Malone bajó. El otro hombre y la anciana seguían con Christl Falk.
—Éste es Ulrich Henn —informó Christl—. Trabaja para nuestra familia.
—Y ¿qué hace?
—Cuida del castillo —respondió la anciana—. Es el primer chambelán.
—Y ¿quién es usted? —quiso saber Malone.
Ella enarcó las cejas, aparentemente divertida, y le dedicó una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes similares a los de una calabaza de Halloween. Su delgadez era antinatural, casi parecía un pajarito, y tenía el cabello de un brillante dorado cano. Unas venas zigzagueantes recorrían sus flacos brazos, y las muñecas estaban moteadas de manchas propias de la vejez.
—Isabel Oberhauser.
Aunque sus labios parecían darle la bienvenida, los ojos se mostraban más indecisos.
—¿Se supone que debo estar impresionado?
—Soy la matriarca de esta familia.
Malone señaló a Ulrich Henn.
—Usted y su empleado acaban de matar a un hombre.
—Que ha entrado en mi casa ilegalmente con una arma y ha intentado matarlos a usted y a mi hija.
—Y usted tenía un fusil a mano por casualidad y a una persona capaz de volarle la tapa de los sesos a un hombre desde una distancia de quince metros en un salón poco iluminado.
—Ulrich es un gran tirador.
El aludido no dijo nada; por lo visto, sabía cuál era su sitio.
—No sabía que estaban aquí —aseguró Christl—. Creía que mi madre se encontraba fuera, pero cuando he visto que ella y él entraban en el salón le ha indicado a Ulrich que estuviera listo mientras yo llamaba la atención del pistolero.
—Un movimiento estúpido.
—Que al parecer ha funcionado.
Y que además le decía algo de esa mujer: hacer frente a las armas requería agallas. Sin embargo, no sabía decir si era lista, valiente o estúpida.
—No conozco a muchos estudiosos capaces de hacer lo que ha hecho usted. —Miró a la Oberhauser mayor—. Necesitábamos a ese tipo con vida, sabía quién era yo.
—También yo me he dado cuenta.
—Necesito respuestas, no más misterios, y lo que acaba de hacer ha complicado una situación ya de por sí embrollada.
—Enséñaselo —pidió Isabel a su hija—. Después, Herr Malone, tú y yo mantendremos una charla en privado.
Él siguió a Christl hasta el recibidor principal y luego escaleras arriba hasta una de las cámaras donde, en uno de los rincones más alejados, una colosal estufa azulejada que databa de 1651 llegaba hasta el techo.
—Ésta era la habitación de mi padre y de mi abuelo.
Echó a andar hasta un recoveco donde sobresalía un decorativo banco bajo una ventana con parteluz.
—A mis antepasados, que levantaron Reichshoffen en el siglo XIII, les daba pavor quedar atrapados, así que todas las habitaciones tenían al menos dos salidas, y ésta no es una excepción. De hecho, contaban con la máxima seguridad para la época.
Presionó una de las juntas de argamasa y se abrió una sección de la pared, dejando a la vista una escalera de caracol que descendía en dirección contraria a las agujas del reloj. Después pulsó un interruptor y una serie de bombillas de bajo voltaje iluminaron la oscuridad.
Malone la siguió y, al llegar al final, ella encendió otro interruptor.
A él le llamó la atención el aire: seco, caldeado, climatizado. El piso era de pizarra gris enmarcada por finas líneas de lechada negra. Los toscos muros de piedra, enlucidos y pintados también de gris, ponían de manifiesto que habían sido esculpidos en la roca hacía siglos.
La estancia cortaba un camino sinuoso, un cuarto se fundía con otro, formando un telón de fondo para algunos objetos inusuales. Había banderas alemanas, estandartes nazis, incluso una réplica de un altar de las SS con todo lo necesario para celebrar las ceremonias de bautismo que él sabía eran habituales en los años treinta. Infinidad de figurillas, soldaditos de juguete dispuestos en un vistoso mapa de la Europa de principios del siglo XX, cascos, espadas, puñales, uniformes, gorras, cazadoras, pistolas, fusiles, gorjales, bandoleras, anillos, joyas, guanteletes y fotografías nazis.
