DOS

Baltimore, Maryland

9:10 horas

Al almirante Langford C. Ramsey le encantaba dirigirse a las multitudes. La primera vez que fue consciente de que disfrutaba con la experiencia había sido en la escuela naval y, a lo largo de una carrera que abarcaba ya más de cuarenta años, siempre había buscado la manera de alimentar su deseo. Ese día hablaba ante la reunión nacional del club Kiwanis, algo un tanto inusual para el jefe de los servicios de inteligencia de la Marina. El suyo era un mundo clandestino de datos, rumores y especulaciones, sus intervenciones públicas se limitaban a alguna comparecencia esporádica ante el Congreso. Sin embargo, de un tiempo a esa parte, con la bendición de sus superiores, se mostraba más accesible. Ni honorarios, ni gastos, ni restricciones de prensa; cuanta más gente, mejor.

Y había habido muchos interesados: ésa era su octava aparición en el último mes.

—Me encuentro aquí hoy para hablarles de algo de lo que, estoy seguro, no saben mucho, algo que ha sido un secreto durante largo tiempo: el submarino nuclear más pequeño de América. —Clavó la vista en la atenta multitud—. Ya sé lo que están pensando: «¿Se ha vuelto loco? ¿El jefe de inteligencia de la Marina va a hablarnos de un submarino ultrasecreto?». —Asintió—. Pues eso es exactamente lo que me dispongo a hacer.

—Comandante, tenemos un problema —informó el timonel.

Ramsey dormitaba tras la silla del primer oficial. El comandante del submarino, que iba sentado a su lado, despertó y miró las pantallas de vídeo.

Todas las cámaras externas mostraban minas.

—Dios santo —musitó el comandante—. Paren máquinas. Que esto no se mueva ni un centímetro.

El piloto obedeció la orden y accionó una serie de interruptores. Tal vez Ramsey sólo fuese teniente de navío, pero sabía que los explosivos se volvían hipersensibles cuando llevaban largos períodos de tiempo inmersos en agua salada. Navegaban por el fondo del Mediterráneo, frente a las costas francesas, rodeados de mortíferos restos de la segunda guerra mundial. Bastaba con que el casco rozara uno de los cuernos metálicos y el NR-1 dejaría de ser alto secreto para sumirse en el más completo olvido.

La embarcación era el arma más especializada de la Marina, idea del almirante Hyman Rickover, y había sido construida en secreto por la friolera de cien millones de dólares. Con menos de cincuenta metros de eslora por unos tres y medio de manga y una dotación de once hombres, se trataba de un submarino minúsculo según todos los estándares y, sin embargo, ingenioso. Capaz de sumergirse hasta casi mil metros, era impulsado por un reactor nuclear único. Tres portillas permitían efectuar una inspección ocular del exterior. La iluminación externa proporcionaba respaldo a numerosas cámaras de televisión, y una garra mecánica hacía posible la recuperación de objetos, un brazo articulado al que se podían acoplar herramientas de manipulación y corte. A diferencia de los submarinos de ataque y los estratégicos, el NR-1 contaba con una torreta de un vivo color naranja, una superestructura plana, una poco práctica quilla de cajón y numerosas protuberancias, incluidas dos retráctiles. Unas ruedas Goodyear rellenas de alcohol le permitían desplazarse por el lecho marino.

—Alineen hélices en tobera —ordenó el comandante.

Ramsey comprendió lo que estaba haciendo su comandante: mantener el casco asentado firmemente en el fondo. Bien. En las pantallas había más minas de las que se podían contar.

—Preparados para dar aire a los tanques de lastre principales —dijo el comandante—. Quiero subir en línea recta, no de lado a lado.

La sala de mando estaba tranquila, lo que amplificaba los silbidos de las turbinas, la ventilación, los chirridos del fluido hidráulico y los pitidos de los componentes electrónicos, los cuales, hacía tan sólo un rato, habían causado en él el mismo efecto que un sedante.

—Con pulso firme —observó el comandante—. Que no se mueva mientras subimos.

El piloto agarró los mandos.

