TREINTA Y UNO

Aquisgrán, Alemania

11:00 horas

Malone notó que el tren aminoraba la marcha al entrar en las afueras de Aquisgrán. Aunque sus preocupaciones de la noche anterior ya no tenían la misma magnitud, se preguntó qué hacía allí. Christl Falk iba sentada a su lado, pero el trayecto, en dirección norte desde Garmisch, había durado unas tres horas y apenas habían hablado.

Su ropa y artículos de aseo del Posthotel le estaban esperando cuando despertó en Reichshoffen. Una nota explicaba que Ulrich Henn había ido por ellos durante la noche. Había dormido entre unas sábanas que olían a trébol y después se había duchado, afeitado y cambiado. Naturalmente, sólo había llevado consigo un par de camisas y pantalones de Dinamarca, con la idea de no estar fuera más de un día, dos a lo sumo. Ahora ya no estaba tan seguro.

Isabel lo esperaba abajo, y él informó a la matriarca de los Obérhauser de que había decidido ayudarla. ¿Qué otra elección tenía? Quería saber qué había sido de su padre y también quién intentaba matarlo. Apartarse no conduciría a nada, y la anciana había dejado una cosa clara: ellas tenían datos que él desconocía.

—Hace mil doscientos años éste era el centro del mundo secular —explicó Christl—. La capital del reciente Imperio del norte, lo que doscientos años después se llamó el Sacro Imperio romano.

Malone sonrió.

—Que ni era sacro ni romano ni tampoco un imperio.

Ella afirmó con la cabeza.

—Cierto. Pero Carlomagno era bastante progre. Un hombre con gran energía que fundó universidades, sentó principios legales que acabaron forjando el derecho consuetudinario, organizó el gobierno e impulsó un nacionalismo que inspiró la creación de Europa. Llevo años estudiándolo. Pareció tomar todas las decisiones adecuadas. Gobernó durante cuarenta y siete años y vivió hasta los setenta y cuatro en una época en que los reyes apenas se mantenían cinco años en el poder y morían a los treinta.

—Y ¿cree que todo eso sucedió porque contaba con ayuda?

—Comía con moderación y bebía con mesura, y ello en un período en que la glotonería y la embriaguez estaban a la orden del día. Montaba a caballo, cazaba y nadaba a diario. Uno de los motivos por los que escogió Aquisgrán como su capital fueron las aguas termales, que utilizaba religiosamente.

—Así que los santos le dieron clases de dieta, higiene y ejercicio, ¿no?

Malone vio que Christl captaba el sarcasmo.

—Ante todo, era un guerrero —respondió ella—. Todo su reinado estuvo marcado por la conquista. Sin embargo, adoptaba un enfoque disciplinado de la guerra. Solía planear una campaña durante al menos un año, estudiaba a sus rivales. También dirigía batallas, en lugar de tomar parte en ellas.

—Y era brutal como ninguno. En Verden ordenó decapitar a cuatro mil quinientos sajones maniatados.

—No se sabe a ciencia cierta —objetó Christl—. Nunca se encontró ninguna prueba arqueológica que sustentara esa supuesta masacre. La fuente original de la historia pudo emplear erróneamente la palabra decollaban, «decapitación», cuando en realidad quería decir delocabat, «exilio».

—Sabe de historia. Y latín.

—Esto no tiene nada que ver con lo que yo crea o deje de creer. El cronista fue Eginardo. Él fue quien hizo esas observaciones.

—Suponiendo, claro está, que sus escritos sean auténticos.

El tren avanzaba con lentitud.

Malone seguía pensando en el día anterior y en lo que había bajo Reichshoffen.

—¿Opina su hermana lo mismo que usted con respecto a los nazis y lo que le hicieron a su abuelo?

—A Dorothea eso le trae sin cuidado. La familia y la historia no son importantes para ella.

—¿Qué lo es?

—Su persona.

—Es curioso que dos gemelas se lleven tan mal.

—No hay ninguna regla que diga que debamos estar unidas. De pequeña supe que Dorothea era un problema.

Malone necesitaba ahondar en esas diferencias.

—Su madre parece tener una favorita.

—Yo no lo daría por sentado.

—La envió a usted a verme a mí.

—Cierto. Pero antes ayudó a Dorothea.

El tren se detuvo.

—¿Le importaría explicarme eso?

