Malone echó un vistazo a los cuatro hostales de Ossau y concluyó que la mejor opción sería L’Arlequin, todo austeridad montañesa por fuera pero elegante por dentro, decorado para Navidad con aromáticas ramas de pino, un belén tallado y muérdago sobre las puertas. Su propietario señaló el libro de huéspedes, que, según le explicó, recogía el nombre de todos los famosos exploradores del Pirineo, además de numerosos personajes destacados de los siglos XIX y XX. El restaurante servía un estupendo guiso de rape y jamón, de manera que disfrutó de un almuerzo temprano que se prolongó durante más de una hora mientras esperaba, para finalizar saboreando un tronco de chocolate y castañas. Cuando su reloj marcaba las once, decidió que tal vez hubiese escogido mal.
Supo por el camarero que Santa Estela estaba cerrada durante el invierno y sólo abría de mayo a agosto para recibir a la multitud de visitantes que acudían a la zona para disfrutar de las tierras altas en verano. Allí no había gran cosa, añadió el hombre, sobre todo ruinas. Todos los años se llevaban a cabo tareas de restauración que financiaba la sociedad histórica del lugar y alentaba la diócesis católica. Aparte de eso, en la iglesia reinaba la calma.
Malone resolvió que lo suyo era ir a verla. La noche caería de prisa, sin duda antes de las cinco, así que debía aprovechar lo que quedaba de luz.
Salió del hostal armado; en la pistola le quedaban tres balas. Calculó que habría menos de cinco grados bajo cero. No había hielo, pero sí mucha nieve seca que crujía como cereales bajo sus botas. Se alegraba de haber comprado las botas antes en Aquisgrán, consciente de que se dirigía a un terreno accidentado. Un jersey nuevo bajo el chaquetón le añadía una dosis extra de calor al pecho, y unos ceñidos guantes de piel protegían sus manos.
Estaba preparado.
¿Para qué?
No estaba seguro.
Stephanie esperaba a que Herbert Rowland le respondiera a su pregunta de qué había ocurrido en 1971.
—No les debo nada a esos cabrones —farfulló Rowland—. He mantenido el juramento que hice, jamás he dicho nada. Y, sin embargo, han venido a matarme.
—Hemos de saber por qué —insistió ella.
Rowland aspiró oxígeno.
—Fue una estupidez de campeonato. Ramsey vino a la base, nos escogió a Sayers y a mí y dijo que nos íbamos a la Antártida. Éramos de operaciones especiales, estábamos acostumbrados a hacer cosas raras, pero ésta fue la más extraña. Muy lejos de casa. —Respiró de nuevo—. Fuimos en avión hasta Argentina y allí nos subimos al Holden, donde permanecimos solos. Nos ordenaron buscar con el sónar un emisor de ultrasonidos, pero no oímos nada hasta que por fin bajamos a tierra. Allí, Ramsey se puso el equipo y se sumergió en el agua. Volvió unos cincuenta minutos más tarde.
—¿Qué has encontrado? —preguntó Rowland mientras ayudaba a Ramsey a salir del helado mar, agarrando con fuerza un hombro del traje seco y subiendo a hombre y equipo al hielo.
Nick Sayers tiraba del otro hombro.
—¿Hay algo ahí abajo?
Ramsey se quitó la escafandra y la capucha.
—Eso está tan frío como el culo de un zapador siberiano. Incluso con este traje. Aunque ha sido una inmersión estupenda.
—Has estado abajo casi una hora. ¿Has tenido algún problema con la profundidad? —preguntó Rowland.
Ramsey negó con la cabeza.
—Me he mantenido por encima de los diez metros todo el tiempo. —Señaló a la derecha—. El océano se adentra por ahí un buen trecho, directo a la montaña.
Ramsey se quitó los guantes y Sayers le dio unos secos. En aquel entorno, la piel no podía permanecer al descubierto más de un minuto.
—Tengo que quitarme el traje y ponerme mi ropa.
—¿Hay algo ahí abajo? —repitió Sayers.
—Unas aguas de lo más transparentes, ese sitio está lleno de color, como un arrecife coralino.
Rowland cayó en la cuenta de que los estaban dejando de lado, vero también reparó en una bolsa herméticamente cerrada que Ramsey llevaba sujeta a la cintura. Hacía cincuenta minutos esa bolsa estaba vacía.
Ahora contenía algo.
—¿Qué hay ahí? —se interesó.
—No me respondió —musitó Rowland—. Y no dejó que ni Sayers ni yo la tocásemos.
—¿Qué sucedió después? —inquirió Stephanie.
—Nos fuimos. Ramsey estaba al mando. Realizamos más comprobaciones de radiación, no encontramos nada, y Ramsey ordenó al Holden que se dirigiera al norte. No dijo ni palabra de lo que había visto en esa inmersión.
—No lo entiendo —dijo Davis—. ¿Por qué es usted una amenaza?
El anciano se pasó la lengua por los labios.
—Probablemente por lo que pasó durante la vuelta.
