Charlotte
Charlie Smith aguardaba en el armario. Se había metido dentro sin pensar y sintió alivio al comprobar que era hondo y estaba atestado. Se situó tras la ropa colgada y dejó la puerta abierta con la esperanza de que eso disuadiera de echar un vistazo. Había oído abrirse la puerta del dormitorio y entrar a los dos intrusos, pero daba la impresión de que su ardid había surtido efecto: habían decidido marcharse y él había oído abrirse y cerrarse la puerta principal.
Era la vez que más cerca había estado de que lo pillaran. No esperaba interrupciones. ¿Quiénes eran? ¿Debía informar a Ramsey? No, el almirante había dejado claro que no quería que se pusiera en contacto con él hasta que hubiera hecho los tres trabajos.
Se acercó con sigilo a la ventana y vio que el coche que había aparcado fuera desaparecía por el pedregoso camino en dirección a la carretera, con dos ocupantes dentro. Smith se preciaba de la meticulosidad con que lo preparaba todo. Sus informes contenían abundante información útil. Por lo general, las personas eran criaturas de costumbres; hasta aquellos que insistían en no tener costumbres practicaban la previsibilidad. Herbert Rowland era un hombre sencillo que disfrutaba de su jubilación con su mujer junto a un lago, ocupándose de sus cosas, entregado a su rutina diaria. Regresaría a casa más tarde, probablemente con algo de comida ya preparada, se pondría su inyección, saborearía la cena y bebería hasta caer dormido sin darse cuenta de que ése sería su último día en la Tierra.
Sacudió la cabeza cuando el miedo lo abandonó. Extraña forma de ganarse la vida, pero alguien tenía que hacerlo.
Debía hacer algo durante las próximas horas, de manera que decidió volver a la ciudad para ver unas películas. Tal vez cenar un filete. Le encantaba la cadena de restaurantes Ruth s Chris, y sabía que había dos en Charlotte.
Volvería más tarde.
Stephanie iba en silencio en el coche mientras Davis descendía por un camino pedregoso cubierto de hojas en dirección a la carretera. Volvió la cabeza y comprobó que la casa ya no se veía. Los rodeaban densos bosques. Le había dado las llaves a Davis y le había pedido que condujera. Por suerte, él no había hecho preguntas, sino que se había limitado a sentarse tras el volante.
—Para —ordenó ella.
El suelo crujió cuando las ruedas se detuvieron.
—¿Cuál es tu número de móvil?
Él se lo dijo y ella lo guardó en el suyo. A continuación abrió la portezuela.
—Ve a la carretera y haz unos kilómetros. Luego aparca en cualquier parte donde no se te vea y espera hasta que te llame.
—¿Qué haces?
—Dejarme llevar por la intuición.
Malone y Christl cruzaron la Marktplatz de Aquisgrán. Casi eran las seis de la tarde y el sol estaba bajo en un cielo manchado por nubarrones. El tiempo había empeorado y soplaba un viento del norte glacial, cortante.
Christl enfiló hacia la capilla a través del viejo patio del palacio, una plaza rectangular adoquinada que era el doble de larga que ancha y estaba bordeada de árboles cubiertos de nieve. Los edificios de alrededor paraban el viento, pero no el frío. Los niños correteaban, gritando y hablando en alegre algarabía. El mercado navideño de Aquisgrán ocupaba el patio; al parecer, todas las ciudades alemanas tenían uno. Malone se preguntó qué estaría haciendo su hijo, Gary, que no tenía que ir al instituto porque estaba de vacaciones. Tenía que llamar. Lo hacía al menos cada dos días.
Vio que los niños corrían hacia una nueva atracción: un hombre con cara mustia que vestía una capa de pieles color púrpura y un gran gorro puntiagudo que le recordó a la personificación del tiempo.
—San Nicolás —aclaró Christl—. Nuestro Santa Claus.
—Es bastante distinto.
Malone aprovechó la jubilosa confusión para confirmar que Cara Chupada los había seguido; se mantenía a cierta distancia, inspeccionando con despreocupación los puestos próximos a una imponente pícea azul adornada con velas eléctricas y minúsculas lucecitas en equilibrio sobre las bamboleantes ramas. Le llegó un aroma a vinagre hirviendo, el Glühwein. A unos metros había un puesto que vendía el especiado vino, y los parroquianos sostenían humeantes tazas marrones entre las enguantadas manos.
Señaló a un hombre que vendía lo que parecían galletas.
—¿Qué son?
—Una especialidad local: Aachener Printen, galletas de jengibre.
—Vamos a probarlas.
Ella le dirigió una mirada burlona.
—¿Qué? —espetó él—. Me gusta lo dulce.
Fueron al puesto y Malone compró dos de las planas y duras galletitas.
Dio un mordisco.
—No está mal.
Se le ocurrió que ese gesto haría que Cara Chupada se relajase, y lo satisfizo ver que así había sido. El tipo parecía despreocupado y seguro de sí mismo.
No tardaría en hacerse de noche. Malone había sacado tiques para la visita guiada de la capilla de las seis cuando habían ido a comprar las guías. Tendría que improvisar. Según había leído, la capilla era Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, de manera que allanarla o causarle algún daño constituiría un delito grave. Sin embargo, después de lo del monasterio de Portugal y lo de San Marcos de Venecia, ¿qué importancia tenía?
Destrozar tesoros del mundo parecía ser su especialidad.
