Munich, Alemania
13:00 horas
Wilkerson había dormido bien, satisfecho con cómo se había conducido en la cabaña y después con Dorothea. Tener acceso a dinero, pocas responsabilidades y una mujer bonita no eran malos sustitutos de ser almirante.
Naturalmente, siempre y cuando siguiera con vida.
Para preparar esa misión había investigado a conciencia a la familia Oberhauser: miles de millones en activos, y no vivían de las rentas, la suya era una fortuna que se había mantenido a lo largo de siglos de agitación política. ¿Oportunistas? Seguro. Su blasón parecía explicarlo todo: un perro con una rata en la boca dentro de un caldero rematado por una corona. Cuántas contradicciones. Más o menos, como la propia familia. Pero ¿cómo si no habrían sobrevivido?
Sin embargo, el tiempo había pasado factura. Dorothea y su hermana eran los únicos Oberhauser que quedaban.
Dos mujeres guapas, crispadas. Rozaban la cincuentena y eran iguales físicamente, aunque hacían todo lo posible por ser distintas. Dorothea había tirado por la rama empresarial y participaba activamente con su madre en los negocios familiares. Contrajo matrimonio cuando tenía poco más de veinte años y engendró un hijo, pero éste había muerto cinco años antes, una semana después de cumplir la veintena, en un accidente de tráfico. Según los informes, ella había cambiado después de la tragedia. Se había endurecido y era presa de una gran ansiedad y de un humor impredecible. Pegarle un tiro a un hombre con una escopeta, como había hecho la noche anterior, y después hacer el amor con desenfreno era buena prueba de esa dicotomía.
A Christl nunca le habían interesado los negocios, como tampoco el matrimonio o los hijos. Él sólo la había visto una vez, en un acto público al que asistieron Dorothea y su marido, cuando él estableció contacto. Era modesta, una estudiosa como su padre y su abuelo, volcada en las rarezas, y que rumiaba las infinitas posibilidades de la leyenda y el mito. La tesis de sus dos másteres había versado sobre oscuras relaciones entre míticas civilizaciones de la Antigüedad —como la Atlántida, según había descubierto él después de leer las dos— y culturas en vías de desarrollo. Todo ello, fantasía. Sin embargo, a los varones Oberhauser les fascinaban tamañas ridiculeces, y Christl parecía haber heredado su curiosidad. Ya no estaba en edad de tener hijos, así que él se preguntó qué sucedería cuando muriera Isabel oberhauser. Dos mujeres que no se llevaban bien —ninguna de las cuales podía dejar tras de sí herederos consanguíneos— lo heredarían todo.
Un escenario fascinante con un sinfín de posibilidades.
Estaba fuera, pasando frío, no muy lejos del hotel, un establecimiento magnífico que satisfaría los caprichos de cualquier rey. Dorothea había llamado la noche anterior desde el coche para hablar con el conserje, y cuando llegaron les esperaba una suite.
La soleada Marienplatz, la plaza por la que ahora paseaba, estaba repleta de turistas. Un extraño silencio se cernía sobre ella, interrumpido únicamente por un arrastrar de pies y un murmullo de voces. A la vista quedaban grandes almacenes, cafés, el mercado central, un palacio real e iglesias. El imponente Rathaus dominaba uno de sus lados, la magnífica fachada rebosante de detalles y oscurecida por los siglos. Había evitado a propósito la zona de los museos y se había encaminado hacia una de las diversas confiterías que gozaban de una gran actividad. Tenía hambre, y le encantaría probar unos pasteles de chocolate.
Puestos decorados con fragantes ramas de pino moteaban la plaza, parte del mercado navideño de la ciudad, que se perdía de vista por la bulliciosa arteria principal del casco antiguo. Wilkerson había oído que millones de personas acudían cada año durante las festividades, pero dudaba que Dorothea y él tuvieran tiempo para visitarlo. Ella tenía una misión, y él también, lo que le hizo pensar en el trabajo. Tenía que hablar con Berlín y dejar sentir su presencia por el bien de sus empleados. Así que sacó el móvil y marcó.
—Capitán Wilkerson —lo saludó su subordinado al cogerlo—. Me han ordenado pasar sus llamadas directamente al capitán Bishop.
Antes de que pudiera preguntar la razón, oyó la voz de su segundo.
—Capitán, debo preguntarle dónde está.
Wilkerson se puso en guardia inmediatamente. Bryan Bishop nunca lo llamaba «capitán», a menos que hubiese alguien escuchando.
—¿Cuál es el problema? —inquirió él.
—Señor, esta llamada está siendo grabada. Ha sido relevado de sus funciones y declarado amenaza para la seguridad de nivel 3. Tenemos órdenes de localizarlo y arrestarlo.
Él controló sus emociones.
—¿Quién ha cursado esas órdenes?