El sumergible carecía de timón; en su lugar contaba con cuatro palancas de caza adaptadas. Típico del NR-1: aunque era lo último en potencia y diseño, la mayor parte de su equipamiento era de la Edad de Piedra, no de la era espacial. La comida se preparaba en un pobre remedo de horno que se utilizaba en aviones comerciales; el brazo articulado era una reliquia de otro proyecto de la Armada; el sistema de navegación, adaptado de aviones de pasajeros transatlánticos, apenas funcionaba bajo el agua. Unos habitáculos estrechos, un servicio que rara vez hacia otra cosa salvo atascarse y, para comer, platos precocinados comprados en un supermercado de barrio antes de salir del puerto.

—¿El sonar no ha detectado esas cosas antes de que aparecieran? —quiso saber el comandante.

—No —respondió uno de los miembros de la dotación—. Salieron sin más de la oscuridad.

El aire comprimido irrumpió en los tanques de lastre principales y el submarino ascendió. El piloto mantenía ambas manos en los mandos, listo para usar los propulsores con el objeto de ajustar la posición.

Sólo tenían que ascender unos treinta metros para estar fuera de peligro.

—Como pueden ver, conseguimos salir de ese campo de minas —dijo Ramsey a la multitud—. Fue en la primavera de 1971. —Asintió—. Sí, desde entonces ha llovido mucho. Yo fui uno de los afortunados que sirvió en el NR-1.

Observó la cara de sorpresa de los allí reunidos.

—Son pocos los que saben de la existencia del submarino. Fue construido a mediados de los años sesenta en el más absoluto secreto, se ocultó incluso a la mayor parte de los almirantes de la época. Contaba con un equipamiento apabullante y podía sumergirse al triple de profundidad que cualquier otra embarcación. No tenía nombre, armas, torpedos ni dotación oficial. Sus misiones eran clasificadas, y muchas todavía lo son a día de hoy. Y, lo que es más asombroso si cabe: el submarino sigue en funcionamiento, en la actualidad es el segundo sumergible en servicio más antiguo de la Marina, activo desde 1969. Ya no es tan secreto como antes, y hoy en día su uso es tanto militar como civil, pero cuando hacen falta ojos y oídos humanos en las profundidades del océano, se envía al NR-1. ¿Recuerdan todas esas historias según las cuales América pinchó los cables telefónicos transatlánticos y espió a los soviéticos? Pues fue cosa del NR-1. Cuando un F-14 equipado con un avanzado misil Fénix cayó al mar en 1976, el NR-1 lo recuperó antes de que pudieran hacerlo los soviéticos. Después del desastre del Challenger, fue el NR-1 el que localizó el cohete sólido con la junta tópica defectuosa.

Nada mejor para captar la atención de la audiencia que una anécdota, y él tenía muchas de su época en aquel sumergible único. Lejos de ser una obra maestra de la tecnología, el NR-1 había presentado numerosos fallos de funcionamiento, y en último término se había mantenido a flote gracias al ingenio de la dotación. Olvidarse del manual, innovar, era su lema. Casi todos los oficiales que habían servido en él habían ascendido en la cadena de mando, incluido él mismo. Le gustaba poder hablar ahora del NR-1, lo cual formaba parte del plan de la Armada para engrosar sus filas a base de airear los triunfos. Los veteranos, como él, podían contar las historias, y la gente, como la que escuchaba en ese momento mientras desayunaba en las mesas, repetiría cada palabra. La prensa, de cuya asistencia él había sido informado, garantizaría una difusión aún mayor. «El almirante Langford Ramsey, jefe de los servicios de inteligencia de la Marina, en un discurso pronunciado ante los miembros del club Kiwanis, contó a los asistentes…».

Tenía una opinión sencilla del éxito: le daba cien vueltas al fracaso.

Debería haberse jubilado hacía dos años, pero era el militar de color con mayor graduación de Estados Unidos, y el primer soltero empedernido que había ascendido a oficial superior de la Marina; unos planes acariciados desde hacía tiempo. Había sido muy cuidadoso. Su rostro era tan resuelto como su voz, el ceño sin fruncir, la sincera mirada amable e impasible. Había encauzado toda su carrera en la Armada con la misma precisión que el oficial de derrota de un submarino, sin permitir interferencias de ningún tipo, sobre todo cuando tenía a la vista un objetivo.

De modo que miró a la multitud y habló con aplomo cuando siguió contando historias.

Sin embargo, había algo que le preocupaba.

Un posible bache en el camino: Garmisch.