cara corta de la galería, dejando atrás más espacios derruidos, todos ellos cubiertos de nieve que había entrado por los huecos de las ventanas o por la parte superior, ortigas marrones y hierbajos que contaminaban los recovecos. Encima de una de las puertas había una desvaída imagen tallada de la Virgen María. Al otro lado Malone vio una espaciosa estancia, probablemente la sala capitular, donde habían vivido los monjes. Contempló de nuevo el jardín del claustro y una pila en mal estado decorada con desvaídas hojas y cabezas, la nieve sepultando su base.

Al otro lado del claustro se movió algo.

En la galería de enfrente. Rápido y sutil, pero real.

Malone se agachó y se desplazó hasta el rincón.

El lado largo del claustro medía unos quince metros y terminaba en un arco doble sin puertas. La iglesia. Supuso que lo que quisiera que hubiese estaría allí, pero era una posibilidad remota. Con todo, alguien había cortado la cadena de fuera.

Estudió el muro interior que se alzaba a su derecha.

Entre él y el extremo del claustro se abrían tres puertas. Los arcos que tenía a su izquierda, que enmarcaban aquel jardín expuesto al viento, eran austeros, con escasos motivos ornamentales. El tiempo y los elementos habían hecho estragos. Reparó en un querubín solitario que había sobrevivido y portaba un escudo de armas. Oyó algo a su izquierda, en la galería larga.

Pasos.

Y se dirigían hacia él.

Ramsey dejó el coche y fue a buen paso hacia el edificio administrativo principal de los servicios de inteligencia de la Marina para combatir el frío. No tuvo que pasar por ningún control de seguridad. Uno de sus subordinados, un teniente, lo esperaba a la puerta. De camino a su despacho recibió los habituales informes matutinos.

Hovey lo aguardaba allí.

—Han encontrado el cuerpo de Wilkerson.

—Habla.

—En Munich, cerca del parque Olímpico. Con un tiro en la cabeza.

—Deberías estar contento.

—Es un alivio.

Pero a Ramsey no le hacía tanta gracia. Todavía tenía en mente la conversación que había mantenido con Isabel Oberhauser.

—¿Quiere que autorice el pago de los que hicieron el trabajito?

—Aún no. —Ya había llamado al extranjero—. En este momento los tengo haciendo otra cosa, en Francia.

Charlie Smith se encontraba en Shoneys, terminando su tazón de sémola. Le encantaba la sémola, sobre todo con sal y tres nueces de mantequilla. No había dormido mucho, la última noche había sido problemática: aquellos dos iban a por él.

Logró escapar de la casa y aparcó unos kilómetros carretera abajo. Vio aproximarse a una ambulancia y la siguió hasta un hospital situado a las afueras de Charlotte. Le habría gustado entrar pero decidió no hacerlo. En cambio, prefirió volver a su hotel y procurar dormir.

Tendría que llamar a Ramsey en breve. El único informe aceptable era que los tres objetivos habían sido eliminados. Cualquier atisbo de problema convertiría al propio Smith en un blanco. Provocaba a Ramsey, se aprovechaba de la larga relación que los unía, explotaba sus éxitos, todo ello porque sabía que Ramsey lo necesitaba.

Pero eso cambiaría en el acto si él fallaba. Consultó su reloj: las 6.15 horas. Tenía que arriesgarse.

Había visto que fuera había un teléfono, de modo que pagó la cuenta y efectuó la llamada. Cuando le recitaron las opciones del hospital, seleccionó la que proporcionaba información sobre los pacientes. Dado que no sabía cuál era el número de la habitación, esperó hasta que se puso una operadora.

—Quiero saber cómo se encuentra Herbert Rowland. Es mi tío e ingresó anoche.

Tras pedirle que aguardase un instante, la mujer volvió a ponerse al aparato.

—Lamentamos comunicarle que el señor Rowland falleció poco después de ingresar.

Él fingió estar impresionado.

—Dios mío.

La mujer le dio el pésame y él se lo agradeció, colgó y exhaló un suspiro de alivio. Por los pelos.

Recobró la compostura y marcó un número conocido en el móvil. Cuando Ramsey lo cogió, dijo alegremente:

—Tres de tres. Todo un éxito, como de costumbre.

—Me alegro de que te enorgullezcas de tu trabajo.

—Nuestro objetivo es que el cliente quede satisfecho.

—En tal caso satisfáceme una vez más: el cuarto. Tienes el visto bueno. Hazlo.

Malone aguzó el oído: había alguien detrás y delante de él. Se mantuvo agazapado y se metió a la carrera en una de las habitaciones que se abrían en la galería, la cual, según pudo comprobar, tenía paredes y techo. Pegó la espalda a la pared, junto a la puerta. La oscuridad acentuaba los tenebrosos rincones de la estancia. Se encontraba a unos seis metros de la entrada de la iglesia.

Más pasos.

Procedentes de la galería, alejándose de la iglesia.

Agarró el arma y se dispuso a esperar.

Quienquiera que estuviese allí seguía avanzando. ¿Lo habrían visto entrar? Por lo visto, no, ya que no se esforzaban por amortiguar los pasos en la crujiente nieve. Malone se preparó y ladeó la cabeza, utilizando la visión periférica para vigilar la puerta. Ahora los pasos se oían en el lado opuesto del muro donde él estaba apoyado.

Apareció un bulto, camino de la iglesia.

Él giró, agarró un hombro, volvió el arma y estampó al intruso contra la pared de fuera, clavándole la pistola en las costillas.

Se encontró con una cara asustada.

Un hombre.