—Vienen del despacho del jefe. Las ha dictado el capitán Hovey y las firma el almirante Ramsey.
Había sido él quien había recomendado el ascenso de Bishop a capitán de fragata. Era un oficial dócil que obedecía las órdenes con celo, sin cuestionarlas. Bueno en su momento, malo ahora.
—¿Se me busca? —quiso saber. Y en ese mismo instante lo asaltó un temor y colgó antes de oír la respuesta.
Se quedó mirando el aparato: esos chismes llevaban incorporado un localizador por GPS para casos de emergencia. Mierda. Así era como habían dado con él la noche anterior. No había usado la cabeza. Claro que antes de que lo atacaran tampoco sabía que fuera un blanco. Después había estado nervioso, y Ramsey, el muy hijo de puta, lo había arrullado con el objeto de ganar tiempo para enviar tras él a otro equipo.
Su padre estaba en lo cierto: no hay ni uno solo de fiar.
De pronto una ciudad con una extensión de casi doscientos kilómetros cuadrados y millones de habitantes pasó de ser un refugio a una cárcel. Echó un vistazo a la gente envuelta en gruesos abrigos, que caminaba en todas las direcciones.
Y dejaron de apetecerle los pasteles.
Ramsey salió del National Mall y se dirigió al centro de Washington, cerca de Dupont Circle. Por regla general, se servía de Charlie Smith para los cometidos especiales, pero en ese momento era imposible. Por suerte podía recurrir a diversos elementos, todos ellos capaces a su manera. Tenía fama de pagar bien y con prontitud, algo que sin duda ayudaba cuando quería que las cosas se hicieran rápidamente.
Él no era el único almirante que aspiraba al puesto de David Sylvian. Sabía de al menos cinco más que a buen seguro estarían llamando a congresistas en cuanto se enterasen de que Sylvian había muerto. En el plazo de unos días se presentarían los debidos respetos y se enterraría al hombre, pero el sucesor de Sylvian sería elegido en las próximas horas, ya que puestos tan elevados en la cadena de mando del Ejército no permanecían mucho tiempo vacantes.
Debería haber intuido que Aatos Kane sería un problema. El senador se las sabía todas, conocía el terreno que pisaba, pero la experiencia entrañaba responsabilidades. Hombres como Kane contaban con que sus adversarios no tenían ni las agallas ni los medios para explotar esas responsabilidades.
Él no sufría de ninguna de esas carencias.
Consiguió aparcar gracias a que un coche salió en ese momento. Al menos, algo iba bien ese día. Introdujo setenta y cinco centavos en el parquímetro y fue andando bajo aquel frío hasta Capitol Maps.
Una tienda interesante.
Nada salvo mapas de todos los rincones del mundo, incluida una impresionante colección de libros de viajes y guías turísticas. Ese día, Ramsey no iba en busca de material cartográfico; quería hablar con la propietaria.
Entró y la vio hablando con un cliente.
Ella se percató de su presencia, pero nada en su semblante reveló que lo conocía. Él supuso que las considerables sumas que le había pagado a lo largo de los años a cambio de sus servicios habían contribuido a financiar el establecimiento, pero nunca habían hablado del tema. Una de sus regláis: los asalariados eran herramientas y recibían el mismo tratamiento que un martillo, una sierra o un destornillador. Se usaban y se apartaban. La mayoría de la gente a la que contrataba comprendía esa regla. En caso contrario, no volvía a llamarla.
La dueña de la tienda terminó de hablar con el cliente y se aproximó a él como si tal cosa.
—¿Busca algún mapa en concreto? Tenemos una amplia variedad.
Él echó una ojeada.
—Muy cierto. Y me alegro, porque hoy necesito mucha ayuda.
Wilkerson se percató de que lo seguían. Un hombre y una mujer, unos treinta metros más atrás, probablemente debido a su llamada a Berlín. No se habían acercado, lo que significaba que querían a Dorothea y esperaban que él los llevara hasta ella, o que lo estaban empujando hacia algún sitio.
Ninguna de esas dos perspectivas era agradable.
Se abrió paso a codazos entre un denso grupo de compradores de mediodía sin tener idea de cuántos adversarios más le estarían aguardando más adelante. ¿Amenaza para la seguridad de nivel 3? Eso significaba que para contenerlo emplearían toda la fuerza que fuera necesaria, incluida la mortífera. Peor aún, habían dispuesto de horas para prepararse. Sabía que la operación Oberhauser era importante —más personal que profesional—, y Ramsey tenía la conciencia de un verdugo. Si se sentía amenazado, reaccionaba. Y en ese momento sin duda parecía sentirse amenazado.
Echó a andar a buen paso.
