CUARENTA Y DOS

Baviera

Dorothea estaba conmocionada; los ojos muertos de Sterling Wilkerson la miraban.

—¿Lo has matado? —le preguntó a su marido.

Werner negó con la cabeza.

—Yo no, pero estaba presente cuando ocurrió. —Cerró el maletero de un portazo—. No llegué a conocer a tu padre, pero tengo entendido que él y yo nos parecemos mucho: dejamos que nuestra mujer haga lo que se le antoja siempre y cuando nosotros podamos permitirnos el mismo lujo.

A la cabeza de Dorothea afloraron todo tipo de ideas confusas.

—¿Cómo es que sabes cosas de mi padre?

—Se las he contado yo —dijo otra voz.

Ella se volvió en redondo: su madre se hallaba en la puerta de la iglesia. Tras ella, como siempre, Ulrich Henn. Ahora lo tenía claro.

—Ulrich mató a Sterling —dijo Dorothea a la noche.

Werner pasó por su lado.

—Así es. Y yo diría que bien podría matarnos a todos si no nos comportamos debidamente.

Malone fue el primero en salir del escondite a la galería superior del octógono. Se detuvo en la barandilla de bronce —carolingia, recordaba haber oído decir a Christl, original de la época de Carlomagno— y miró hacia abajo. Un puñado de candelabros de pared iluminaban la noche. El viento seguía causando destrozos en los muros exteriores, y el mercado navideño parecía que empezaba a decaer. Sus ojos se clavaron al otro lado del espacio abierto, en el trono del extremo, que tenía por telón de fondo unas ventanas con parteluz que derramaban un brillo luminoso sobre el elevado asiento. Estudió el mosaico en latín que envolvía el octógono de debajo El desafío de Eginardo no era para tanto.

Bien por las guías y las mujeres listas.

Miró fijamente a Christl.

—Hay un púlpito, ¿no?

Ella asintió.

—En el coro. El ambón: es muy antiguo, del siglo XI.

Malone sonrió.

—Siempre hay una clase de historia.

Ella se encogió de hombros.

—Es de lo que sé.

Malone dio la vuelta a la galería superior, dejó atrás el trono y bajó por la escalera circular. Curiosamente, la cancela de hierro permanecía abierta por la noche. Una vez abajo, atravesó el octógono y entró en el coro. Un púlpito de cobre dorado salpicado de excepcionales ornamentos y adosado al muro sur se alzaba sobre la entrada a otra de las capillas laterales. Hasta él conducía una pequeña escalera. Malone pasó por encima de un cordón de terciopelo y subió los peldaños de madera. Por suerte, lo que buscaba estaba allí: una biblia.

Depositó el libro en el dorado facistol y lo abrió por el Apocalipsis, capítulo 21.

Christl, que se había quedado abajo, lo miró mientras él leía en voz alta.

—«Me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, de parte de Dios, que tenía la gloria de Dios. Tenía un muro grande y alto y doce puertas, y sobre las doce puertas, doce ángeles y nombres escritos, que son los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel. El muro de la ciudad tenía doce hiladas, y sobre ellas los nombres de los doce apóstoles del Cordero. El que hablaba conmigo tenía una medida, una caña de oro, para medir la ciudad, sus puertas y su muro. La ciudad estaba asentada sobre una base cuadrangular y su longitud era tanta como su anchura. Midió con la caña la ciudad, y tenía doce mil estadios, siendo iguales en su longitud, su latitud y su altura. Midió su muro, que tenía ciento cuarenta y cuatro codos, medida humana, que era la del ángel. Y las hiladas del muro de la ciudad eran de todo género de piedras preciosas. Las doce puertas eran doce perlas».

»El Apocalipsis es fundamental para este sitio. El candelabro que donó el emperador Barbarroja lo cita, el mosaico de la cúpula se basa en él. Carlomagno llamó a este lugar su «nueva Jerusalén», y esta relación no es ningún secreto: lo leí en todas las guías. Un pie carolingio equivalía a alrededor de la tercera parte de un metro, es decir, un pie. El polígono exterior, el hexadecágono, mide treinta y seis pies carolingios, o sea, ciento cuarenta y cuatro pies actuales. El perímetro exterior del octógono mide lo mismo, treinta y seis pies carolingios, otros ciento cuarenta y cuatro pies. La altura también es precisa: originalmente, ochenta y cuatro pies sin la cúpula, que se añadió siglos después. La capilla entera es un factor de siete y doce, su anchura y altura son iguales. —Señaló la biblia—. Se limitaron a trasladar las dimensiones de la ciudad celestial del Apocalipsis, la «nueva Jerusalén», a esta construcción.