—Aquí es donde pasaba el tiempo mi padre después de la guerra, atesorando cosas.
—Es como un museo nazi.
—Le hirió profundamente que Hitler lo desacreditara. Él sirvió bien a ese cabrón, pero jamás pudo entender que no les importara un comino a los socialistas. Durante seis años, hasta que acabó la guerra, hizo cuanto pudo para volver a gozar de aceptación. Esto fue lo que reunió hasta que perdió por completo el juicio, en los años cincuenta.
—Eso no explica por qué lo conservó la familia.
—Mi padre respetaba a su padre, pero nosotros no solemos venir aquí.
Christl lo condujo hasta un estuche con la parte superior de cristal y le señaló un anillo de plata que exhibía unas runas SS que él no había visto nunca: en cursiva, casi itálica.
—Así son las auténticas, las germánicas, como aparecen en los antiguos escudos nórdicos. Resulta adecuado, ya que esos anillos sólo los llevaba la Ahnenerbe. —Pidió a Malone que se fijara en otro artículo de la caja—: La insignia con la runa Odal y la esvástica con los brazos cortos también era exclusiva de la Ahnenerbe. Las diseñó mi abuelo. El alfiler de corbata es muy especial, una representación del sagrado Irminsul, el árbol de la vida de los sajones. Se supone que se hallaba en lo alto de las Rocas del Sol, en Detmold, y fue destruido por el propio Carlomagno, lo que marcó el inicio de las largas guerras entre sajones y francos.
—Habla de estas reliquias casi con veneración.
—¿Sí?
Parecía perpleja.
—Como si significaran algo para usted.
Ella se encogió de hombros.
—Sólo son recuerdos del pasado. Mi abuelo fundó la Ahnenerbe por motivos puramente culturales, pero acabó siendo algo completamente distinto. Su Instituto de Investigaciones Científicas para la Defensa Nacional llevó a cabo experimentos inconcebibles con prisioneros de campos de concentración: cámaras de vacío, hipotermia, pruebas de coagulación de la sangre. Cosas horribles. Su División de Ciencias Aplicadas creó una colección de huesos judíos de hombres y mujeres a los que asesinaban y luego maceraban. Al final, varios miembros de la Ahnenerbe murieron en la horca por crímenes de guerra y muchos más fueron encarcelados. Terminó siendo una abominación.
Él la observaba atentamente.
—Mi abuelo no tomó parte en nada de eso —aseguró Christl como si le leyera el pensamiento—. Todo ello sucedió después de que lo despidieron y lo humillaron públicamente. —Hizo una pausa—. Mucho después de que se confinó en esté lugar y en la abadía, donde trabajaba solo.
Junto al estandarte de la Ahnenerbe colgaba un tapiz donde se veía el mismo árbol de la vida del alfiler. Malone reparó en algo escrito en la parte inferior: «Ningún pueblo vive más que los documentos de su cultura».
Ella vio su interés.
—Mi abuelo creía esa afirmación.
—¿Y usted?
Ella asintió.
—También.
Malone seguía sin entender por qué la familia Oberhauser había conservado esa colección en un cuarto climatizado donde no había una sola mota de polvo, pero sí comprendía una de las razones que había aducido Christl Falk. También él respetaba a su padre. Aunque había estado ausente gran parte de su infancia, recordaba los momentos que habían pasado juntos lanzando una pelota de béisbol, nadando o haciendo cosas por la casa. Años después de la muerte de su padre, él seguía enfadado por haberse visto privado de lo que sus amigos, que tenían padre y madre, daban por supuesto. Su madre no dejó que olvidara a su padre, pero cuando se hizo mayor cayó en la cuenta de que tal vez la memoria de su madre le hubiera jugado una mala pasada. Ser la esposa de un militar era duro, del mismo modo que ser la mujer de un agente de Magellan Billet había acabado siendo demasiado para su ex.
Christl fue sorteando las piezas. Cada vuelta revelaba más cosas de la pasión de Hermann Oberhauser. Se detuvo ante otro armario de madera pintado con alegres colores, parecido a los de la abadía, y de uno de sus cajones sacó una hoja guardada en una gruesa funda de plástico.
