Charlotte
3:15 horas
Stephanie estaba a la puerta de la habitación del hospital que ocupaba Herbert Rowland, a su lado se encontraba Edwin Davis. Rowland había ingresado en urgencias prácticamente sin vida, pero los médicos habían logrado estabilizarlo. Ella seguía furiosa con Davis.
—Voy a llamar a mi gente —le informó.
—Ya me he puesto en contacto con la Casa Blanca.
Había desaparecido hacía media hora, y ella se preguntaba qué habría estado haciendo.
—Y ¿qué dice el presidente?
—Está durmiendo, pero el servicio secreto viene de camino.
—Ya iba siendo hora de que usaras la cabeza.
—Quería coger a ese hijo de puta.
—Tienes suerte de que no te haya matado.
—Lo vamos a pillar.
—¿Cómo? Gracias a ti se ha ido hace tiempo. Podríamos haberlo asustado y acorralarlo en la casa al menos hasta que llegaran los polis, pero no, tenías que tirar una silla contra las cristaleras.
—Stephanie, hice lo que debía.
—Estás descontrolado, Edwin. Querías mi ayuda y te la di. Si quieres terminar muerto, estupendo, adelante, pero yo no estaré aquí para verlo.
—Si no te conociera, pensaría que te preocupas.
Echar mano del encanto no le iba a servir de nada.
—Edwin, tenías razón, hay alguien que va por ahí matando gente, pero las cosas no se hacen así, amigo mío. No, señor. Así, no.
El móvil de Davis se dejó oír, y él comprobó la pantalla.
—El presidente. —Lo cogió—. Sí, señor.
Stephanie se quedó mirando mientras él escuchaba. A continuación, Davis le pasó el teléfono y dijo:
—Quiere hablar contigo.
Ella cogió el aparato y espetó:
—Su empleado está loco.
—Cuéntame qué ha pasado.
Ella le hizo un resumen. Cuando hubo terminado, Daniels dijo:
—Tienes razón…, necesito que asumas el control. Edwin es demasiado impulsivo. Sé lo de Millicent, es uno de los motivos por los que accedí a todo este tinglado. Ramsey la mató, no me cabe ninguna duda. Y también creo que mató al almirante Sylvian y al capitán Alexander. Naturalmente, demostrarlo es harina de otro costal.
—Puede que estemos en un callejón sin salida —observó ella.
—No sería la primera vez. Hallemos la forma de seguir adelante.
—¿Por qué me meto siempre en estos líos?
Daniels se rió.
—Es un don. Por si te interesa, te diré que me han informado de que hace unas horas han encontrado dos cadáveres en la catedral de Aquisgrán. El interior estaba acribillado. A uno de los hombres le han disparado, el otro ha muerto al caer. Ambos eran sicarios a los que contrataban con regularidad nuestros servicios de inteligencia. Los alemanes han cursado una petición oficial para que les facilitemos más información. El chisme iba incluido en la sesión informativa de esta mañana. ¿Es posible que exista alguna relación?
Ella optó por no mentir.
—Malone está en Aquisgrán.
—¿Por qué sabía que ibas a decir eso?
—Allí pasa algo, y Cotton cree que tiene que ver con lo que está sucediendo aquí.
—Probablemente tenga razón. Necesito que te ocupes de esto, Stephanie.
Ella miró con fijeza a Edwin Davis, que se hallaba a unos metros, apoyado en la empapelada pared.
La puerta de la habitación de Herbert Rowland se abrió y un hombre con un uniforme verde dijo:
—Está despierto y quiere hablar con ustedes.
—Tengo que dejarlo —dijo Stephanie a Daniels.
—Cuida de mi chico.
Malone ascendía por la pendiente en su coche de alquiler. La nieve enmarcaba el rocoso paisaje que se extendía a ambos lados del asfalto, pero las autoridades locales habían hecho un gran trabajo despejando la carretera. Se hallaba en el corazón de los Pirineos, en el lado francés, cerca de la frontera española, camino del pueblo de Ossau.
Había tomado un tren a primera hora de Aquisgrán a Toulouse y después se había dirigido en coche al suroeste, hacia las nevadas tierras altas. La noche anterior, cuando introdujo en Google «Irradiación de Dios Eginardo», había averiguado en el acto que la locución hacía referencia a un monasterio del siglo VIII ubicado en las montañas francesas. Los primeros romanos que llegaron a la zona levantaron una gran ciudad, una metrópoli en los Pirineos que acabó siendo un centro cultural y comercial. Sin embargo, durante las guerras fratricidas de los reyes francos, en el siglo VI, la ciudad fue saqueada, incendiada y destruida. No se salvó nadie, no quedó piedra sobre piedra. En los yermos campos sólo se alzaba una roca, en «silenciosa soledad», como había escrito un cronista de la época. Una situación que perduró hasta que, doscientos años después, Carlomagno llegó y ordenó construir un monasterio que incluía una iglesia, una sala capitular, un claustro y una aldea en las proximidades. El propio Eginardo supervisó la construcción y reclutó al primer obispo, Bertrand, que se hizo famoso por su piedad y por su gobierno civil. Bertrand murió en 820 a los pies del altar, y fue enterrado debajo de lo que él llamó la iglesia de Santa Estela.
