Charlotte, Carolina del Norte
11:00 horas
Charlie Smith llevaba unos vaqueros lavados a la piedra, un polo oscuro y unas botas con puntera de acero, todo ello adquirido hacía unas horas en un Wall-Mart. Imaginó que era uno de los chicos Duke del condado de Hazzard nada más salir por la ventanilla del conductor del General Lee. Un tráfico fluido en la carretera de dos carriles al norte de Charlotte le había permitido viajar sin prisas y ahora se hallaba entre los árboles, tiritando, la vista clavada en la casa, que debía de medir más de cien metros cuadrados. Conocía su historia.
Herbert Rowland compró la propiedad a los treinta años, la estuvo pagando hasta los cuarenta y edificó la casa a los cincuenta. Dos semanas después de dejar la Marina, Rowland y su mujer cargaron un camión de mudanzas y se instalaron a treinta kilómetros al norte de Charlotte. Habían pasado los diez últimos años viviendo tranquilamente a orillas del lago.
Smith había estudiado el expediente en el vuelo que lo llevó al norte de Jacksonville. Rowland tenía dos problemas médicos reales: el primero es que era diabético desde hacía tiempo. Tipo 1, insulino-dependiente, controlable siempre y cuando se inyectara insulina a diario. El segundo era su afición por el alcohol, con el whisky a la cabeza de sus preferencias. Era un entendido y gastaba una parte de su pensión mensual en marcas de primera calidad que adquiría en una cara licorería de Charlotte. Siempre bebía en casa, por la noche, junto con su mujer.
Sus notas del último año sugerían una muerte relacionada con la diabetes. Sin embargo, le había costado lo suyo idear un método con el que conseguir ese resultado sin despertar sospechas.
La puerta principal se abrió y Herbert Rowland salió al vivo sol. El anciano fue directo a un sucio Ford Tundra y se alejó. El segundo vehículo, propiedad de la mujer de Rowland, no se veía por ninguna parte. Smith aguardó diez minutos entre los matorrales y decidió arriesgarse.
Se encaminó a la puerta y llamó.
Nada.
Otra vez.
Le llevó menos de un minuto forzar la cerradura. Sabía que no había ningún sistema de alarma: a Rowland le gustaba ir contando que, en su opinión, eso era tirar el dinero.
Abrió con cuidado, entró y dio con el contestador automático. Escuchó los mensajes guardados: el sexto, de la mujer de Rowland, de hacía unas horas, le gustó. Se encontraba en casa de su hermana y había llamado para ver cómo estaba. Terminaba diciendo que regresaría dentro de dos días.
Su plan cambió en el acto.
Dos días a solas le brindaban una excelente oportunidad.
Pasó por delante de un armero con rifles de caza. Rowland era un amante de los bosques. Comprobó un par de escopetas y rifles. A él también le gustaba cazar, sólo que sus piezas caminaban erguidas sobre dos patas.
Entró en la cocina y abrió la nevera. En la puerta, exactamente allí donde indicaba el informe, había cuatro viales de insulina. Examinó cada uno de ellos con las manos enfundadas en guantes. Llenos, el sello de plástico intacto a excepción del que estaba siendo utilizado.
Llevó el vial al fregadero y se sacó una jeringuilla vacía del bolsillo. Tras perforar el sello de goma con la aguja, tiró del émbolo, extrajo el medicamento y a continuación vertió el líquido por el desagüe. Repitió el proceso dos veces más hasta vaciar el vial. De otro bolsillo sacó un frasco de solución salina. Llenó la jeringa e inyectó su contenido, repitiendo la operación hasta que el vial volvió a estar lleno hasta sus tres cuartas partes.
Aclaró la pila y devolvió el vial manipulado a la nevera. A las ocho horas a partir de ese instante, cuando se pusiera la inyección, Herbert Rowland no notaría gran cosa. Pero el alcohol y la diabetes no hacían buenas migas. Un exceso de alcohol y una diabetes sin tratar eran mortales. Al cabo de unas pocas horas Rowland entraría en estado de shock y por la mañana habría muerto.
Lo único que Smith tendría que hacer era estar alerta.
Oyó un motor y corrió a la ventana.
Un hombre y una mujer se bajaron de un Chrysler.
Dorothea estaba preocupada: Wilkerson llevaba mucho tiempo fuera. Había dicho que iba a buscar una pastelería para comprar algo dulce, pero de eso hacía ya casi dos horas.
El teléfono de la habitación sonó y la sobresaltó. Nadie sabía que estaba allí, salvo…
Lo cogió.
—Dorothea —dijo Wilkerson—, escúchame. Me han seguido, pero he logrado darles esquinazo.
—¿Cómo nos han encontrado?
—Ni idea, pero conseguí volver al hotel y vi a unos hombres fuera. No uses el móvil, se puede rastrear. Entre nosotros es una práctica habitual.
