Monasterio de Ettal
Dorothea Lindauer clavó la vista en las lustrosas piedras color gris azulado que supuestamente había llevado allí su abuelo desde la Antártida. En todos aquellos años, ella no había ido muchas veces a la abadía; esas obsesiones no le decían gran cosa. Y mientras acariciaba la áspera superficie, los dedos recorriendo las extrañas letras que su abuelo y su padre habían pugnado por entender, lo supo a ciencia cierta.
Habían sido unos tontos. Los dos. Sobre todo, su abuelo.
Hermann Oberhauser nació en el seno de una familia aristocrática de políticos reaccionarios, apasionados de sus creencias, incompetentes a la hora de hacer algo por ellas. Se unió al movimiento antipolaco que azotó Alemania a principios de la década de 1930 y recaudó fondos para combatir la odiada República de Weimar. Cuando Hitler subió al poder, Hermann adquirió una empresa de publicidad, vendió espacio editorial a los nacionalsocialistas a precios de ganga y contribuyó a que los camisas pardas pasaran de ser terroristas a líderes. Después puso en marcha una cadena de periódicos y dirigió el DNVP, el Partido Popular Nacional Alemán, que acabó alineándose con los nazis. También engendró tres hijos, dos de los cuales no llegaron a ver el final de la guerra, pues uno murió en Rusia y el otro en Francia. El padre de ella sobrevivió sólo porque era demasiado joven para luchar. Tras firmar la paz, su abuelo se convirtió en una de las innumerables almas desilusionadas que habían hecho de Hitler lo que era y sobrevivió para soportar la vergüenza. Perdió los periódicos, pero por suerte conservó las fábricas, las papeleras y la refinería de petróleo, que eran de utilidad a los aliados, de modo que sus pecados, si no perdonados, fueron convenientemente olvidados.
Su abuelo también sentía un orgullo irracional por su herencia teutónica. Estaba embelesado con el nacionalismo alemán y llegó a la conclusión de que la civilización occidental se hallaba al borde del colapso y su única esperanza residía en recuperar verdades perdidas hacía tiempo. Como ella le había dicho a Malone, a finales de la década de 1930, Oberhauser reparó en los extraños símbolos que decoraban los hastiales de algunas granjas holandesas y terminó creyendo que, junto con el arte rupestre de Suecia y Noruega y las piedras de la Antártida, eran un tipo de jeroglífico ario. La madre de todos los alfabetos. La lengua del cielo.
Un auténtico disparate, pero a los nazis les encantaban esas ideas románticas. En 1931 ya había diez mil hombres en las SS, que Himmler transformó en una élite de jóvenes varones arios. Su Oficina Central para la Raza y el Asentamiento, la RUSHA, decidía con meticulosidad si un aspirante era genéticamente apto para formar parte de ella. Después, en 1935, Himmler dio un paso más y creó un grupo de expertos consagrado a reconstruir el glorioso pasado ario.
La misión de dicho grupo era doble: descubrir pruebas de los antepasados alemanes remontándose al Paleolítico y hacer llegar esos hallazgos al pueblo alemán.
Un largo nombre confería credibilidad a su supuesta importancia: Deutsches Ahnenerbe-Studiengesellschaft für Geistesurgeschichte, Sociedad para la Investigación y Enseñanza de la Herencia Ancestral Alemana o, sencillamente, Ahnenerbe. Algo heredado de los antepasados. 137 eruditos y científicos y 82 cineastas, fotógrafos, artistas, escultores, bibliotecarios, técnicos, contables y secretarias. A cuya cabeza se hallaba Hermann Oberhauser. Y mientras su abuelo se entregaba a la ficción, millones de alemanes morían. Al final, Hitler lo despidió de la Ahnenerbe y humilló públicamente tanto a él como a toda la familia Oberhauser. Fue entonces cuando se retiró allí, a la abadía, a salvo tras los muros protegidos por la religión, e intentó rehabilitarse. Pero no lo consiguió. Ella recordaba el día de su muerte.
