Garmisch, Alemania
Martes, 11 de diciembre, en la actualidad
13:40 horas
Cotton Malone odiaba los espacios cerrados.
Su actual desazón se veía incrementada por un remonte abarrotado. La mayoría de los pasajeros estaban de vacaciones y vestían ropa de vivos colores, bastones y esquís al hombro. Reparó en que había distintas nacionalidades: algunos italianos, unos cuantos suizos, un puñado de franceses, pero sobre todo alemanes. Había sido uno de los primeros en subir y, para aliviar su incomodidad, se había acercado a una de las escarchadas ventanas. A casi tres mil metros, y aproximándose, el Zugspitze se recortaba contra un cielo azul acero, la imponente cumbre gris envuelta en un manto de nieve de finales de otoño.
No había sido muy inteligente acceder a quedar allí.
El funicular continuaba su vertiginoso ascenso, dejando atrás uno de los varios caballetes de acero que se alzaban desde los peñascos.
Estaba nervioso, y no sólo por la cantidad de gente que había. En la cima de la montaña más alta de Alemania lo esperaban fantasmas. Llevaba casi cuatro décadas evitando ese encuentro. La gente como él, que enterraba el pasado con tanta determinación, no debería ayudarlo a salir de la tumba tan fácilmente.
Y sin embargo, allí estaba, haciendo precisamente eso.
Las vibraciones se redujeron cuando el remonte entró en la estación para detenerse después.
Los esquiadores salieron en tropel hacia otro remonte que los llevaría hasta un circo glaciar situado a una gran altitud, donde aguardaba una casa de montaña y varias pistas de esquí. Él no sabía esquiar, nunca lo había hecho, nunca le había apetecido.
Se abrió paso hasta el centro de información, que un letrero amarillo identificaba como Münchner Haus. Un restaurante ocupaba la mitad del edificio, mientras que el resto albergaba un cine, una cafetería, un mirador, tiendas de recuerdos y una estación meteorológica.
Empujó unas gruesas puertas de cristal y salió a una terraza protegida por una barandilla. El vigorizante aire alpino hizo que se le cortaran los labios. Según Stephanie Nelle, su contacto debía esperarlo en el mirador. No cabía duda de que estar a casi tres mil metros de altura en los Alpes confería al encuentro una mayor dosis de privacidad.
El Zugspitze se encontraba en la frontera. Una serie de riscos nevados se erguía por el sur en dirección a Austria; por el norte se extendía un valle con forma de cuenco festoneado por picos rocosos. Un velo de bruma helada envolvía la localidad alemana de Garmisch y su compañera, Partenkirchen. Ambas ciudades eran mecas del deporte, y en la región no sólo se practicaba el esquí, sino también el bobsleigh, el patinaje y el curling.
Más deportes que él evitaba.
En el mirador no había nadie a excepción de una pareja de ancianos y un puñado de esquiadores que al parecer habían hecho un descanso para disfrutar de las vistas. Malone había acudido allí para resolver un misterio, un misterio que lo obsesionaba desde el día en que unos hombres vestidos de uniforme fueron a decirle a su madre que su esposo había muerto.
Se perdió el contacto con el submarino hace cuarenta y ocho horas. Enviamos barcos de búsqueda y salvamento al Atlántico Norte, que han peinado la última posición conocida. Hace seis horas se encontró él pecio. Antes de comunicárselo a las familias hemos querido asegurarnos de que no había supervivientes.
Su madre no lloró. No era su estilo. Pero eso no quería decir que no estuviera desolada. Pasaron años antes de que su mente adolescente planteara preguntas. Aparte de los comunicados oficiales, el gobierno no dio muchas explicaciones. Cuando él entró en la Marina, trató de ver el informe que había redactado la comisión de investigación sobre el hundimiento del submarino, pero le dijeron que era material clasificado. Probó de nuevo cuando era agente del Departamento de Justicia, provisto de una acreditación que le permitía acceder a áreas restringidas: nada. Cuando Gary, su hijo, que a la sazón tenía quince años, fue a verlo durante el verano, él tuvo que hacer frente a nuevas preguntas. Gary no había conocido a su abuelo, pero quería saber más cosas de él, en particular, cómo había muerto. La prensa había cubierto el hundimiento del USS Blazek, que se produjo en noviembre de 1971, de forma que leyeron muchos de los viejos artículos en Internet. La charla reavivó sus propias dudas, lo bastante para decidirse a hacer algo al respecto.
Metió las manos en los bolsillos del tres cuartos y recorrió la terraza.
