TREINTA Y DOS

Washington, D. C.

8:10 horas

Ramsey estaba pletórico de energía. Había consultado en sitios web de medios de comunicación noticias sobre Jacksonville, Florida, y lo satisfizo ver una sobre un funesto incendio acaecido en la casa de Zachary Alexander, capitán de la Marina retirado. No había nada fuera de lo normal en la deflagración, e informes preliminares atribuían su causa a un cortocircuito ocasionado por una instalación eléctrica defectuosa. Era evidente que el día anterior Charlie Smith había creado dos obras maestras. A ver si ese día resultaba igual de productivo.

La mañana era fría y soleada, típica de esa zona del Atlántico medio. Ramsey daba un paseo por el Malí, cerca del Instituto Smithsonian, con el Capitolio, de un blanco resplandeciente, claramente visible en lo alto de la colina. Le encantaban los días fríos de invierno. Con la Navidad a tan sólo trece días y sin reuniones del Congreso, los asuntos gubernamentales se habían ralentizado, todo quedaba a la espera del nuevo año y el inicio de otra temporada legislativa.

Era una época de calma informativa, lo que probablemente explicara la amplia cobertura que estaba recibiendo en los medios la muerte del almirante Sylvian. Las recientes críticas de Daniels de la Junta de Jefes habían vuelto más oportuna la inoportuna muerte. Ramsey había escuchado risueño los comentarios del presidente, a sabiendas de que nadie en el Congreso se empeñaría en cambiar el organismo. Ciertamente la Junta de Jefes no mandaba mucho, pero cuando hablaba, la gente escuchaba. Lo que probablemente explicase, más que cualquier otra cosa, el resentimiento de la Casa Blanca. Sobre todo el de Daniels, un caso perdido que se aproximaba al clímax de su carrera política.

Delante de él vio a un hombre bajo y atildado con un ceñido abrigo de cachemir, el pálido rostro de querubín enrojecido por el frío. Bien afeitado, tenía el oscuro cabello erizado y muy corto. Pateaba el suelo, aparentemente para librarse del frío. Ramsey consultó el reloj y calculó que el enviado llevaba esperando al menos quince minutos.

Se acercó a él.

—Almirante, ¿sabe el puto frío que hace aquí?

—Dos bajo cero.

—Y ¿no podía haber sido puntual?

—Si hubiera hecho falta, lo habría sido.

—No estoy de humor para aguantar abusos de autoridad, no tengo ninguna gana.

Cuán interesante resultaba constatar cómo ser jefe de gabinete de un senador norteamericano confería tanto valor. Se preguntó si Aatos Kane le habría dicho a su acólito que fuera un capullo o si aquello era una improvisación.

—He venido porque el senador aseguró que tenía usted algo que decir.

—¿Todavía quiere ser presidente?

Todos los contactos anteriores que Ramsey había establecido con Kane se habían realizado a través de ese enlace.

—Lo quiere. Y lo será.

—Lo dice con la confianza de un empleado que se agarra con fuerza a los faldones de su jefe.

—Todo tiburón tiene su rémora.

Él sonrió.

—Muy cierto.

—¿Qué es lo que quiere, almirante?

Lo ofendió la altanería del mequetrefe. Era hora de poner a aquel joven en su sitio.

—Que cierre el pico y escuche.

Ramsey se fijó en sus ojos, que lo escrutaban con la mirada de un profesional de la política.

—Cuando Kane se encontraba en apuros, pidió ayuda y yo le di lo que quería. Sin más, sin hacer preguntas.

Esperó un instante antes de continuar, ya que tres hombres pasaron por su lado a toda prisa.

—Debería añadir —prosiguió— que infringí infinidad de leyes, cosa que, estoy seguro, le traerá completamente sin cuidado.

Su interlocutor no tenía edad, sabiduría ni riqueza, pero era ambicioso y comprendía el valor de los favores políticos.

—El senador es consciente de lo que usted hizo, almirante. Sin embargo, como bien sabe, no estábamos al tanto del alcance de lo que se proponía.

—Ni tampoco rechazaron los beneficios que se cosecharon.

