Washington, D. C.
20:20 horas
A Ramsey le encantaba la noche. Diariamente cobraba vida alrededor de las seis de la tarde, sus mejores ideas y sus acciones más determinantes siempre se fraguaban con la oscuridad. Dormir era necesario, aunque por regla general no necesitaba más de cuatro o cinco horas, lo justo para descansar el cerebro, pero no tanto como para perder el tiempo. Además, la noche le brindaba privacidad, ya que era mucho más fácil saber si a alguien le interesaban los asuntos de uno a las dos de la madrugada que a las dos de la tarde. Ésa era la razón de que sólo se reuniera con Diane McCoy de noche.
Vivía en una modesta casa adosada de Georgetown que le alquilaba a un viejo amigo al que le gustaba tener de inquilino a un almirante con cuatro estrellas. Efectuaba un barrido electrónico de las dos plantas en busca de dispositivos de escucha al menos una vez al día…, especialmente antes de que lo visitara Diane.
Había tenido la suerte de que Daniels la nombrara viceconsejera de Seguridad Nacional. Sin duda estaba cualificada, era licenciada en relaciones internacionales y economía internacional y políticamente se relacionaba tanto con la izquierda como con la derecha. Había llegado de Asuntos Exteriores como parte de la reestructuración del año anterior, cuando la carrera de Larry Daley se truncó bruscamente. A él le caía bien Daley, un individuo sobornable, pero Diane era mejor: lista, ambiciosa y determinada a mantenerse durante más de los tres años que quedaban del último mandato de Daniels.
Por suerte, él podía proporcionarle esa oportunidad. Y ella lo sabía.
—Las cosas se han puesto en marcha —informó Ramsey.
Estaban a sus anchas en el estudio, con el fuego crepitando en la chimenea de ladrillo. Fuera había menos de tres grados bajo cero. Todavía no había nevado, pero no faltaba mucho para que lo hiciera.
—Dado que no sé mucho de esas cosas —contestó McCoy—, intuyo que serán buenas.
Él sonrió.
—Y lo tuyo, ¿cómo va? ¿Puedes concertar la cita?
—El almirante Sylvian no ha desaparecido aún. Está hecho polvo por el accidente de moto, pero se espera que se recupere.
—Conozco a David: estará fuera de combate durante meses y no querrá que su cargo quede desatendido durante ese tiempo. Presentará la dimisión. —Hizo una pausa—. Eso si no se muere antes.
McCoy sonrió: era una rubia apacible con pinta de competente y unos ojos que irradiaban seguridad en sí misma. A Ramsey le gustaba eso de ella. Modesta en apariencia, sencilla, serena y, sin embargo, peligrosa como un demonio. Se sentó, la espalda bien recta, un whisky con soda en la mano.
—Me atrevo a pensar que puedes hacer que Sylvian muera —observó.
—Y si es así, ¿qué?
—Que serías un hombre merecedor de respeto.
Él rompió a reír.
—El juego al que estamos a punto de jugar carece de reglas y tiene un único objetivo: ganar. Así que quiero estar seguro con Daniels. ¿Va a cooperar?
—Eso dependerá de ti. Sabes que no es admirador tuyo, pero también estás cualificado para el puesto. Suponiendo, como es natural, que haya una vacante que cubrir.
Él captó su recelo. El plan inicial era sencillo: eliminar a David Sylvian, ocupar su cargo en la Junta de Jefes de Estado Mayor, servir tres años y comenzar con la fase dos. Pero había algo que tenía que saber:
—¿Seguirá Daniels tus consejos?
McCoy bebió unos sorbos de la copa.
—No te gusta no tener el control, ¿verdad?
—¿A quién le gusta?
—Daniels es el presidente, puede hacer lo que se le antoje, pero creo que lo que hace a este respecto depende de Edwin Davis.
No era eso lo que Ramsey quería oír.
—¿Cómo podría ser un problema? Es un viceconsejero.
—¿Como yo?
Él captó su resentimiento.
—Ya sabes a lo que me refiero, Diane. ¿Cómo podría ser Davis un problema?
—Ése es tu defecto, Langford: tiendes a subestimar a tu enemigo.
—¿Desde cuándo Davis es mi enemigo?
—Leí el informe sobre el Blazek. En ese submarino no murió nadie que se apellidara Davis. Le mintió a Daniels. No murió ningún hermano mayor.
—¿Daniels lo sabía?
Ella negó con la cabeza.
—Él no leyó el informe, me pidió a mí que lo hiciera.
—¿No puedes controlar a Davis?
