Monasterio de Ettal
1:05 horas
Malone vio que Christl Falk abría la puerta de la iglesia de la abadía. A todas luces, la familia Oberhauser tenía bastante influencia con los monjes. Se hallaban allí, en mitad de la noche, y entraban y salían a su antojo.
La opulenta iglesia seguía estando tenuemente iluminada. Cruzaron el piso de mármol oscurecido, el único sonido el eco de los tacones de cuero en el cálido interior. Malone estaba alerta: sabía por experiencia que las iglesias europeas desiertas, por la noche, tendían a ser un problema.
Entraron en la sacristía y Christl fue directa al lugar por el que se bajaba a las entrañas de la abadía. Al pie de la escalera, la puerta que había al extremo del pasillo estaba entreabierta.
Él la cogió por el brazo y sacudió la cabeza para indicarle que debían avanzar con cautela. Sacó la pistola que había conseguido en el funicular y echó a andar pegado a la pared. Al final del corredor echó un vistazo en la habitación.
Aquello era un desbarajuste.
—Quizá los monjes estén cabreados —sugirió Malone.
Las piedras y tallas estaban esparcidas por el suelo; las piezas, patas arriba; las mesas del fondo, volcadas; los dos armarios, revueltos. Entonces vio el cuerpo.
La mujer del funicular. No tenía heridas ni sangre, pero él captó un olor familiar en el manso aire.
—Cianuro.
—¿La han envenenado?
—Mírela: se ahogó con su propia lengua.
Se dio cuenta de que Christl no quería ver el cadáver.
—No lo soporto —dijo ella—. Ver muertos.
Se estaba alterando, de manera que Malone preguntó:
—¿Qué hemos venido a ver?
Ella pareció controlar sus emociones y sus ojos recorrieron el destrozo.
—Han desaparecido. Las piedras de la Antártida que encontró mi abuelo. No están.
Él tampoco las veía.
—¿Son importantes?
—Llenen la misma escritura que los libros.
—Dígame algo que no sepa.
—Esto no está bien —musitó ella.
—Supongo que no. Los monjes se van a sentir algo molestos, independientemente del apoyo que les preste su familia. La mujer estaba claramente agitada.
—¿Hemos venido sólo por las piedras? —quiso saber Malone.
Ella cabeceó.
—No. Tiene razón, hay más. —Fue hacia uno de los vistosos armarios, cuyas puertas y cajones estaban abiertos, y echó una ojeada—. Dios mío.
Él se acercó por detrás y vio que habían agujereado el panel trasero. La astillada abertura era lo bastante grande para que cupiera una mano.
—Mi abuelo y mi padre guardaban ahí sus papeles.
—Cosa que, al parecer, alguien sabía.
Ella metió el brazo.
—Nada.
Acto seguido echó a correr hacia la puerta.
—¿Adónde va? —preguntó él.
—Hemos de darnos prisa. Ojalá no sea demasiado tarde.
Ramsey apagó las luces de la planta baja y subió la escalera que conducía a su dormitorio. Diane McCoy se había ido. Él se había planteado varias veces ampliar su colaboración; ella era atractiva tanto física como intelectualmente, pero había decidido que era mala idea. ¿Cuántos hombres poderosos habían caído por un culo? Tantos que era imposible recordarlos, y él no tema intención de engrosar esa lista.
Era evidente que a McCoy le preocupaba Edwin Davis. Ramsey conocía a Davis, sus caminos se habían cruzado años antes, en Bruselas, con Millicent, una mujer con la que se había divertido en numerosas ocasiones. Ella también era brillante, joven y entusiasta, pero…
—Estoy embarazada —anunció Millicent.
Él la había oído la primera vez.
—Y ¿qué quieres que haga yo?
—Casarte conmigo estaría bien.
—Pero no te quiero.
Ella se echó a reír.
—Sí que me quieres, sólo que no estás dispuesto a reconocerlo.
—Que no. Me gusta acostarme contigo, me gusta escucharte cuando me cuentas lo que pasa en el trabajo, me gusta sonsacarte, pero no quiero casarme contigo.
Ella se arrimó a él.
—Si me fuera, me echarías de menos.
A Ramsey le asombraba cómo podía importarles tan poco la dignidad a mujeres aparentemente inteligentes. Había pegado a esa mujer infinidad de veces y, sin embargo, ella no lo abandonaba, casi era como si le gustase, como si lo mereciera, como si lo quisiera. Un par de golpes en ese momento les irían bien a los dos, pero decidió que sería mejor mostrarse paciente, de manera que la rodeó con los brazos y dijo con voz queda:
—Tienes razón, te echaría de menos.
Antes de un mes estaba muerta.
A la semana siguiente también Edwin Davis se había ido.
Millicent le había contado que Davis siempre acudía cuando ella lo llamaba, y la ayudaba a superar los continuos rechazos de él. Por qué le confesaba esas cosas era algo que él sólo acertaba a imaginar. Como si contárselo impidiera que él volviera a hacerle daño. Y sin embargo él seguía haciéndoselo y ella siempre le perdonaba. Davis nunca dijo nada, pero Ramsey vio odio en sus ojos muchas veces, además de la frustración que se derivaba de su profunda incapacidad de hacer algo al respecto. Por aquel entonces Davis era un empleado de poca monta del Departamento de Estado en una de sus primeras misiones en el extranjero; su cometido consistía en resolver problemas, no en crearlos: mantener la boca cerrada y los oídos abiertos. Pero ahora Edwin Davis era viceconsejero de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Distinto momento, distintas reglas. «Puede acceder a Daniels tan libremente como yo, por orden del presidente». Eso era lo que McCoy había dicho, y tenía razón. Fuera lo que fuese lo que estuviese haciendo Davis, le incumbía. No tenía pruebas que respaldasen esa conclusión, tan sólo era un presentimiento, y había aprendido hacía mucho a no pasar por alto esos presentimientos.