—Cierto. ¿Qué es lo que quiere ahora?

—Quiero que Kane le diga al presidente que soy el hombre indicado para entrar en la Junta de Jefes de Estado Mayor. Cubriendo el puesto de Sylvian.

—Y ¿cree que el presidente no puede decirle que no al senador?

—No sin que ello acarree graves consecuencias.

El nervioso rostro que lo miraba se iluminó con una sonrisa fugaz.

—Eso no va a pasar. ¿Había oído bien?

—El senador supuso que querría eso. Es probable que el cuerpo de Sylvian ni siquiera se hubiese enfriado cuando llamó usted antes. —El joven titubeó—. Lo que nos da que pensar.

Ramsey vio recelo en los observadores ojos del hombre.

—Después de todo, como usted dice, nos prestó un servicio una vez, punto.

Él pasó por alto las insinuaciones y preguntó:

—¿Cómo que «eso no va a pasar»?

—Es usted demasiado polémico, se parece mucho a un pararrayos. Hay demasiadas personas en la Marina a las que no les cae bien o que no se fían de usted. Respaldar su nombramiento tendría repercusiones. Y, como ya he mencionado, queremos presentar la candidatura a la Casa Blanca, empezar a principios del año que viene.

Ramsey cayó en la cuenta de que había dado comienzo el clásico baile de la Casa Blanca, una famosa danza en la que eran expertos políticos como Aatos Kane. Todos los entendidos coincidían: la carrera de Kane hacia la presidencia parecía factible. A decir verdad, era el líder de su partido, apenas tenía competencia. Ramsey sabía que el senador había estado recabando apoyo sin meter ruido, y sus partidarios ascendían a millones. Kane era un hombre afable, encantador, que se sentía a sus anchas ante una multitud y una cámara. No era ni conservador a ultranza ni liberal, sino una mezcla que a la prensa le encantaba calificar de «moderada». Estaba casado con la misma mujer desde hacía treinta años y nunca lo había salpicado el escándalo. Casi era demasiado perfecto. Salvo, naturalmente, por aquel favor que necesitó en su día.

—Bonita manera de darles las gracias a sus amigos —observó Ramsey.

—¿Quién ha dicho que sea usted amigo nuestro?

El hastío arrugó su frente, si bien se apresuró a disimularlo. Debería haberlo visto venir: arrogancia. El mal más común que aquejaba a los políticos viejos.

—No, tiene razón. Ha sido muy impertinente por mi parte.

El otro perdió su mirada imperturbable.

—Seamos claros, almirante. El senador Kane le agradece lo que hizo. Habríamos preferido que se hiciera de otra forma, pero así y todo, aprecia el gesto. Sin embargo, él le devolvió el favor cuando impidió que la Marina lo trasladara. No una vez, sino dos. Y entramos a degüello. Es lo que usted quería y se lo dimos. Aatos Kane no es de su propiedad. Ni ahora ni nunca. Lo que pide es imposible. Antes de dos meses se anunciará la candidatura del senador a la Casa Blanca. Usted debería retirarse, hágalo, disfrute de un merecido descanso.

Ramsey reprimió toda actitud defensiva y se limitó a asentir.

—Y una cosa más. Al senador le molestó que llamara usted esta mañana exigiendo esta cita. Me ha enviado para que le diga que esta relación se ha terminado. Nada de visitas ni de llamadas. Ahora tengo que irme.

—Claro. No lo entretendré.

—Mire, almirante, sé que está cabreado, yo también lo estaría, pero no va a formar parte de la Junta de Jefes. Retírese. Entre de analista en la Fox y dígale al mundo que somos una panda de idiotas. Disfrute de la vida.

Él no contestó, sino que se limitó a mirar cómo se alejaba el muy capullo, sin duda orgulloso de su estelar actuación, impaciente por informar de cómo había puesto en su sitio al jefe de los servicios de inteligencia de la Marina.

Se dirigió a un banco vacío y tomó asiento.

El frío de las tablillas le atravesó el abrigo.

El senador Aatos Kane no sabía de la misa la mitad. Y su jefe de gabinete tampoco.

Pero ambos estaban a punto de enterarse.