CINCUENTA Y TRES

Charlotte

Stephanie digirió lo que acababa de decir Herbert Rowland y luego preguntó:

—¿Está diciendo que el NR-1A estaba intacto?

Rowland parecía cansado, pero era preciso hacer aquello.

—Estoy diciendo que Ramsey subió de la inmersión con el diario de a bordo.

Davis miró a Stephanie.

—Te dije que ese hijo de puta andaba metido en esto.

—¿Ha sido Ramsey el que ha intentado matarme? —quiso saber Rowland.

Ella no iba a contestar, pero Davis no opinaba lo mismo.

—Se merece saberlo —apuntó éste.

—Esto ya se nos ha ido de las manos, ¿quieres que la cosa vaya a más?

Davis se volvió hacia Rowland.

—Creemos que está detrás.

—No lo sabemos —se apresuró a añadir ella—, pero es una posibilidad nada desdeñable.

—Siempre ha sido un cabrón —aseguró Rowland—. Cuando volvimos fue él quien acaparó todos los beneficios, no Sayers o yo. Nos ascendieron, sí, pero nunca conseguimos lo que Ramsey. —Rowland se detuvo, a todas luces fatigado—. Almirante, lo más alto.

—Quizá deberíamos hacer esto más tarde —propuso ella.

—Ni hablar —negó Rowland—. Nadie va a por mí y se sale con la suya. Si no estuviera en esta cama, lo mataría.

Stephanie se preguntó si la bravata estaría fundada.

—Tomé la última copa anoche —afirmó el enfermo—. Se acabó. Lo digo en serio.

El miedo parecía una droga eficaz. Rowland tenía la mirada encendida.

—Cuéntenoslo todo —pidió ella.

—¿Qué saben de la operación «Salto de altura»?

—Sólo lo oficial —contestó Davis.

—Que es pura basura.

El almirante Byrd se llevó seis aviones R4-D a la Antártida, cada uno de ellos equipado con sofisticadas cámaras y magnetómetros. Despegaron de un portaaviones lanzados por una catapulta de propulsión. Los aparatos pasaron más de doscientas horas en el aire y recorrieron más de treinta mil kilómetros por el continente. En uno de los últimos vuelos cartográficos, el avión de Byrd regresó de su misión con un retraso de tres horas. Según la versión oficial, perdió un motor y tuvo dificultades para volver, pero los diarios personales de Byrd, entregados al jefe de operaciones navales de entonces y revisados por él, aportaban una explicación diferente.

Byrd estuvo sobrevolando lo que los alemanes llamaron Nueva Suabia. Se hallaba en el interior; rumbo al oeste hacia un horizonte de un blanco monótono, cuando divisó una zona desnuda con tres lagos separados por masas de yermas rocas de un pardo rojizo. Los lagos en sí mostraban tonalidades rojas, azules y verdes. Byrd anotó su posición y al día siguiente envió a la zona a un equipo especial, que descubrió que el agua del lago era tibia y rebosaba de algas, las responsables de su pigmentación. El agua también era salobre, lo que indicaba una relación con el océano.

El descubrimiento entusiasmó a Byrd. Éste tenía conocimiento de cierta información recabada durante la expedición alemana de 1938, que recogía observaciones similares. Byrd había puesto en duda estas observaciones, ya que había visitado el continente y conocía su naturaleza inhóspita, pero el equipo de campo especial exploró la zona unos días.

—No sabía que Byrd llevara un diario personal —comentó Davis.

—Yo lo vi —repuso Rowland—. La operación «Salto de altura» era clasificada, pero a la vuelta trabajamos en un montón de cosas y llegué a verlo. Sólo se han dado a conocer cosas de la «Salto de altura» en los últimos veinte años, la mayor parte de ellas falsas, dicho sea de paso.

—¿Qué hicieron usted, Sayers y Ramsey cuando volvieron? —preguntó Stephanie.

—Trasladamos todo lo que Byrd trajo a casa en 1947.

—¿Todavía se conservaba?

Rowland asintió.