El trayecto desde Toulouse lo había llevado a través de un sinfín de pintorescos pueblecitos de montaña. Había estado en la zona varias veces, la más reciente el verano anterior. Pocas eran las diferencias entre los innumerables lugares, a excepción del nombre y la fecha de nacimiento. En Ossau, una hilera desigual de casas se prolongaba sin orden ni concierto por calles sinuosas, todas ellas de tosca piedra y dotadas de ornamentos, escudos de armas y ménsulas. Tan sólo las aristas de los tejados de tejas revelaban un caos de ángulos, como ladrillos arrojados en la nieve. Las chimeneas expulsaban humo al frío aire de la mañana. El pueblo tenía alrededor de un millar de habitantes, y cuatro hostales acogían a los visitantes.
Se dirigió al centro y aparcó. Un callejón desembocaba en una plaza abierta. Gente envuelta en ropa de abrigo, la mirada impenetrable, entraba y salía de las tiendas. El reloj de Malone marcaba las diez menos veinte de la mañana.
Miró por encima de los tejados al despejado cielo matinal, siguiendo el lateral de una escarpa hasta donde se alzaba una torre cuadrada sobre un espolón rocoso. Restos de otras torres a ambos lados parecían aferrarse a él.
Las ruinas de Santa Estela.
Stephanie se encontraba junto a la cama de Herbert Rowland, Davis al otro lado. Rowland estaba atontado pero despierto.
—¿Me han salvado la vida? —inquirió en un tono que era poco más que un susurro.
—Señor Rowland —terció Davis—, somos del gobierno. No disponemos de mucho tiempo. Tenemos que hacerle unas preguntas.
—¿Me han salvado la vida?
Stephanie le dirigió una mirada a Davis que decía: «Déjame a mí».
—Señor Rowland, esta noche un hombre fue a su casa a matarlo. No estamos seguros de cómo lo hizo, pero le provocó un coma diabético. Por suerte nosotros nos encontrábamos allí. ¿Se siente con fuerzas para responder a unas preguntas?
—¿Por qué me quería muerto?
—¿Se acuerda del Holden y la Antártida?
Ella observó mientras él parecía bucear en sus recuerdos.
—Eso fue hace mucho —respondió el enfermo.
Stephanie asintió.
—Así es, pero ésa es la razón de que fuese a matarlo.
—¿Para quién trabajan?
—Inteligencia. —Señaló a Davis y añadió—: Él, en la Casa Blanca. El capitán Alexander, el oficial que estaba al mando del Holden, fue asesinado la pasada noche. Uno de los tenientes que bajó a tierra con usted, Nick Sayers, murió hace unos años. Pensamos que tal vez usted fuera el siguiente y estábamos en lo cierto.
—Yo no sé nada.
—¿Qué encontraron en la Antártida? —quiso saber Davis.
Rowland cerró los ojos y Stephanie se preguntó si se habría quedado dormido. Unos segundos después los abrió y cabeceó.
—Me ordenaron no hablar de ello jamás. Con nadie. Me lo dijo en persona el mismísimo almirante Dyals.
Ella había oído hablar de Raymond Dyals, antiguo jefe de operaciones navales.
—Fue él quien ordenó que el NR-1A se desplazara hasta allí —comento Davis.
Un dato que ella desconocía.
—¿Saben del submarino? —preguntó Rowland.
Stephanie asintió.
—Leímos el informe del hundimiento y hablamos con el capitán Alexander antes de que muriera. Así que díganos lo que sabe. —Decidió dejar claro lo que estaba en juego—: Puede que su vida dependa de ello.
—Tengo que dejar de beber —admitió Rowland—. El médico me dijo que la bebida acabaría matándome. Tomo insulina…
—¿La tomó anoche?
Él asintió.
Stephanie empezaba a impacientarse.
—Los médicos nos han dicho antes que en su sangre no había insulina, por eso entró en coma…, por eso y por el alcohol. Pero ahora todo ello es irrelevante. Necesitamos saber qué encontraron en la Antártida.