—Abuelo.
Se arrodilló junto a la cama y agarró su frágil mano. Los ojos del anciano se abrieron, pero él no dijo nada; hacía tiempo que su nieta se había borrado de su memoria.
—No hay que rendirse nunca —añadió ella.
—Déjame desembarcar.
Las palabras salían con un hilo de voz, y ella tenía que hacer un gran esfuerzo para oírlo.
—Abuelo, ¿qué dices?
Sus ojos se vidriaron; el aceitoso brillo era inquietante. Sacudió la cabeza despacio.
—¿Quieres morir? —preguntó ella.
—He de desembarcar. Díselo al comandante.
—¿De qué estás hablando?
Él sacudió la cabeza de nuevo.
—Su mundo. Ha desaparecido. Tengo que desembarcar.
Ella empezó a hablar para tranquilizarlo, pero la mano de su abuelo se relajó y su pecho se agitó. Luego el anciano abrió la boca lentamente y dijo:
—Heil… Hitler.
Un cosquilleo le recorría la espalda cada vez que recordaba esas últimas palabras. ¿Por qué se había sentido obligado su abuelo a proclamar lealtad al diablo cuando exhalaba el último suspiro?
Por desgracia, ella nunca lo sabría.
Las puertas de la habitación subterránea se abrieron para dar paso a la mujer del funicular. Dorothea la vio pasearse con confianza entre las piezas. ¿Cómo habían llegado las cosas a ese punto? Su abuelo había muerto siendo nazi; su padre, un soñador.
Ahora ella estaba a punto de repetir todo el proceso.
—Malone se ha ido —informó la mujer—. Se ha marchado en su coche. Quiero mi dinero.
—¿Qué ha pasado hoy en la montaña? Tu colega no tenía que morir.
—El asunto se nos ha ido de las manos.
—Has llamado la atención sobre algo que debía pasar inadvertido.
—Ha funcionado: Malone ha venido y usted ha podido mantener con él la charla que quería.
—Has podido ponerlo todo en peligro.
—He hecho lo que me pidió y quiero mi dinero. Y la parte de Erik. Se la ha ganado, con creces.
—¿Es que su muerte no significa nada para ti? —quiso saber Dorothea.
—Se ha extralimitado y eso le ha costado la vida.
Dorothea había dejado de fumar hacía diez años, pero había vuelto a contraer el vicio recientemente. La nicotina parecía calmarle los siempre crispados nervios. Se acercó a uno de los armarios pintados, sacó una cajetilla y le ofreció un cigarrillo a su invitada.
—Danke —dijo ésta al aceptarlo.
Ella sabía que la mujer fumaba por la primera vez que se vieron. Cogió uno a su vez, encontró unas cerillas y encendió ambos pitillos. La mujer dio dos caladas profundas.
—Mi dinero, por favor.
—Claro.
En primer lugar, Dorothea Lindauer vio cómo le cambiaban los ojos: la mirada pensativa fue reemplazada por miedo galopante, dolor, desesperación. Los músculos del rostro de la mujer se tensaron, reflejo de su agonía; los dedos y los labios soltaron el cigarrillo y las manos agarraron el cuello. La lengua se le salió de la boca y se atragantó, necesitaba aire, pero no lo encontró.
De la boca le salieron espumarajos.
La mujer respiró por última vez, tosió e intentó hablar. Luego su cuello se relajó y su cuerpo cayó pesadamente.
En su último aliento se percibía un olor a almendras amargas: cianuro, mezclado hábilmente con el tabaco.
Qué interesante que la mujer que acababa de morir hubiese trabajado para alguien de quien no sabía nada; no había hecho una sola pregunta. Dorothea, por su parte, no había cometido ese mismo error, había investigado a conciencia a sus aliados: la muerta era simple, su motivación era el dinero, pero ella no podía arriesgarse a que se fuera de la lengua.
¿Cotton Malone? Ése podía ser otro cantar.
Porque algo le decía que no había terminado con él.