—Ella fue quien le dio el libro de la tumba de Carlomagno.

Dorothea terminó de inspeccionar las cajas que Wilkerson había rescatado de Füssen. El librero había hecho un buen trabajo. Después de la guerra los aliados se incautaron de muchos de los archivos de la Ahnenerbe, así que ella estaba asombrada de que se hubiera encontrado tanto material. Sin embargo, incluso después de haberse pasado las últimas horas leyendo, la Ahnenerbe seguía siendo un misterio. Los historiadores no se habían dedicado a su estudio hasta hacía unos años, los escasos libros que se habían escrito sobre el tema se centraban principalmente en sus fracasos.

Esas cajas hablaban de éxito.

Se habían realizado expediciones a Suecia para recuperar petroglifos, y a Oriente Próximo, donde estudiaron las luchas de poder intestinas del Imperio romano, las cuales, para la Ahnenerbe, se libraron entre pueblos nórdicos y semitas. El propio Göring había financiado ese viaje. En Damasco, los sirios los recibieron como aliados para luchar contra la creciente población judía. En Irán, sus investigadores visitaron ruinas persas, así como Babilonia, donde quedaron maravillados al intuir una posible conexión aria. En Finlandia estudiaron antiguos cantos paganos. Baviera les ofreció pinturas rupestres y pruebas de la existencia de cromañones, los cuales, para la Ahnenerbe, eran arios sin lugar a dudas. Se analizaron más pinturas rupestres en Francia, donde, como observó un comentarista, «Himmler y muchos otros nazis soñaron con hallarse bajo el oscuro amparo de los antepasados».

Asia, sin embargo, despertó auténtica fascinación.

La Ahnenerbe creía que los primeros arios habían conquistado gran parte de China y Japón, y que el propio Buda era un descendiente ario. Una importante expedición al Tíbet proporcionó miles de fotografías, moldes de cabezas y medidas de cuerpos, además de animales exóticos y especímenes de plantas, todo ello recogido con la esperanza de demostrar su ascendencia. Viajes adicionales a Bolivia, Ucrania, Irán, Islandia y las islas Canarias no llegaron a hacerse realidad, aunque se detallaban elaborados planes para cada uno de ellos.

Los archivos también especificaban que, a medida que fue avanzando la contienda, las competencias de la Ahnenerbe aumentaron. Después de que Himmler ordenó la arianización de la conquistada Crimea, a la Ahnenerbe le fue encargada la réplica de bosques alemanes y la implantación de nuevos cultivos para el Reich. La Ahnenerbe también supervisó el traslado de la etnia germánica a la región y la deportación de miles de ucranianos.

Pero conforme aumentaba el grupo de expertos se hacían necesarios más fondos.

De manera que se creó una fundación para recibir donativos. Entre sus colaboradores se encontraban el Deutsche Bank, BMW y Daimler-Benz, a los que se dio las gracias repetidamente en correspondencia oficial. Siempre innovador, Himmler supo de la existencia de unos paneles reflectores para bicicletas cuya patente estaba en manos de un maquinista alemán. Tras montar una empresa conjunta con el inventor, se aseguró la aprobación de una ley que exigía que los pedales de todas las bicicletas incluyeran dichos reflectores, lo que supuso decenas de miles de marcos del Reich al año para la Ahnenerbe.

Se invirtieron muchos esfuerzos en dar forma a tanta ficción.

Sin embargo, en medio de la ridiculez de hallar a los arios perdidos y la tragedia de participar en crímenes organizados, su abuelo había tropezado con un tesoro.

Dorothea Lindauer clavó la vista en el libro que descansaba sobre la mesa.

¿De verdad provenía de la tumba de Carlomagno?

El material que ella había leído no decía nada al respecto, aunque por lo que le había contado su madre había sido encontrado en 1935 entre los archivos de la República de Weimar, y se descubrió con un mensaje consignado por un escriba desconocido que daba fe de haber sido retirado de la tumba en Aquisgrán, el 19 de mayo del año 1000, por el emperador Otón III. Seguía siendo un misterio cómo había sobrevivido hasta el siglo XX. ¿Qué significaba? ¿Por qué era tan importante?

Su hermana, Christl, creía que la respuesta se hallaba en una especie de llamamiento místico.

Y, con su críptica respuesta, Ramsey no había mitigado sus temores.

