VEINTIUNO

Las nubes me invitan, la niebla me reclama. El curso de las estrellas me apremia, y los vientos hacen que levante el vuelo y ascienda hacia el cielo. Me siento atraído por una pared de cristal y me veo rodeado de lenguas de hielo. Me siento atraído por un templo cuyos muros son como un suelo de mosaico hecho de piedra; su techo es como el camino de los astros. Las paredes desprenden calor, el miedo me invade y mi cuerpo se estremece. Caigo de bruces y veo un trono elevado, tan cristalino como el resplandeciente sol. Lo ocupa el gran consejero, y sus vestiduras brillan más que el sol y son más blancas que la nieve. El gran consejero me dice: «Eginardo, escriba recto, aproxímate y escucha mi voz. —Me habla en mi lengua, lo cual es sorprendente—. Igual que Él creó al hombre y le dio la capacidad de comprender la palabra de la sabiduría, también me creó a mí. Sé bienvenido a nuestra tierra. Tengo entendido que eres un erudito. De ser así, podrás comprender los secretos de los vientos, cómo se dividen para soplar por la tierra, y los secretos de las nubes y el rocío. Podemos enseñarte cosas del sol y la luna, de dónde provienen y adónde van, y su glorioso retorno, y cómo uno es superior a la otra y su imponente órbita, y cómo no abandonan su órbita y no añaden nada a ésta y no le arrebatan nada y cumplen con la palabra que se han dado de conformidad con el juramento que los une».

Malone estuvo escuchando mientras Christl traducía el texto en latín y luego preguntó:

—¿Cuándo fue escrito?

—Entre 814, cuando murió Carlomagno, y 840, cuando murió Eginardo.

—Imposible: habla de las órbitas del sol y la luna y de su relación. Esas nociones astronómicas aún no se habían desarrollado; por aquel entonces se habrían considerado herejía.

—Eso es cierto en el caso de los que vivían en Europa occidental, pero la situación era distinta para quienes vivían en otras partes del planeta y no estaban oprimidos por la religión.

Malone seguía siendo escéptico.

—Deje que lo sitúe en un contexto histórico —pidió ella—. Los dos hijos mayores de Carlomagno fallecieron antes que él; el tercero, Luis el Piadoso, heredó el Imperio carolingio. Los hijos de Luis se pelearon con su padre y también entre sí. Eginardo sirvió a Luis con lealtad, igual que hizo con el emperador, pero estaba tan harto de las luchas intestinas que se apartó de la corte y pasó el resto de sus días en una abadía que le regaló Carlomagno. Fue durante esa época cuando escribió su biografía de Carlomagno y —sostuvo en alto el antiguo volumen— este libro.

—En el que relataba un gran viaje, ¿no? —preguntó Malone.

Ella asintió.

—¿Quién dice que es real? Suena a fantasía pura y dura.

Christl Falk negó con la cabeza.

—Su Vida de Carlomagno es una de las obras más afamadas de todos los tiempos, todavía se imprime. Eginardo no era conocido por escribir ficción, y se tomó muchas molestias para ocultar estas palabras.

Malone seguía sin estar convencido.

—Sabemos muchas cosas acerca de las obras de Carlomagno —dijo ella—, pero poco de sus creencias íntimas. Hasta nosotros no ha llegado nada fiable al respecto. Sí sabemos que le encantaban las historias y las epopeyas de la Antigüedad. Con anterioridad a su época, los mitos se conservaban oralmente; él fue el primero en ordenar que se pusieran por escrito, y sabemos que Eginardo supervisó el proceso. Pero Luis, tras heredar el trono, destruyó todos esos textos debido a su contenido pagano. La destrucción de esos escritos debió de disgustar a Eginardo, de manera que se aseguró de que este libro sobreviviera.

—¿Escribiendo parte de él en un idioma que nadie entendiese?

—Algo por el estilo.

—He leído que hay quien afirma que tal vez Eginardo ni siquiera escribiese la biografía de Carlomagno. Nadie sabe nada a ciencia cierta.

—Señor Malone…

—¿Por qué no me llama Cotton? Hace que me sienta raro.

—Un nombre interesante.

—Me gusta.

Ella sonrió.

—Puedo explicarle todo esto mucho más detalladamente. Mi abuelo y mi padre se pasaron años investigando. Hay cosas que quiero enseñarle y que quiero explicarle. Cuando las haya visto y oído creo que convendrá conmigo en que nuestros respectivos padres no murieron en vano.

Aunque sus ojos sugerían que estaba dispuesta a rebatir todos los argumentos de él, Christl Falk estaba jugando su mejor baza, y ambos lo sabían.

—Mi padre era comandante de un submarino —repuso él—. El suyo, pasajero de ese submarino. Vale, no tengo ni idea de lo que hacía ninguno de los dos en el Antártico, pero así y todo murieron en vano.

«Y a nadie le importó un comino», añadió para sí.

Ella apartó la sopa.

—¿Va a ayudamos?

—¿A quiénes?

—A mí, a mi padre, al suyo.

Malone captó la rebelión en su voz, pero necesitaba tiempo para hablar con Stephanie.

—A ver qué le parece esto: deje que lo consulte con la almohada y mañana podrá enseñarme lo que quiera.

Los ojos de ella se dulcificaron.

—Me parece bien, se está haciendo tarde.

Salieron del café y recorrieron la nevada calle camino del Posthotel. Faltaban dos semanas para Navidad, y Garmisch parecía preparada. Para Cotton Malone, las vacaciones tenían sus pros y sus contras. Había pasado las dos últimas con Henrik Thorvaldsen en Christiangade, y ese año probablemente hiciera lo mismo. Se preguntó cuáles serían las tradiciones navideñas de Christl Falk. Parecía presa de la melancolía y no se esforzaba por disimularlo. La veía inteligente y resuelta, no muy distinta de su hermana; sin embargo, ambas mujeres eran dos desconocidas que exigían precaución.

Cruzaron la calle. Muchas de las ventanas del Posthotel, que lucía alegres frescos, se hallaban iluminadas. Su habitación, en la segunda planta, encima del restaurante y el vestíbulo, contaba con cuatro en un lateral y otras tres en la fachada. Había dejado las lámparas encendidas, y un movimiento tras uno de los cristales captó su atención.

Se detuvo: había alguien allí. Christl también lo vio. Alguien apartó las cortinas.

A la vista quedó el rostro de un hombre que tenía la mirada fija en la de Malone. Luego el hombre miró a la derecha, hacia la calle, y abandonó la ventana; su sombra puso de manifiesto una salida precipitada.

Malone divisó un coche con tres hombres aparcado al otro lado de la calle.

—Vamos —pidió.

Sabía que tenían que marcharse, y de prisa. Menos mal que llevaba encima las llaves del coche que había alquilado. Salieron corriendo hacia el coche y subieron.

Malone arrancó en un abrir y cerrar de ojos. Metió una marcha de prisa y corriendo y huyó del hotel, las ruedas derrapando en el asfalto helado. Bajó la ventanilla, se internó en el bulevar y vio por el retrovisor a un hombre que salía del hotel.

Sacó el arma del chaquetón, aminoró la marcha a medida que se acercaba al coche aparcado y disparó a un neumático trasero, lo que hizo que tres bultos se pusieran a cubierto.

Acto seguido, salió pitando.