Dorothea entró en la estación de tren de Múnich. La Hauptbahnhof se hallaba oportunamente situada en el centro de la ciudad, a unos dos kilómetros de la Marienplatz. Trenes procedentes de toda Europa llegaban y salían cada hora, además de enlaces locales con líneas del metro, tranvías y autobuses. La estación no era una obra maestra histórica, sino más bien una moderna combinación de acero, cristal y hormigón. Los relojes del interior indicaban que eran poco más de las seis de la tarde.
¿Qué estaba pasando?
Por lo visto, el almirante Langford Ramsey quería muerto a Wilkerson, pero ella lo necesitaba. Lo cierto es que le gustaba.
Echó un vistazo a su alrededor y vio la oficina de información y turismo. Una rápida inspección de los bancos reveló que Wilkerson no estaba allí, pero entre la multitud reconoció a un hombre.
Era alto y llevaba un príncipe de Gales con tres botones y zapatos de piel de cordones bajo un abrigo de lana. Una apagada bufanda de Burberry le protegía el cuello. Tenía un rostro atractivo de rasgos infantiles, aunque era evidente que la edad había añadido algunos surcos y depresiones. Los acerados ojos, rodeados de unas gafas de montura metálica, le dirigieron una mirada penetrante.
Su marido: Werner Lindauer.
Éste se aproximó.
—Guten Abend, Dorothea.
Ella no supo qué decir. Su matrimonio cumplía su vigesimotercer año, una unión que en un principio había resultado productiva. Sin embargo, a lo largo de la última década, ella había acabado harta de sus eternas quejas y su falta de interés por todo aquello que no le concerniera a él. Lo único que lo salvaba era la devoción que sentía por Greg, su hijo. Pero la muerte de éste cinco años antes había trazado una ancha línea divisoria entre ellos. Werner se quedó desolado, igual que ella, pero cada uno llevó su dolor de manera distinta: Dorothea se replegó en sí misma; él se enfadó. Desde entonces ella se había limitado a vivir su vida y dejar que él hiciera lo propio con la suya, sin rendir cuentas el uno al otro.
—¿Qué haces aquí? —preguntó ella.
—He venido por ti.
Dorothea no estaba de humor para sus payasadas. De vez en cuando él intentaba comportarse como un hombre, lo que respondía más a un capricho pasajero que a un cambio fundamental.
—¿Cómo has sabido que estaría aquí? —quiso saber ella.
—Me lo dijo el capitán Sterling Wilkerson.
La sorpresa de Dorothea se tornó terror.
—Un hombre interesante —afirmó él—. Le pones una arma en la cabeza y se le suelta la lengua.
—¿Qué has hecho? —inquirió ella sin ocultar su asombro.
Él la miró con fijeza.
—Mucho, Dorothea. Hemos de coger un tren.
—Yo no voy a ninguna parte contigo.
Werner pareció reprimir su fastidio. Tal vez no hubiese previsto esa reacción, sin embargo, sus labios dibujaron una sonrisa tranquilizadora que en realidad asustó a Dorothea.
—En tal caso perderás el reto al que te ha enfrentado tu madre con tu querida hermana. ¿Acaso no te importa?
Dorothea no sabía que él tuviera conocimiento de lo que estaba pasando. Ella no le había dicho nada, pero era obvio que su marido estaba bien informado.
Al cabo, preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A ver a nuestro hijo.
Stephanie observó cómo Edwin Davis se alejaba y a continuación puso el móvil en silencio, se abrochó el abrigo y se adentró en el bosque. Sobre su cabeza se alzaban pinos adultos y árboles de hoja caduca pelados, muchos de ellos cubiertos de muérdago. El invierno sólo había mermado mínimamente la maleza. Recorrió despacio el centenar de metros que la separaban de la casa, una densa capa de agujas de pino amortiguaba sus pasos.
Había visto moverse la percha, no le cabía la menor duda, pero ¿había sido un error suyo o de la persona a la que intuía dentro?
Siempre les decía a sus agentes que confiaran en su instinto. Nada funcionaba mejor que el sentido común. Cotton Malone era un maestro al respecto. Stephanie se preguntó qué estaría haciendo en ese instante. No la había llamado por lo de la información acerca de Zachary Alexander o del resto de los oficiales del Holden. ¿Se habría visto también en apuros?
Divisó la casa, su silueta interrumpida por los numerosos árboles que crecían entre medio. Stephanie se agachó tras uno de ellos.
Todo el mundo, por bueno que fuera, acababa fastidiándola. El truco residía en estar presente cuando eso sucediera. De creer a Davis, Zachary Alexander y David Sylvian habían sido asesinados por alguien experto en enmascarar esas muertes. Y aunque él no había expresado en voz alta sus reservas, ella las había adivinado cuando le contó cómo había muerto Millicent.
«Paro cardíaco».
Davis también se estaba dejando llevar por su intuición.
La percha.
Se había movido.
Y ella había tenido la precaución de no revelar lo que había visto en el dormitorio, decidida a ver si Herbert Rowland de verdad era el siguiente.
La puerta de la casa se abrió y un hombre delgado de baja estatura que vestía unos vaqueros y botas salió.
Vaciló y acto seguido su oscurecido bulto se alejó y desapareció en el bosque. Stephanie sentía el corazón desbocado. Hijo de puta.
¿Qué había hecho allí dentro?
Stephanie sacó el móvil y marcó el número de Davis, que respondió a la segunda.
—Tenías razón —admitió.
—¿Acerca de qué?
—De lo que dijiste de Langford Ramsey. Acerca de todo. Absolutamente de todo.