—Como muy bien has observado, estamos en el mismo nivel. Puede acceder a Daniels tan libremente como yo, por orden del presidente. Es la Casa Blanca, Langford, no soy yo quien dicta las reglas.
—¿Qué hay del consejero de Seguridad Nacional? ¿Podría echarnos una mano?
—Está en Europa y no tiene ni idea de esto.
—¿Crees que Daniels trabaja directamente con Davis?
—¿Cómo diablos voy a saberlo? Lo único que sé es que Danny Daniels no es ni la décima parte de estúpido de lo que quiere hacer creer al mundo.
Ramsey miró el reloj de la chimenea. Pronto los medios de comunicación darían la noticia de la prematura muerte del almirante David Sylvian, atribuible a lesiones sufridas en un trágico accidente de moto. Al día siguiente, tal vez un periódico local diera cuenta de otra muerte, esta vez en Jacksonville, Florida. Había mucho en juego, y lo que McCoy estaba diciendo le preocupaba.
—Enredar en esto a Cotton Malone también podría resultar problemático —apuntó ella.
—¿Cómo? Está retirado. Sólo quiere saber qué le pasó a su padre.
—Ese informe no debería haber llegado a sus manos.
Ramsey estaba de acuerdo, pero debería dar igual. Lo más probable era que Wilkerson y Malone hubiesen muerto.
—Nos limitamos a utilizar esa estupidez en beneficio propio.
—No sé dónde está ese beneficio.
—Confórmate con saber que ha sido así.
—Langford, ¿voy a lamentar esto?
—Si lo deseas, puedes servir durante el mandato de Daniels y después entrar a trabajar como asesora y redactar informes que nadie lee. Los exempleados de la Casa Blanca lucen mucho en el membrete, y tengo entendido que se embolsan un buen sueldo. Puede que alguna cadena de noticias te contrate para vomitar diez segundos de citas jugosas sobre lo que hacen otras personas para cambiar el mundo. También se paga bien, aunque parezcas idiota la mayor parte del tiempo.
—Te he hecho una pregunta: ¿voy a lamentar esto?
—Diane, el poder hay que tomarlo, no hay otra forma de adquirirlo. Pero todavía no me has respondido: ¿va a cooperar Daniels y nombrarme para el cargo?
—Leí el informe sobre el Blazek —repuso ella—, y además efectué unas comprobaciones: estabas en el Holden cuando éste fue a la Antártida a buscar ese submarino. Tú y otros dos. Los mandamases enviaron a tu equipo con órdenes clasificadas. A decir verdad, esa misión sigue siendo clasificada. Ni siquiera puedo informarme al respecto. Sí descubrí que desembarcaste y presentaste un informe sobre lo que encontraste, entregado personalmente por ti al jefe de operaciones navales. Nadie sabe qué hizo él con esa información.
—No encontramos nada.
—Eres un mentiroso.
Ramsey calibró el ataque. Esa mujer era formidable: un animal político con un instinto excelente. Podía ser de utilidad y podía hacer daño, así que cambió de estrategia.
—Tienes razón, es mentira, pero créeme: es mejor que no sepas lo que pasó en realidad.
—Cierto, pero lo que quiera que sea puede volver para perseguirte.
Eso mismo pensaba él desde hacía treinta y ocho años.
—No, si puedo evitarlo.
Diane parecía estar conteniendo un acceso de ira al verlo esquivar sus preguntas.
—Te lo digo por propia experiencia, Langford: el pasado siempre acaba volviendo. Los que no aprenden de él o no lo recuerdan están condenados a repetirlo. Ahora tienes involucrado a un exagente (y permíteme que te diga que muy bueno, por cierto) que tiene un interés personal en este embrollo. Y Edwin Davis está desatado. No tengo idea de lo que anda haciendo…
Ramsey ya había oído bastante.
—¿Puedes ganarte el favor de Daniels?
Ella hizo una pausa para asimilar la reprimenda y a continuación dijo, despacio:
—Yo diría que todo depende de tus amigos del Capitolio. Daniels necesita su ayuda en muchas cuestiones. Al final hace lo que hacen todos los presidentes: pensar en su legado. Tiene asuntos de índole legislativa, de modo que si los miembros del Congreso adecuados te quieren en la Junta de Jefes, él se lo concederá…, a cambio de votos, naturalmente. Las cuestiones son sencillas: ¿habrá una vacante que cubrir? ¿Podrás ganarte el favor de los miembros adecuados?
Bastaba ya de cháchara. Ramsey tenía cosas que hacer antes de acostarse, así que puso término a la reunión mencionando algo que Diane McCoy no debía olvidar.
—Los miembros adecuados no sólo respaldarán mi candidatura, sino que insistirán en ella.