—Eso lleva estudiándose siglos —apuntó ella—. ¿Qué relación guarda con lo que estamos haciendo?

—Recuerde lo que escribió Eginardo: «Las revelaciones serán claras una vez haya sido descifrado el secreto de tan maravilloso lugar». Utilizó ingeniosamente la palabra «revelación» o, lo que es lo mismo, «Apocalipsis». No sólo el Apocalipsis es claro —señaló la biblia—, sino que también hay otras revelaciones claras.

Por primera vez en años, Dorothea sintió que no tenía el control. No había visto venir nada de aquello y ahora, de nuevo en el interior de la iglesia, frente a su madre y su marido, con el obediente Ulrich Henn a un lado, pugnaba por mantener su habitual compostura.

—No lamentes la pérdida de ese americano —dijo Isabel—. Era un oportunista.

Ella se encaró con Werner.

—¿Y tú no?

—Yo soy tu marido.

—Sólo nominalmente.

—Porque tú lo has querido así —terció Isabel alzando la voz. Hizo una pausa y al cabo añadió—: Entiendo lo de Georg. —La mirada de la anciana se dirigió hacia la capilla lateral—. Yo también lo echo de menos, pero se ha ido, y no hay nada que podamos hacer al respecto.

Dorothea siempre había despreciado la forma que tenía su madre de rechazar el dolor. No recordaba haberla visto verter una lágrima cuando su padre murió. A esa mujer no parecía perturbarla nada. Sin embargo, Dorothea era incapaz de librarse de la mirada inerte de Wilkerson. Cierto, era un oportunista, pero ella pensaba que su relación quizá podría haberse convertido en algo más sustancial.

—¿Por qué lo mataste? —le preguntó a su madre.

—Habría causado un sinfín de problemas a esta familia, y de todas maneras los americanos habrían acabado matándolo.

—Fuiste tú quien metió por medio a los americanos. Eras tú quien quería ese informe sobre el submarino. Me pediste que Wilkerson se ocupara de ello. Me incitaste a que me hiciera con ese informe, me pusiera en contacto con Malone y lo desanimara. Me incitaste a robar los papeles de mi padre y las piedras del monasterio. Hice ni más ni menos lo que tú me pediste.

—¿Acaso te dije que mataras a esa mujer? No. Fue idea de tu amante. Cigarrillos envenenados…, ridículo. Y ¿qué hay de la cabaña? Ahora está en ruinas, con dos hombres muertos dentro, unos hombres enviados por los americanos. ¿A cuál de los dos mataste, Dorothea?

—Había que hacerlo.

Isabel comenzó a pasearse por el piso de mármol.

—Siempre tan práctica: «Había que hacerlo». Cierto, por culpa de tu americano. Si hubiese seguido en esto, las consecuencias habrían sido devastadoras. Esto no era asunto suyo, así que puse fin a su participación. —Su madre se acercó a ella y se detuvo a escasos centímetros—. Lo enviaron a espiarnos. Yo me limité a alentarte a que sacaras partido de sus debilidades, pero fuiste demasiado lejos. Sin embargo, he de admitir que subestimé el interés de los americanos por nuestra familia.

Dorothea apuntó con el dedo a Werner.

—¿Por qué lo has metido en esto?

—Necesitas ayuda, y él te la proporcionará.

—No necesito nada de él. —Hizo una pausa—. Ni tampoco de una anciana.

Su madre levantó el brazo y abofeteó el rostro de Dorothea.

—No te atrevas a hablarme así. Ni ahora ni nunca.

Ella no se movió, a sabiendas de que, aunque tal vez pudiera vencer a su anciana madre, Ulrich Henn sería harina de otro costal. Se pasó la lengua por el interior de la mejilla.

Las sienes le palpitaban.

—He venido aquí esta noche para dejar las cosas claras —prosiguió Isabel—. Ahora Werner forma parte de esto porque así lo he decidido. Esta búsqueda es cosa mía. Si no quieres aceptar las normas, le pondré fin ahora mismo y tu hermana se hará con el control de todo.