—¿Estás seguro de que te has librado de ellos?
—Cogí el metro. Ahora es a ti a quien controlan porque piensan que puedes llevarlos hasta mí.
Ella comenzó a urdir un plan.
—Aguanta unas horas y coge el metro hasta la Hauptbahnhof. Espera cerca de la oficina de información y turismo. Estaré allí a las seis.
—¿Cómo vas a salir del hotel? —inquirió él.
—Teniendo en cuenta lo que frecuenta mi familia este sitio, seguro que el conserje hace lo que yo le pida.
Stephanie y Edwin Davis bajaron del coche. Habían viajado de Atlanta a Charlotte, casi unos cuatrocientos kilómetros, todo carretera interestatal, en algo menos de tres horas. Davis había averiguado dónde vivía Herbert Rowland, capitán de corbeta retirado, por los archivos de la Marina, y Google le había indicado cómo llegar.
La casa se hallaba al norte de Charlotte, junto al lago Eagles, el cual, a juzgar por su tamaño y su forma irregular, parecía artificial. La orilla era empinada, arbolada y pedregosa. No había muchas construcciones. La casa de Rowland, de madera y con el tejado a cuatro aguas, estaba a cuatrocientos metros de la carretera, entre pelados árboles de hoja caduca y verdes álamos, y disfrutaba de excelentes vistas.
Stephanie no estaba nada segura de todo aquello y había expresado sus preocupaciones durante el trayecto, sugiriendo poner al corriente a la policía.
Pero Davis se había negado.
—Esto no es una buena idea —insistió ella.
—Stephanie, si acudiera al FBI o al sheriff de aquí y les contara lo que sospecho me dirían que estoy loco. Y ¿quién sabe? Tal vez lo esté.
—Que Zachary Alexander muriera anoche no es ninguna fantasía.
—Pero tampoco es un asesinato que se pueda demostrar. Habían sabido por el servicio secreto de Jacksonville que no se habían encontrado pruebas de que hubiera sido un crimen.
Ella se fijó en que no había ningún coche aparcado allí.
—Da la impresión de que no hay nadie.
Davis cerró de un portazo.
—Sólo hay una forma de averiguarlo.
Stephanie lo siguió hasta el porche y él aporreó la puerta principal. Nada. Probó de nuevo. Al cabo de unos momentos más de silencio, Davis echó mano del pomo.
Abrió.
—Edwin… —empezó ella, pero Davis ya había entrado.
Stephanie se quedó esperando en el porche.
—Esto es un delito grave.
Él se volvió.
—Pues quédate ahí fuera pasando frío. No te estoy pidiendo que infrinjas la ley.
Stephanie sabía que alguien tenía que pensar con la cabeza, de manera que entró.
—Tengo que estar mal de la chaveta para meterme en esto.
Él sonrió.
—Malone me contó que eso mismo te dijo él el año pasado en Francia.
Ella no lo sabía.
—¿De veras? Y ¿qué más dijo Cotton?
Davis no contestó, sino que se dispuso a investigar. A Stephanie la decoración le hizo pensar en las tiendas Pottery Barn: sillas con el respaldo de tablillas, un sofá por módulos, alfombras de yute sobre un piso de madera noble descolorida. Todo estaba muy ordenado. Las paredes y las mesas, repletas de fotografías enmarcadas. Todo indicaba que a Rowland le iba la caza y la pesca. Había animales salpicando las paredes, mezclados con más retratos de lo que probablemente fuesen hijos y nietos. Ante un sofá modular se extendía una terraza de madera; desde allí se veía la orilla más alejada del lago. La casa parecía erigida en el recodo de una cala.
Davis seguía concentrado en su búsqueda y abría cajones y armarios.
—¿Qué haces? —se interesó ella.
Él entró en la cocina.
—Intento formarme una idea de las cosas.
Stephanie lo oyó abrir el frigorífico.
—La nevera dice mucho de uno —afirmó Davis.
—¿Ah, sí? Y ¿qué te dijo la mía?
Davis la había abierto antes de que se fueran para beber algo.
—Que no cocinas. Me recordó a la facultad: no había gran cosa.
Ella sonrió.
—Y ¿qué te dice ésta?
Él señaló un lugar y repuso:
—Que Herbert Rowland es diabético.
Stephanie reparó en los viales con el nombre de Rowland que decían «Insulina».
—No te habrás herniado.
—Y que le gusta el whisky bien frío. Maker’s Mark. Es bueno.
En la parte de arriba había tres botellas.
—¿Bebes? —inquirió ella.
Davis cerró la puerta del refrigerador.
—Me gusta beber un trago de Macallan de sesenta años de vez en cuando.
—Tenemos que irnos —advirtió ella.
