QUINCE

Washington, D. C.

13:20 horas

Ramsey volvió al Centro de Inteligencia Marítima Nacional, que albergaba los servicios de inteligencia de la Marina. En su despacho lo recibió su mano derecha, un ambicioso capitán llamado Hovey.

—¿Qué ha pasado en Alemania? —quiso saber de inmediato Ramsey.

—El expediente del NR-1A ha llegado a manos de Malone en el Zugspitze, como estaba previsto, pero cuando el funicular bajaba se ha armado la de San Quintín.

Ramsey escuchó la explicación de Hovey acerca de lo sucedido y luego preguntó:

—¿Dónde está Malone?

—Según el GPS del coche que alquiló, anda de acá para allá: primero ha pasado un rato en su hotel, luego ha ido hasta un lugar llamado monasterio de Ettal, a unos quince kilómetros al norte de Garmisch. El último informe lo situaba en la carretera, de vuelta a Garmisch.

Habían tomado la precaución de colocar un dispositivo de seguimiento en el coche de Malone, con lo que podían permitirse controlarlo vía satélite. Se sentó ante su mesa.

—¿Qué hay de Wilkerson?

—Ese hijo de puta se cree muy listo —contestó Hovey—. Ha seguido a Malone de lejos, ha esperado un tiempo en Garmisch y después ha ido a Füssen a reunirse con el dueño de una librería. Tenía a dos hombres esperando fuera. Se han llevado unas cajas.

—Te saca de quicio, ¿eh?

—Causa muchos más problemas de lo que vale. Tenemos que deshacernos de él.

Ramsey ya había captado cierta aversión.

—¿Dónde se cruzaron vuestros caminos?

—En la sede de la OTAN. Por su culpa casi pierdo los galones de capitán. Menos mal que mi comandante también odiaba a ese capullo lameculos.

Él no tenía tiempo para celos estúpidos.

—¿Sabemos qué está haciendo Wilkerson ahora?

—Probablemente decidiendo quién puede resultarle más útil, si nosotros o ellos.

Cuando Ramsey supo que Stephanie Nelle se había hecho con el informe de la comisión de investigación sobre el NR-1A y cuál era su destino final, envió inmediatamente mercenarios al Zugspitze sin informar a Wilkerson de su presencia a propósito. El jefe de la sección de Berlín pensaba que era el único que se hallaba allí, y había recibido instrucciones de vigilar a Malone e informar.

—¿Ha llamado Wilkerson?

Hovey negó con la cabeza.

—No.

Se oyó el zumbido del intercomunicador y su secretaria le informó de que la Casa Blanca estaba al teléfono. Ramsey despachó a Hovey y lo cogió.

—Tenemos un problema —aseguró Diane McCoy.

—¿Cómo que «tenemos»?

—Edwin Davis anda desatado.

—¿Acaso no lo puede frenar el presidente?

—No, si no quiere hacerlo.

—¿Te da esa impresión?

—He logrado que Daniels hablara con él, pero lo único que ha hecho ha sido escuchar no sé qué perorata de la Antártida, desearle un buen día y colgar.

Él pidió detalles y McCoy le explicó lo que había sucedido. Después Ramsey preguntó:

—¿El presidente no le ha dado importancia a nuestras preguntas sobre el archivo de Zachary Alexander?

—Por lo visto, no.

—Puede que haga falta aumentar la presión. Precisamente ésa era la razón por la que había enviado a Charlie Smith.

—Davis ha hecho piña con Stephanie Nelle.

—No es una persona de peso.

A Magellan Billet le gustaba pensar que era alguien dentro del espionaje internacional. De ninguna manera. ¿Doce abogaduchos? Por favor. Ninguno valía un carajo. ¿Cotton Malone? Ése había sido otra cosa, pero ahora estaba retirado, lo único que le preocupaba era su padre. A decir verdad, en ese preciso instante estaría cabreado, y nada ofuscaba más que la ira.

—Nelle no será un estorbo.

—Davis fue directo a Atlanta. No es impulsivo.

—Cierto, pero así y todo…

—No conoce el juego, las reglas ni las apuestas.

—Eres consciente de que probablemente haya ido en busca de Zachary Alexander, ¿no?

—¿Alguna cosa más?

—No metas la pata.

Ella sería la viceconsejera de Seguridad Nacional, pero él no era ningún subalterno al que dar órdenes.

—Lo intentaré.

—También es mi pellejo, no lo olvides. Que tengas un buen día, almirante.

Y colgó.

Aquello iba a ser arriesgado. ¿Cuántos globos podía mantener bajo el agua a la vez? Miró el reloj.

Al menos uno de los globos estallaría en breve.

Echó un vistazo al New York Times del día anterior, que tenía sobre la mesa, y a un artículo de la sección nacional relativo al almirante David Sylvian, cuatro estrellas y vicepresidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor. Treinta y siete años de servicio en el Ejército, cincuenta y nueve años de edad. En la actualidad, hospitalizado tras sufrir un accidente de moto hacía una semana en una carretera helada de Virginia. Era de esperar que saldría de ésa, pero su estado revestía gravedad. La Casa Blanca le deseaba una pronta recuperación al almirante. Sylvian era un defensor de la eficacia y había reescrito por completo los presupuestos y los procedimientos de adjudicación de contratos del Pentágono. Submarinista. Querido. Respetado. Un obstáculo.

Ramsey no sabía cuándo llegaría su momento, pero ahora que era así, estaba preparado. A lo largo de la semana anterior todo había ido encajando. Charlie Smith se ocuparía de todo allí.

Era hora de pensar en Europa. Cogió el teléfono y marcó un número internacional. Al otro lado sonó cuatro veces antes de que lo cogieran.

—¿Qué tiempo hace? —preguntó.

—Nublado, frío y deprimente.

La respuesta adecuada. Estaba hablando con quien debía.

—Esos paquetes navideños que pedí, me gustaría que los envolvieran bien y los enviaran.

—¿Servicio urgente o correo normal?

—Urgente. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina.

—Si quiere puede tenerlos antes de una hora.

—Estupendo.

Colgó.

Sterling Wilkerson y Cotton Malone pronto estarían muertos.