Los ojos de su madre la atravesaron, y ella vio que no se trataba de una amenaza hecha a la ligera.

—Quieres esto, Dorothea, lo sé. Eres muy parecida a mí. No te he perdido de vista: has trabajado con ahínco en los negocios de la familia, eres buena en lo que haces. Le pegaste un tiro al hombre de la casa. Tienes valor, algo que a veces le falta a tu hermana. Ella tiene visión, algo que tú a veces pasas por alto. Es una lástima que no se pueda fundir en una persona lo mejor de ambas. De alguna manera, hace tiempo todo en mí era caos, y por desgracia las dos habéis sufrido.

Dorothea clavó la vista en Werner.

Tal vez ya no lo quisiera, pero, qué caray, en ocasiones lo necesitaba de una forma que sólo quienes habían perdido a un hijo podían entender. El suyo era un vínculo creado por el dolor. La agonía paralizadora que provocó la muerte de Georg había levantado unos muros que ambos habían aprendido a respetar. Y si bien su matrimonio se tambaleaba, su vida al margen de él prosperaba. Su madre estaba en lo cierto: los negocios eran su pasión. La ambición era una poderosa droga que lo eclipsaba todo, incluido el afecto.

Werner entrelazó las manos a la espalda y se puso erguido, como un guerrero.

—Quizá antes de morir deberíamos disfrutar lo que nos quede de vida.

—No sabía que desearas morir. Gozas de buena salud y podrías vivir muchos años.

—No, Dorothea. Puedo seguir respirando muchos años; vivir es algo completamente distinto.

—¿Qué es lo que quieres, Werner?

Éste agachó la cabeza y se acercó a una de las oscurecidas ventanas.

—Dorothea, nos hallamos ante una encrucijada. En los próximos días podría producirse la culminación de toda tu vida.

—¿Podría? Cuánta seguridad.

Él torció el gesto.

—No quería ofenderte. Aunque no estamos de acuerdo en muchas cuestiones, no soy tu enemigo.

—¿Quién lo es, Werner?

Los ojos de su marido se endurecieron como el hierro.

—A decir verdad, no te hacen falta enemigos: te bastas tú sola.

Malone bajó del púlpito.

—El Apocalipsis es el último libro del Nuevo Testamento. En él, san Juan describe su visión de un nuevo cielo, una nueva tierra, una nueva realidad. —Señaló el octógono—. Ese edificio simbolizó esa visión. «Y serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos». Eso es lo que dice el Apocalipsis. Carlomagno construyó esto y vivió aquí, con ellos. Sin embargo, había dos cosas fundamentales: la longitud, la altura y la anchura debían ser las mismas, y los muros debían medir ciento cuarenta y cuatro codos, doce por doce.

—Se le da muy bien esto —observó ella.

—El ocho también era un número importante: el mundo se creó en seis días, y Dios descansó el séptimo. El octavo, cuando todo estaba hecho, representaba a Jesús, su resurrección, el comienzo de la gloriosa obra suprema final. Por eso hay un octógono dentro de un hexadecágono. Luego, quienes proyectaron esta capilla fueron más lejos.

«Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor». Eso es lo que dijo Eginardo. El Apocalipsis se centra en los ángeles y en lo que hicieron para crear la «nueva Jerusalén». Doce puertas, doce ángeles, doce tribus de los hijos de Israel, doce hiladas, doce apóstoles, doce mil estadios, doce piedras preciosas, doce piedras eran doce perlas. —Hizo una pausa—. El número doce, la perfección según los ángeles.

Abandonó el coro y volvió al octógono.

A continuación señaló la franja de mosaico que lo rodeaba.

—¿Podría traducirlo? Mi latín no es malo, pero el suyo es mejor.

Un ruido sordo rebotó en los muros, como si se forzara algo.

Otra vez.

Malone identificó su procedencia: una de las capillas laterales, San Miguel, donde se hallaba la otra salida.

Fue corriendo hasta ella y rodeó los desocupados bancos para llegar a la sólida puerta de madera, que un cerrojo de hierro mantenía cerrada. Oyó algo al otro lado.

—Están forzando la puerta.

—¿Quiénes? —inquirió Christl.

Malone empuñó el arma.

—Más problemas.