—Éste es el testamento original de Eginardo, lo encontró mi abuelo. En la abadía había una copia.
Malone observó lo que parecía ser vitela, la apretada letra en latín, la tinta de un gris desvaído.
—Al dorso está traducido al alemán —dijo ella—. El importante es el último párrafo.
En vida presté juramento al más piadoso Carlos, emperador Augusto, lo que me exigió omitir toda mención del Tártaro. Tiempo atrás deposité con reverencia un completo relato de lo que sé junto a mi señor Carlos el día en que falleció. Si esa tumba sagrada es abierta algún día, que no se dividan ni separen esas páginas, pues sabed que mi señor Carlos las habría otorgado al santo emperador que hiciera entonces la corona. Leer esas verdades resultaría muy revelador, y tras sopesar con detenimiento consideraciones que responden a la piedad y la prudencia, en particular tras haber sido testigo de la profunda indiferencia que mi señor Luis ha mostrado hacia los grandes esfuerzos de su padre, he condicionado la lectura de dichas palabras al conocimiento de otras dos verdades. Por el presente, de la primera hago depositario a mi hijo, al que ordeno salvaguardarla para su hijo, y su hijo para la eternidad. Custodiadla debidamente, pues está escrita en la lengua de la Iglesia y es fácil de comprender, si bien su mensaje no está completo. La segunda, que conferiría la plena comprensión de la sabiduría del cielo que aguarda con mi señor Carlos, comienza en la nueva Jerusalén. Las revelaciones serán claras una vez haya sido descifrado el secreto de tan maravilloso lugar. Resolved esta búsqueda aplicando la perfección del ángel a la santificación del señor. Pero sólo aquellos que sepan apreciar el trono de Salomón y la frivolidad romana hallarán el camino hacia el cielo. Sabed que ni yo ni los santos somos pacientes con la ignorancia.
—Es lo que le comenté —apuntó ella—. La Karl der GroBe Verfolgung, la búsqueda de Carlomagno. Es lo que tenemos que descifrar, lo que Otón III y todos los emperadores romanos que lo sucedieron no lograron descubrir. Resolver este enigma nos llevará hasta lo que buscaban nuestros respectivos padres en la Antártida. Él sacudió la cabeza.
—Usted dijo que su abuelo fue allí y trajo cosas. Es evidente que lo resolvió. ¿Es que no dejó la respuesta?
—No dejó constancia de cómo lo averiguó o qué averiguó. Como le he dicho, empezó a chochear y acabó siendo un inútil.
—Y ¿por qué es tan importante ahora?
Ella titubeó antes de responder.
—Ni a mi abuelo ni a mi padre les importaban mucho los negocios; lo que les interesaba era el mundo. Por desgracia, a mi abuelo le tocó vivir en una época en que las ideas polémicas estaban prohibidas, así que se vio obligado a trabajar solo. Mi padre era un soñador incurable, un hombre incapaz de llevar nada a cabo.
—Por lo visto consiguió llegar a la Antártida a bordo de un submarino americano…
—Lo que suscita una pregunta.
—¿Por qué tanto interés por parte del gobierno norteamericano en tenerlo en ese submarino?
Malone sabía que dicha pregunta podía explicarse en parte por los tiempos que corrían. En las décadas de 1950, 1960 y 1970, Estados Unidos realizó distintas investigaciones poco convencionales; cosas como lo paranormal, la percepción extrasensorial, el control mental, los ovnis. Se analizaban todos los puntos de vista con la esperanza de aventajar a los soviéticos. ¿Sería ésa otra de tan disparatadas tentativas?
—Esperaba que usted pudiera ayudarme a explicarlo.
Sin embargo, él seguía aguardando una respuesta a su pregunta, de manera que volvió a plantearla:
—¿Qué importancia tiene eso ahora?
—Podría ser muy importante. A decir verdad, podría cambiar literalmente nuestro mundo.
Por detrás de Christl apareció su madre. La anciana caminaba despacio hacia ellos, con cuidado, sin hacer ruido.
—Déjanos a solas —le ordenó a su hija.
La aludida se marchó sin decir palabra.
Malone tenía en sus manos el testamento de Eginardo.
Isabel se irguió.
—Usted y yo hemos de tratar algunos asuntos.