Debía llamar a Dorothea para avisarla, pero le molestaba que la noche anterior se hubiera entrometido cuando él hablaba con Ramsey. Ése era su problema, y podía encargarse. Por lo menos no lo había reprendido por haberse equivocado en lo tocante a Ramsey. No, lo había llevado a un lujoso hotel de Múnich y lo había complacido. Llamarla quizá hiciera necesario que él explicara cómo los habían localizado, una conversación que le gustaría evitar.
A unos cincuenta metros, el compacto nudo de calles peatonales del casco antiguo terminaba en un bullicioso bulevar lleno de coches y edificios con la fachada amarilla que se daban un aire mediterráneo.
Volvió la cabeza.
Los que lo seguían estaban salvando la distancia que los separaba.
Miró a izquierda y derecha y luego al otro lado del estruendoso ajetreo. Había una parada de taxis en la acera de enfrente del bulevar, los taxistas estaban apoyados fuera, a la espera de clientes. En medio, seis carriles de caos, el ruido tan elevado como sus pulsaciones.
Los coches empezaron a acumularse cuando los semáforos de la izquierda se pusieron en rojo.
Por la derecha, en el carril central, se aproximó un autobús.
Por los carriles interiores y exteriores, el tráfico aminoraba la marcha.
El nerviosismo dio paso al miedo. No tenía elección. Ramsey lo quería muerto, y dado que sabía qué le esperaba con los dos perseguidores que le iban a la zaga, decidió arriesgarse con el bulevar.
Salió disparado cuando un conductor al parecer lo vio y frenó.
Calculó el siguiente movimiento a la perfección y se plantó en el carril central justo cuando los semáforos se ponían en rojo y el autobús comenzaba a detenerse para entrar en la intersección. Llegó al carril de fuera, que por suerte permaneció tranquilo unos instantes, y se vio en la herbosa mediana.
El autobús paró, impidiendo toda visibilidad desde la acera. Los cláxones y los chirridos, como una pelea de gansos y búhos, le brindaron su oportunidad. Había ganado unos segundos preciosos, así que decidió no desperdiciar ni uno solo. Atravesó a la carrera los tres carriles que tenía delante, desocupados gracias al semáforo, y subió al primer taxi al tiempo que ordenaba al conductor en alemán: «Arranque».
El hombre se puso al volante y Wilkerson se agazapó cuando el vehículo salía.
Miró por la ventanilla.
El semáforo cambió a verde y un bloque de vehículos salió como una flecha. El hombre y la mujer avanzaron por la mitad despejada del bulevar, pero no pudieron cruzarlo entero gracias al torrente de coches que se acercaba a él a toda velocidad.
Sus dos perseguidores escudriñaron el lugar.
Wilkerson sonrió.
—¿Adónde vamos? —preguntó en alemán el taxista.
Él decidió hacer otra jugada inteligente.
—Avance unas manzanas y deténgase.
Cuando el taxi se aproximó al bordillo, le dio al taxista diez euros y se bajó de un salto. Vio un letrero del metro y descendió corriendo la escalera, sacó un billete y se dirigió al andén.
El tren llegó y subió a un vagón que casi estaba lleno. Se sentó y encendió el móvil, en cuya pantalla apareció un elemento especial. Introdujo un código numérico y la pantalla le preguntó: «¿Borrar todo?». Él presionó «Sí». Al igual que su segunda esposa, que no lo oyó la primera vez, el teléfono quiso saber: «¿Está usted seguro?». Él volvió a pulsar «Sí».
Ahora la memoria estaba borrada.
Wilkerson se inclinó, en apariencia para subirse los calcetines, y dejó el teléfono bajo el asiento. El tren llegó a la siguiente parada. Él salió, pero el teléfono continuó el viaje. Eso mantendría ocupado a Ramsey.
Subió a la superficie, satisfecho de haber escapado. Tenía que ponerse en contacto con Dorothea, pero debía ser cuidadoso. Si a él lo estaban vigilando, a ella también.
Salió a la soleada tarde y se orientó. No estaba lejos del río ni del Deutsches Museum. Ante él se extendía otra calle concurrida y una acera abarrotada.
De repente un hombre se situó a su lado.
—Bitte, Herr Wilkerson —le dijo en alemán—. Suba a ese coche de ahí, junto al bordillo.
Él se quedó helado.
El hombre llevaba un largo abrigo de lana y tenía ambas manos en los bolsillos.
—No me gustaría tener que hacerlo —añadió—, pero le pegaré un tiro aquí mismo si es necesario.
Los ojos de Wilkerson bajaron hasta el bolsillo del abrigo del desconocido.
El estómago se le revolvió. Era imposible que la gente de Ramsey lo hubiese seguido, pero se había concentrado de tal modo en ellos que no había reparado en nadie más.
—No es usted de Berlín, ¿verdad? —quiso saber él.
—Nein. No tengo nada que ver.