—Esto es por el bien de Rowland. Alguien va a matarlo de la forma que menos se espera. Hemos de revisar las otras habitaciones.
Stephanie, que seguía sin estar convencida, volvió al cuarto de estar, del que salían tres puertas. Debajo de una de ellas vio algo, una luz cambiante, sombras, como si alguien acabara de pasar por delante al otro lado.
En su cabeza sonaron las alarmas.
Metió la mano bajo el abrigo y sacó el arma reglamentaria de Magellan Billet: una Beretta. Davis la vio.
—¿Has venido armada?
Ella levantó el dedo índice para decirle que se callara y señaló la puerta.
«Tenemos visita», dijo moviendo mudamente los labios.
Charlie Smith había estado intentando escuchar. Los dos intrusos habían irrumpido en la casa con descaro, obligándolo a refugiarse en el dormitorio, donde había cerrado la puerta y permanecido cerca de ella. Cuando el hombre dijo que quería comprobar el resto de las habitaciones, Smith supo que estaba en apuros. No iba armado. Sólo llevaba una arma cuando era absolutamente necesario, y como había ido en avión de Virginia a Florida, eso había resultado imposible. Además, las armas eran una mala manera de matar discretamente: llamaban demasiado la atención, dejaban pruebas y planteaban interrogantes.
Allí no debería haber nadie. El informe especificaba que Herbert Rowland trabajaba como voluntario en la biblioteca local todos los miércoles hasta las cinco de la tarde. Aún quedaban horas para que regresara. Y su mujer se había ido. Había captado retazos de la conversación, que parecía más personal que profesional; la mujer estaba claramente nerviosa. Sin embargo, después había oído: «¿Has venido armada?».
Tenía que marcharse, pero no era posible. En las paredes de fuera del dormitorio se abrían cuatro ventanas, pero escapar por ellas no era viable.
La habitación incluía un cuarto de baño y dos armarios. Tenía que hacer algo de prisa.
Stephanie abrió la puerta del dormitorio. La enorme cama estaba hecha, todo ordenado, como el resto de la casa. La puerta del baño permanecía abierta, y la luz que entraba por las cuatro ventanas iluminaba vivamente la alfombra bereber que vestía la estancia. Fuera, la brisa agitaba los árboles y unas sombras negras bailoteaban en el suelo.
—¿Y los fantasmas? —preguntó Davis.
Ella bajó la pistola.
—Falsa alarma.
Entonces algo llamó su atención.
Las puertas de uno de los armarios eran correderas, el de la señora Rowland, a todas luces, con ropa de mujer colgada sin orden ni concierto. El otro armario era más pequeño, con la puerta de madera y con bisagras. Stephanie no podía ver su interior, pues formaba un ángulo recto en un corto pasillo que llevaba al cuarto de baño. La puerta estaba abierta, y la cara interior era visible desde donde ella se encontraba. Una percha de plástico colgada del pomo de dentro se movió, ligerísimamente, de lado a lado.
No mucho, pero lo suficiente.
—¿De qué se trata? —preguntó Davis.
—Tienes razón —contestó ella—. Aquí no hay nada. Sólo son los nervios por estar cometiendo un allanamiento.
Vio que Davis no se había dado cuenta, o en todo caso estaba disimulando.
—¿Podemos irnos ya? —inquirió ella.
—Claro. Creo que hemos visto bastante.
Wilkerson estaba aterrorizado.
El tipo de la acera lo había obligado a llamar a Dorothea a punta de pistola, le había ordenado exactamente qué decir. El cañón de una automática de nueve milímetros lo apuntaba a la sien izquierda, y el hombre le había advertido que cualquier cambio en el guión le haría apretar el gatillo.
Pero él había hecho exactamente lo que le había dicho.
Después había cruzado Munich en la parte trasera de un Mercedes cupé, con las manos esposadas a la espalda y su secuestrador al volante. Se entretuvieron un rato, su captor lo dejó solo en el coche mientras hablaba fuera por un móvil.
Habían transcurrido varias horas.
Dorothea llegaría a la estación de tren dentro de poco, pero ellos no estaban ni medianamente cerca de allí. A decir verdad, se alejaban del centro en dirección sur, salían de la ciudad para dirigirse hacia Garmisch y los Alpes, a unos cien kilómetros.
—¿Y si me dice una cosa? —le preguntó al conductor.
El hombre no respondió.
—Ya que no va a revelarme para quién trabaja, ¿por qué no me dice cómo se llama? ¿O también es un secreto?
Le habían enseñado que suscitar el interés de los captores era el primer paso para averiguar cosas sobre ellos. El Mercedes torció a la derecha, entró en una vía de acceso a la Autobahn, aceleró y se incorporó a la autopista.
—Me llamo Ulrich Henn —contestó el hombre al cabo.