Así que habría que eliminar a Edwin Davis.
Igual que a Millicent.
Wilkerson caminó penosamente por la nieve hasta el lugar donde Dorothea Lindauer había dejado su coche. El suyo seguía ardiendo. A Dorothea no parecía preocuparle que la casa hubiese quedado reducida a escombros, y eso que, como ella misma le había contado hacía unas semanas, la cabaña era propiedad de su familia desde mediados del siglo XIX.
Habían dejado los cuerpos entre los cascotes.
«Nos ocuparemos de ellos más tarde», propuso Dorothea. Había otros asuntos que exigían su atención inmediata.
Wilkerson llevaba la última caja que había traído de Füssen, que guardó en el maletero. Estaba harto del frío y la nieve. Le gustaban el sol y el calor, habría sido mucho mejor romano que vikingo.
Abrió la portezuela del coche y acomodó el cansado cuerpo tras el volante. Dorothea ya ocupaba el asiento del acompañante.
—Hazlo —le dijo ella.
Él consultó el luminoso reloj y calculó la diferencia horaria. No quería hacer la llamada.
—Luego.
—No, ha de saberlo.
—¿Por qué?
—A los hombres como él hay que desequilibrarlos. De esa forma cometerá errores.
Wilkerson se debatía entre la confusión y el miedo.
—Casi me matan, no estoy de humor.
Ella le tocó el brazo.
—Sterling, escúchame. Esto está en marcha, no hay forma de pararlo. Díselo.
Él apenas distinguía su rostro en la oscuridad, pero no le costó nada recrear mentalmente su gran belleza. Era una de las mujeres más atractivas que había conocido en su vida, y además lista: había pronosticado que Langford Ramsey era una víbora y no se equivocó.
Y encima acababa de salvarle la vida.
Así que cogió el teléfono y marcó el número. Le facilitó a la operadora que le respondió su clave de seguridad y la contraseña del día y a continuación le dijo lo que deseaba.
Dos minutos después tenía a Langford Ramsey al aparato.
—Donde estás es muy tarde —comentó el almirante en tono cordial.
—Valiente hijo de puta, eres un maldito mentiroso.
Tras un instante de silencio se oyó:
—Supongo que habrá algún motivo para que le hables así a un superior.
—Me he salvado.
—¿De qué?
El tono socarrón lo confundió, pero ¿cómo no iba a mentir Ramsey?
—Enviaste a un equipo para que me liquidara.
—Te aseguro, capitán, que si te quisiera muerto, lo estarías. Debería preocuparte más saber quién es el que, al parecer, te quiere muerto. ¿Frau Lindauer, tal vez? Te envié para que te pusieras en contacto con ella, para que llegaras a conocerla, para que averiguaras lo que quiero saber.
—E hice exactamente lo que me pediste. Quería esa maldita estrella.
—Y la tendrás, tal y como te prometí, pero ¿has sacado algo en claro?
En el silencio del coche, Dorothea había oído a Ramsey, de modo que cogió el teléfono y espetó:
—Es usted un mentiroso, almirante. Es usted quien lo quiere muerto, y yo diría que ha sacado muchas cosas en claro.
—Frau Lindauer, me alegro de hablar con usted —oyó decir a Ramsey por el teléfono.
—Dígame, almirante, ¿a qué viene ese interés en mí?
—No es en usted, sino en su familia.
—Ha oído hablar de mi padre, ¿no?
—Estoy al tanto de la situación.
—Sabe por qué se encontraba en ese submarino.
—La cuestión es por qué está usted tan interesada. Su familia lleva años cultivando relaciones dentro de la Marina. ¿Acaso pensaba que yo no lo sabía? Me limité a enviarle a una de esas relaciones.
—Nos hemos enterado de que hubo más —repuso ella.
—Por desgracia, Frau Lindauer, nunca sabrá la respuesta.
—No esté tan seguro.
—Menudo farol. Me encantará ver si cumple esa fanfarronada.
—¿Y si me responde a una pregunta?
Ramsey soltó una risita.
—Muy bien, una pregunta.
—¿Hay algo que encontrar?
A Wilkerson le desconcertó la pregunta. Algo que encontrar, ¿dónde?
—Ni se lo imagina —replicó Ramsey. Y colgó.
Ella le devolvió el teléfono a Wilkerson, que quiso saber:
—¿A qué te referías con ese «algo que encontrar»?
Ella se retrepó en el asiento, la nieve cubría el capó del coche.
—Es lo que me temía —musitó—. Por desgracia, las respuestas se encuentran en la Antártida.
—¿Qué es lo que buscas?
—Antes de que pueda decírtelo, necesito leer lo que hay en el maletero. Sigo sin estar segura.
—Dorothea, estoy echando por la borda toda mi carrera, toda mi vida por esto. Ya has oído a Ramsey: es posible que no fuera a por mí.
Ella estaba rígida, inmóvil.
—De no ser por mí, ahora mismo estarías muerto. —Ladeó la cabeza hacia él—. Tu vida está unida a la mía.
—Te lo vuelvo a decir: tienes marido.
—Werner y yo hemos terminado, lo nuestro acabó hace mucho tiempo. Ahora somos tú y yo.
Tenía razón, y él lo sabía, lo que le preocupaba y excitaba a un tiempo.
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó.
—Espero que mucho por nosotros dos.