Garmisch
22:00 horas
Malone entró de nuevo en el Posthotel. Tras abandonar el monasterio había ido directamente a Garmisch, con un nudo en el estómago. A su mente acudía una y otra vez la dotación del NR-1 A, atrapada en el fondo de un océano helado con la esperanza de que alguien acudiera a salvarla. Pero nadie lo hizo.
Stephanie no había llamado. Estuvo tentado de hacerlo él, pero comprendió que ya llamaría ella cuando tuviera algo que decirle.
Esa mujer, Dorothea Lindauer, era un problema. ¿De verdad iba su padre a bordo del NR-1 A? En caso contrario, ¿cómo habría tenido conocimiento del nombre que aparecía en el informe? Aunque el listado de la dotación formaba parte del comunicado de prensa oficial que se facilitó después del hundimiento, él no recordaba que se mencionase a ningún Dietz Oberhauser. Al parecer, no se quería hacer pública la presencia del alemán a bordo del submarino, eso sin tener en cuenta las otras muchas mentiras que se habían contado.
¿Qué estaba pasando allí?
Nada en esa visita a Baviera pintaba bien.
Subió trabajosamente la escalera de madera. Le vendría bien dormir un poco; al día siguiente repasaría la situación. Echó un vistazo al pasillo: la puerta de su habitación estaba entreabierta. Sus esperanzas de descansar se desvanecieron.
Asió el arma en su bolsillo y echó a andar con cuidado por la alegre alfombra que vestía el piso de madera, procurando reducir al mínimo los crujidos que anunciaban su presencia.
Recordó la geografía de la estancia: la puerta se abría a un espacio que desembocaba en un amplio cuarto de baño. A la derecha se hallaba la habitación propiamente dicha, con una gran cama, un escritorio, un par de mesillas, un televisor y dos sillas.
Tal vez los del hotel se hubiesen olvidado de cerrar la puerta. Podía ser, pero después de lo que había pasado ese día no estaba dispuesto a correr riesgos. Se detuvo, empujó la puerta con el arma y reparó en que las lámparas estaban encendidas.
—No pasa nada, señor Malone —aseguró una voz de mujer.
Él echó una ojeada.
Al otro lado de la cama había una mujer alta y con buen cuerpo, con el cabello rubio ceniza a la altura de los hombros. El rostro, sin una sola arruga, terso como la seda; los rasgos delicados, rozando la perfección.
La había visto antes.
¿Dorothea Lindauer?
No.
No exactamente.
—Soy Christl Falk —dijo ella.
Stephanie estaba sentada junto a la ventanilla y Edwin Davis ocupaba el asiento de al lado, de pasillo, cuando el vuelo de Delta procedente de Atlanta inició la maniobra de aproximación final al aeropuerto internacional de Jacksonville. A sus pies se extendían los límites orientales de la Reserva Nacional de Okefenokee, con la vegetación de las pantanosas aguas negras cubierta de un invernal velo marrón. Había dejado a Davis a solas con sus pensamientos durante los cincuenta minutos que duraba el vuelo, pero ya estaba bien.
—Edwin, ¿por qué no me dices la verdad?
Él tenía la cabeza apoyada en el asiento y los ojos cerrados.
—Lo sé. En ese submarino no iba ningún hermano mío.
—¿Por qué le mentiste a Daniels?
Davis se incorporó.
—No tuve más remedio.
—No es propio de ti.
Él la miró.
—¿De veras? Apenas nos conocemos.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Porque eres honesta. Tremendamente ingenua a veces, cabezota, pero siempre honesta. Y eso es mucho decir.
Stephanie se preguntó si no estaría siendo cínico.
—El sistema está corrompido, Stephanie, hasta la médula. Mires a donde mires hay ponzoña.
Ella no sabía adónde quería llegar con eso.
—¿Qué sabes de Langford Ramsey? —preguntó él.
—No me cae bien. Piensa que todo el mundo es idiota y que los servicios de inteligencia no podrían sobrevivir sin él.
—Lleva nueve años como jefe de inteligencia de la Marina, algo inaudito, pero cada vez que se ha planteado la rotación le han permitido seguir en el cargo.
—¿Es un problema?
—Vaya si lo es. Ramsey es ambicioso.
—Da la impresión de que lo conoces.
—Más de lo que me gustaría.
—Edwin, para —dijo Millicent.
Él tenía el teléfono en la mano y estaba marcando el número de la policía local. Ella se lo arrebató y colgó.
—Déjalo estar —pidió.
Él clavó la vista en sus oscuros ojos. Tenía la maravillosa melena castaña despeinada; el rostro, tan delicado como de costumbre pero atribulado. Eran iguales en muchos aspectos: listos, entregados, leales. Tan sólo su raza era distinta: ella, un bello ejemplo de genes africanos; él, la quintaesencia del protestante anglosajón. Se había sentido atraído por ella a los pocos días de ser destinado al Departamento de Estado en calidad de enlace del capitán Langford Ramsey, en la sede de la OTAN en Bruselas.
Acarició con suavidad el reciente moratón que ella tenía en el muslo.
—Te ha pegado —dijo, y le costó añadir—: Otra vez.
—Él es así.
Millicent, teniente de navío nacida en el seno de una familia de marinos, cuarta generación, era ayudante de Langford Ramsey desde hacía dos años, durante uno de los cuales había sido su amante.
—¿Vale la pena? —quiso saber él.
Ella se apartó del teléfono, apretando con fuerza el albornoz. Había llamado hacía media hora y le había pedido que fuese a su apartamento. Ramsey acababa de marcharse. Él no sabía por qué acudía siempre que lo llamaba.
—No quiere hacerlo —se excusó ella—. Su genio le puede. No le gusta que lo rechacen.
A Davis se le revolvieron las tripas al imaginarlos juntos, pero siguió escuchando, pues sabía que ella necesitaba aliviar su falsa culpabilidad.
—Hay que denunciarlo.
—No serviría de nada. Es un hombre influyente, Edwin, un hombre que tiene amigos. A nadie le importaría lo que yo tuviera que decir.
—A mí me importa.
Ella lo miró con gesto de preocupación.
—Me ha dicho que no volvería a hacerlo.
—Igual que la última vez.
—Ha sido culpa mía, lo he presionado. No debería haberlo hecho, pero lo he hecho.
Se sentó en el sofá y le indicó que tomara asiento a su lado. Cuando lo hizo, ella apoyó la cabeza en su hombro y a los pocos minutos se quedó dormida.
—Murió seis meses después —contó Davis, con la voz distante.
Stephanie no dijo nada.
—Paro cardíaco. Las autoridades de Bruselas dictaminaron que probablemente fuera genético. —Davis hizo una pausa—. Ramsey había vuelto a pegarle, tres días antes. Sin dejar marcas. Tan sólo unos puñetazos bien dados. —Calló—. Después pedí que me trasladaran.
—¿Sabía Ramsey lo que sentías por ella?
Davis se encogió de hombros.
—No estoy seguro de lo que sentía, pero dudo mucho que a él le importara. Yo tenía treinta y ocho años e intentaba ascender dentro del Departamento de Estado. Asuntos Exteriores es muy parecido al Ejército: aceptas las cosas como vienen. Pero, como ya dije, con lo de mi falso hermano, me juré que si algún día llegaba a estar en situación de joder a Ramsey, lo haría.
—¿Qué tiene que ver Ramsey con esto?
Davis echó la cabeza hacia atrás.
El avión se dispuso a aterrizar.
—Todo.