—Todo ello, cajas enteras. El gobierno no tira nada.

—¿Qué había en ellas?

—No tengo ni idea. Nosotros nos limitamos a moverlas, no abrimos nada. Ah, por cierto, me preocupa mi mujer, está en casa de su hermana.

—Deme la dirección —pidió Davis— y le diré al servicio secreto que se ponga en contacto con ella. Pero es por usted por quien va Ramsey, y todavía no nos ha dicho por qué lo considera una amenaza.

Rowland yacía inmóvil, ambos brazos unidos a sendas bolsas intravenosas.

—No me puedo creer que haya estado a punto de morir.

—El tipo al que sorprendimos allanó su casa ayer mientras usted estaba fuera —explicó Davis—. Supongo que manipuló los viales de insulina.

—La cabeza me estalla.

Stephanie quería apretarle las tuercas, pero sabía que el anciano sólo hablaría cuando estuviera listo.

—Nos aseguraremos de que cuente con protección de ahora en adelante. Sólo queremos saber por qué es necesario.

El rostro de Rowland era un caleidoscopio de emociones contradictorias. Libraba una lucha interior. Su respiración era entrecortada, en los llorosos ojos tenía una mirada de desdén.

—El maldito libro estaba completamente seco, sin una mancha de agua en ninguna página.

Stephanie comprendió a qué se refería.

—¿El diario de a bordo?

Él asintió.

—Ramsey lo sacó del océano en la bolsa, lo que quería decir que no estaba mojado antes de que él lo encontrara.

—Madre de Dios —musitó Davis.

Stephanie cayó en la cuenta.

—¿El NR-1A estaba intacto?

—Eso sólo lo sabe Ramsey.

—Por eso los quiere muertos a todos —razonó Davis—. Cuando le pasaste ese informe a Malone, le entró el pánico. No puede permitir que salga a la luz. ¿Te imaginas lo que supondría para la Marina?

Sin embargo, ella no estaba tan segura. Tenía que haber algo más.

Davis clavó la vista en el enfermo.

—¿Quién más lo sabe?

—Yo. Sayers, pero ha muerto. El almirante Dyals. Él lo sabía. Estaba al mando de todo y nos ordenó guardar silencio.

El Halcón de Invierno. Así llamaba la prensa a Dyals, haciendo referencia tanto a su edad como a sus tendencias políticas. Hacía tiempo se le había comparado con otro oficial de la Marina anciano y arrogante al que al final tuvieron que echan Hyman Rickover.

—Ramsey se convirtió en el favorito de Dyals —afirmó Rowland—. Pasó a formar parte del personal del almirante. Ramsey idolatraba a ese hombre.

—¿Lo bastante como para proteger su reputación, incluso ahora? —quiso saber Stephanie.

—No sabría decirle, pero Ramsey es un bicho raro, no piensa como el resto de nosotros. Me alegré de perderlo de vista cuando volvimos.

—Así que el único que queda es Dyals, ¿no? —recapituló Davis.

Rowland negó con la cabeza.

—Había uno más.

¿Había oído ella bien?

—Siempre hay un experto. Se trataba de un investigador de primera contratado por la Marina, un tipo extraño. Lo llamábamos el Mago de Oz. Ya saben, el tipo tras la cortina al que nunca veía nadie. Lo reclutó el propio Dyals, y sólo rendía cuentas a Ramsey y al almirante. Fue él quien abrió las cajas, a solas.

—¿Cómo se llama? —inquirió Davis.

—Douglas Scofield, doctor, como gustaba de recordarnos a todas horas. Doctor Scofield, se hacía llamar. A nosotros no nos impresionaba. Tenía la cabeza tan metida en el culo de Dyals que nunca veía la luz.

—¿Qué fue de él? —se interesó Stephanie.

—Ni puñetera idea.

Tenían que irse, pero había una cosa más.

—¿Qué hay de esas cajas de la Antártida?

—Lo llevamos todo a un almacén de Fort Lee, en Virginia. Y lo dejamos en manos de Scofield. De lo que pasara después no tengo ni idea.