A lo largo de la barandilla había varios catalejos de monedas. Ante uno de ellos se encontraba una mujer con el oscuro cabello recogido en un moño poco favorecedor. Llevaba puesto un vistoso mono, había dejado los esquís y los bastones apoyados al lado, y escudriñaba el valle que tenía a los pies.
Malone se dirigió hacia ella como si tal cosa. Hacía tiempo que había aprendido a no apresurarse. Eso sólo creaba problemas.
—Menudas vistas —observó.
Ella se volvió.
—Sí, sin duda —repuso.
Su tez era color canela, lo cual, unido a lo que en su opinión eran una boca, una nariz y unos ojos egipcios, indicaba que procedía de Oriente Próximo.
—Soy Cotton Malone.
—¿Cómo ha sabido que era yo la persona con quien tenía que reunirse?
Él señaló el sobre marrón que descansaba en la base del catalejo.
—Por lo visto, ésta no es una misión muy estresante. —Sonrió—. Haciendo un recado, ¿no?
—Algo parecido. Iba a venir a esquiar, a tomarme una semana libre, por fin. Siempre he querido hacerlo. Stephanie me preguntó si podía traer eso —dijo señalando el sobre. Luego volvió a mirar por el catalejo—. ¿Le importa si termino con esto? Cuesta un euro y quiero ver qué hay ahí abajo.
La mujer hizo girar el aparato, escrutando el kilométrico valle alemán.
—¿Tiene nombre? —preguntó él.
—Jessica —contestó ella sin apartar los ojos del catalejo.
Malone se acercó para coger el sobre, pero la bota de ella se lo impidió.
—Un momento. Stephanie dijo que me asegurara de que entendía usted que ahora están en paz.
El año anterior él le había echado una mano a su antigua jefa en Francia. Entonces ella le había dicho que le debía un favor, y que lo usara sabiamente.
Y eso había hecho.
—De acuerdo. La deuda está saldada.
La mujer se separó del catalejo, el viento le enrojecía las mejillas.
—He oído hablar de usted en Magellan Billet. Es poco menos que una leyenda. Uno de los doce agentes iniciales.
—No sabía que fuera tan popular.
—Stephanie dijo que, además, era modesto.
Malone no estaba de humor para cumplidos. El pasado lo esperaba.
—¿Puedo coger el expediente?
Los ojos de ella se encendieron.
—Claro.
Malone recuperó el sobre. Lo primero que se le pasó por la cabeza fue cómo algo tan delgado podría responder tantas preguntas.
—Debe de ser importante —comentó ella.
Otra lección que había aprendido era pasar por alto aquello a lo que no se quiere contestar.
—¿Lleva mucho en Billet?
—Un par de años. —Se bajó de la base del catalejo—. Pero no me gusta. Estoy pensando en dejarlo. Tengo entendido que usted también se fue pronto.
Teniendo en cuenta la despreocupación con la que actuaba, dejarlo no parecía una mala idea. Durante sus doce años de ejercicio, Malone sólo había tenido vacaciones tres veces, durante las cuales siempre había estado en guardia. La paranoia era uno de los muchos gajes del oficio que entrañaba ser agente, y dos años de baja voluntaria no habían conseguido curar aún ese trastorno.
—Disfrute del esquí —le dijo a la mujer.
Al día siguiente, él volvería a Copenhague. Ese día pensaba pasarse por unas cuantas tiendas de libros antiguos que había por la zona, un gaje de su nuevo oficio: librero.
Ella lo miró con fijeza mientras cogía los esquís y los bastones.
—Eso pretendo.
Dejaron la terraza y atravesaron el centro de información, prácticamente desierto. Jessica fue directa al remonte que la llevaría hasta el circo glaciar, mientras que Malone fue hacia el funicular que lo devolvería al nivel del suelo, casi tres mil metros más abajo.
Entró en el vacío remonte con el sobre en la mano. Lo satisfizo que no hubiese nadie. Sin embargo, justo antes de que se cerraran las puertas, entraron un hombre y una mujer cogidos de la mano. El empleado cerró las puertas por fuera y el remonte salió de la estación.
Malone se puso a mirar por las ventanas delanteras.
Los espacios cerrados eran una cosa; los espacios cerrados y estrechos, otra. No tenía claustrofobia, era más una sensación de falta de libertad. En el pasado la toleraba —se había visto bajo tierra en más de una ocasión— pero el malestar que experimentaba era uno de los motivos por los cuales años antes, cuando entró en la Marina, a diferencia de su padre no se decidió por los submarinos.
—Señor Malone.
Él se volvió.
La mujer lo apuntaba con un arma.
—Deme el sobre.