Rowland y Sayers resolvieron arriesgarse. Ramsey se hallaba en la superestructura con el capitán Alexander, jugando a las cartas con otros oficiales, así que ellos se decidieron a ver qué había encontrado su compañero en aquella inmersión. A ninguno le gustaba que le ocultaran cosas.
—¿Estás seguro de que sabes cuál es la combinación? —preguntó Sayers.
—Me la ha dicho el intendente. Ramsey ha andado mangoneando y éste no es su barco, así que se ha mostrado encantado de echarme una mano.
En cubierta, junto a la litera de Ramsey, había una pequeña caja fuerte. Lo que quiera que hubiese subido consigo después de la inmersión llevaba allí dentro tres días, los que les había llevado abandonar el círculo polar antártico y alcanzar el océano Atlántico Sur.
—Vigila la puerta —le pidió a Sayers. Y se arrodilló y probó la combinación que le habían facilitado.
Tres clics confirmaron que los números eran correctos.
Abrió la caja fuerte y vio la bolsa. La sacó y palpó el perímetro del rectángulo, unos veinte por veinticinco centímetros y unos dos centímetros y medio de grosor. Abrió la cremallera de la parte superior, volcó el contenido y supo de inmediato que se trataba del diario de a bordo de un barco. En la primera página, garabateado en tinta azul por una mano tosca, decía: «Comienzo de la misión: 17 de octubre de 1971, fin…». La segunda fecha habría sido añadida después de que el submarino volviera al puerto. Sin embargo, se dio cuenta de que el capitán que había efectuado esas anotaciones no tuvo ocasión de hacerlo.
Sayers se acercó.
—¿Qué es?
La puerta del compartimento se abrió de golpe y entró Ramsey.
—Ya me imaginaba que intentaríais hacer algo así.
—Métetelo por el culo —espetó Rowland—. Tenemos la misma graduación, no eres nuestro superior.
Una sonrisa se dibujó en los negros labios de Ramsey:
—A decir verdad, aquí sí lo soy. Pero tal vez sea mejor que lo hayáis visto. Ahora sabéis lo que hay en juego.
—Vaya si lo sabemos —le dijo Sayers—. Nos ofrecimos voluntarios, igual que tú, y queremos la recompensa, igual que tú.
—Tanto si lo creéis como si no, iba a decíroslo antes de atracar —afirmó Ramsey—. Hay que hacer ciertas cosas y no puedo hacerlas solo.
—¿Por qué era tan importante? —quiso saber Stephanie.
Davis pareció comprender.
—Es evidente.
—No para mí.
—El diario era del NR-1A —contestó Rowland.
Malone echó a andar por el pedregoso sendero, que era poco más que un fino saliente que zigzagueaba cada treinta metros por la arbolada pendiente. En uno de los lados se alzaban estaciones de hierro forjado del vía crucis en solemne procesión; al otro, las vistas poco a poco se iban tornando panorama. El sol bañaba el escarpado valle y Malone vislumbró, a lo lejos, profundos cañones dentados. Unas campanas distantes anunciaron el mediodía.
Se dirigía a uno de los circos glaciares, semicírculos rodeados de altos despeñaderos enmarcados en espacios montañosos que sólo eran accesibles a pie y resultaban habituales en los Pirineos. Salpicaban las pendientes hayas raquíticas y retorcidas, con las ramas, peladas y cubiertas de nieve, entrelazadas formando deformes nudos. Malone no perdía de vista el desigual camino, pero no había huellas, lo que no quería decir mucho, teniendo en cuenta el viento que soplaba y las acumulaciones de nieve.
Tras un último tramo semicircular quedó a la vista la entrada del monasterio, encaramada en el circo. Malone se detuvo para tomar aliento y disfrutó de otra vista sobrecogedora. La nieve, enfriada por ráfagas de viento heladoras, se arremolinaba a lo lejos.
Altos muros de mampostería se alzaban a izquierda y derecha. De creer lo que había leído, esas piedras habían visto a romanos, visigodos, sarracenos, francos y a los cruzados de las guerras contra los albigenses. Se habían librado muchas batallas para apoderarse de tan estratégico lugar. El silencio parecía una presencia física que le confería un aire solemne. Su historia probablemente estuviera enterrada con los muertos, el auténtico testimonio de su gloria no recogido ni en piedra ni en pergamino.
La irradiación de Dios.
¿Más ficción? ¿O realidad?
Recorrió los últimos quince metros, se aproximó a una verja de hierro y vio una cadena y un candado. Estupendo.
Imposible escalar los muros.
Extendió el brazo y agarró la verja. El frío le atravesó los guantes. Y ahora, ¿qué? ¿Recorrer el perímetro y ver si había alguna abertura? Parecía la única opción. Estaba cansado y conocía bien esa fase de agotamiento: la cabeza podía enredarse fácilmente en un laberinto de posibilidades y cada solución se toparía con un callejón sin salida.
Presa de la frustración, sacudió la puerta.
La cadena de hierro cayó al suelo.