«Ni se lo imagina».

Pero nada de eso podía ser la respuesta. ¿O tal vez sí?

Malone y Christl abandonaron la estación de tren. El aire, húmedo y frío, le recordó a Malone un invierno en Nueva Inglaterra. Junto al bordillo aguardaban taxis. La gente entraba y salía en continuas oleadas.

—Mi madre quiere que yo salga airosa —dijo Christl.

Malone no supo decir si intentaba convencerlo a él o convencerse a sí misma de ello.

—Su madre las está manipulando a las dos.

Ella lo miró a los ojos.

—Señor Malone…

—Me llamo Cotton.

Christl pareció reprimir cierta irritación.

—Como me recordó la pasada noche. ¿De dónde sale ese extraño nombre?

—Ésa es una historia que puede esperar. Estaba a punto de regañarme, antes de que yo la desconcertara.

Al rostro de ella asomó una sonrisa.

—Es usted un problema.

—A juzgar por lo que dijo su madre, Dorothea pensaba lo mismo, pero he decidido considerarlo un cumplido. —Se frotó las enguantadas manos y echó un vistazo—. Tenemos que hacer una parada. No estaría de más comprar ropa interior larga. Éste no es el seco aire bávaro. ¿Usted qué opina? ¿Tiene frío?

—Crecí con este tiempo.

—Yo no. En Georgia, donde nací y me crié, hace un calor húmedo nueve meses al año. —Siguió inspeccionando el lugar con aparente desinterés, fingiendo incomodidad—. También necesito más ropa. No hice la maleta con la idea de estar fuera mucho tiempo.

—Cerca de la capilla hay una zona de tiendas.

—Supongo que en algún momento me hablará de su madre y de por qué estamos aquí.

Ella le hizo una señal a un taxi, que se aproximó. Abrió la portezuela y se acomodó en el interior. Malone hizo lo propio, y ella le dijo al taxista adónde querían ir.

Ja —replicó Christl—, lo haré.

Cuando salían de la estación Malone miró por la ventanilla: el mismo hombre que había visto tres horas antes en la estación de Garmisch —alto, la cara chupada y surcada de arrugas— llamó un taxi.

No llevaba equipaje y parecía tener un único interés: seguirlos.

Dorothea se la había jugado al adquirir los archivos de la Ahnenerbe. Había corrido un riesgo al ponerse en contacto con Cotton Malone, pero se había demostrado que él no le era de mucha utilidad. Con todo, no estaba segura de que el camino hacia el éxito fuera más pragmático. Una cosa parecía clara: exponer a su familia de nuevo al ridículo estaba fuera de toda cuestión. De vez en cuando algún investigador o historiador se ponía en contacto con Reichshoffen con la idea de examinar los documentos de su abuelo o hablar con la familia de la Ahnenerbe, peticiones que siempre eran denegadas, y por un motivo de peso.

El pasado debía seguir siendo pasado.

Miró la cama y a Sterling Wilkerson, que dormía.

Habían ido en coche hacia el norte la noche anterior y cogido una habitación en Múnich. Su madre se enteraría de que el pabellón de caza había sido arrasado antes de que finalizara el día. Y seguro que también habrían encontrado el cadáver de la abadía. O los monjes o Henn resolverían el problema, lo más probable era que lo hiciese Ulrich.

Dorothea cayó en la cuenta de que si su madre la había ayudado dándole el libro de la tumba de Carlomagno, sin duda también le habría dado algo a Christl. Había sido su madre la que había insistido en que hablara con Cotton Malone. Ésa era la razón de que ella y Wilkerson se hubiesen servido de la mujer y lo hubiesen conducido hasta la abadía. A su madre no le gustaba Wilkerson. «Otro débil —decía—. E, hija mía, no tenemos tiempo para debilidades». Sin embargo, su madre frisaba en los ochenta, y Dorothea se hallaba en la flor de la vida. Hombres atractivos y aventureros, como Wilkerson, venían bien para muchas cosas.

Como la noche anterior.

Se acercó a la cama y lo zarandeó.

Él despertó y esbozó una sonrisa.

—Casi es mediodía —informó ella.

—Estaba cansado.

—Tenemos que irnos.

Wilkerson reparó en que el contenido de las cajas estaba esparcido por el suelo.

—¿Adónde vamos?

—A tomarle la delantera a Christl, con suerte.