6. LA LUCHA DE JACOB

No puedo resumir en pocas palabras lo que el extraño músico Pistorius me enseñó sobre Abraxas. Lo más importante que aprendí de él fue a dar un nuevo paso en el camino hacia mí mismo. Yo era entonces, con mis dieciocho años, un chico poco corriente, precoz en unos sectores y muy retrasado y desorientado en otros. Cuando me comparaba con los demás, me sentía unas veces orgulloso y satisfecho de mí mismo pero otras deprimido y humillado. Unas veces me consideraba un genio, otras un loco. No conseguía compartir las alegrías y la vida de mis compañeros, y me hacía reproches y cábalas como si estuviera irremediablemente separado de ellos y se me negara la vida.

Pistorius, que era un extravagante declarado, me enseñó a tener valor y respeto de mí mismo. Él me dio ejemplo encontrando siempre algo valioso en mis palabras, sueños, fantasías y pensamientos, que tomaba siempre en serio y discutía con interés.

—Me ha dicho usted que le gusta la música porque no es moral. De acuerdo. ¡Entonces, no tiene usted que empeñarse en ser moralista! No debe compararse con los demás; y si la naturaleza le ha creado como murciélago, no pretenda ser un avestruz. A veces se considera raro, se acusa de andar por otros caminos que la mayoría. Eso tiene que olvidarlo. Mire al fuego, observe las nubes; y cuando surjan los presagios y comiencen a hablar las voces de su alma, entréguese usted a ellas sin preguntarse primero si le parece bien o le gusta al señor profesor, al señor padre o a no sé qué buen Dios. Así uno se estropea, desciende a la acera y se convierte en fósil. Querido Sinclair, nuestro dios se llama Abraxas, y es dios y diablo; abarca el mundo oscuro y el claro. Abraxas no tiene nada que objetar a ninguno de sus pensamientos, a ninguno de sus sueños. No lo olvide. Le abandonará el día en que sea normal e intachable.

Le olvidará y se buscará una nueva olla donde cocer sus ideas. El extraño sueño de amor era el más fiel de entre todos mis sueños. ¡Cuántas veces se repitió! Soñaba que entraba en nuestra vieja casa por el portal, bajo el escudo, y que quería abrazar a mi madre; y que en su lugar encontraba entre mis brazos a una mujer grande, medio hombre, medio madre, que me inspiraba miedo pero hacia la que me sentía ardientemente atraído. Me sentía incapaz de contar este sueño a un amigo. Me lo guardaba, aunque le hubiera revelado todo lo demás. Era mi rincón, mi secreto, mi refugio.

Cuando estaba deprimido, rogaba a Pistorius que me tocara el pasacalle del viejo Buxtehude. Entonces me sentaba en la iglesia oscura, al anochecer, absorto en aquella extraña y ferviente música que se perdía en sí misma y se escuchaba a sí misma, que me hacía bien y me disponía aún más a dar la razón a las voces del alma.

A veces nos quedábamos un rato en la iglesia cuando la música del órgano había callado, contemplando cómo la tenue luz entraba y se perdía por las altas ventanas ojivales.

—Parece absurdo —dijo Pistorius— que yo haya sido estudiante de teología y hasta haya estado a punto de hacerme cura. Pero el error que cometí sólo fue de forma. Mi vocación y mi meta es ser sacerdote. Unicamente me contenté demasiado pronto y me puse a disposición de Jehová antes de haber conocido a Abraxas. ¡Ah, cada religión tiene su belleza! La religión es alma pura, y da lo mismo que uno comulgue como los cristianos o que peregrine a la Meca.

—Entonces —opiné yo— podía usted haber sido sacerdote.

—No, Sinclair, no. Hubiera tenido que mentir. Nuestra religión se practica hoy como si no lo fuera. Simula que es obra de la razón. En último caso hubiera podido ser sacerdote católico; pero protestante, ¡nunca! Los pocos creyentes verdaderos —conozco algunos— se atienen generalmente a la letra; a ellos no les podría decir, por ejemplo, que Cristo para mí no es un hombre, sino un héroe, un mito, una gigantesca sombra en la que la humanidad se ve proyectada a sí misma contra muro de la eternidad. Y a los demás, a los que van a la iglesia a oír palabras sensatas, para cumplir un deber, para no perderse algo y por otras razones parecidas, a ésos, ¿qué les podría haber dicho? ¿Convertirlos? ¿Usted cree? Pero a mí eso no me interesa. El sacerdote no quiere convertir a nadie; quiere únicamente vivir entre creyentes, entre sus iguales, y quiere ser portador y expresión del sentimiento que forja a nuestros dioses.

Se interrumpió y luego siguió:

—Nuestra nueva fe, para la que hemos elegido el nombre de Abraxas, es hermosa, querido amigo. Es lo mejor que tenemos. ¡Pero está aún en mantillas! Aún no le han crecido las alas. ¡Ah!, una religión solitaria no es verdadera. Tiene que convertirse en comunitaria; tiene que tener sus cultos, sus bacanales, sus fiestas y sus misterios…

Se quedó pensativo y abstraído.

—¿No se pueden celebrar los misterios a solas o en un círculo muy pequeño? —pregunté vacilante.

—Se puede —asintió—. Yo los celebro desde hace mucho tiempo. He celebrado cultos que me acarrearían años de cárcel si se descubrieran. Pero sé que esto no es aún el camino verdadero.

De pronto me dio un golpe en el hombro, asustándome.

—Muchacho —dijo con vehemencia—, también usted celebra misterios. Sé que tiene usted sueños de los que nada me dice. No los quiero conocer. Pero le digo una cosa: ¡vívalos todos, viva esos sueños, eríjales altares! No es lo perfecto, pero es un camino. Ya se verá si nosotros, usted y yo y algunos más, somos capaces de renovar el mundo. Pero debemos renovarlo en nosotros mismos, día a día; si no, nada valemos. ¡Piense en ello! Usted tiene dieciocho años, Sinclair, y no corre detrás de las prostitutas; usted debe tener sueños de amor, deseos de amor. Quizá son de tal especie que le asustan. ¡No los tema! ¡Son lo mejor que posee! Créame. Yo he perdido mucho por haber amordazado mis sueños cuando tenía su edad. Eso no debe hacerse. Cuando se conoce a Abraxas, ya no se debe hacer. No hay que temer rada ni creer ilícito nada de lo que nos pide el alma.

Asustado, objeté:

—¡Pero no se puede hacer todo lo que a uno le apetece! ¡No se puede matar a un hombre porque a uno le resulta desagradable!

Se acercó más a mí:

—En determinadas circunstancias se puede hasta eso. Pero la mayoría de las veces se trata de un error. Yo no digo que usted haga todo lo que le pase por su mente. No. Pero tampoco debe usted envenenar las ideas, reprimiéndolas y moralizando en torno a ellas, porque tienen su sentido. En vez de clavarse a sí mismo o a otro en una cruz, se puede beber vino de una copa con pensamientos elevados, pensando en el misterio del sacrificio. Se puede también, sin estas ceremonias, tratar los propios instintos, las llamadas tentaciones de la carne, con amor y respeto; entonces nos descubren su sentido porque todas tienen sentido. Cuando se le vuelva a ocurrir algo muy aberrante o pecaminoso, Sinclair, cuando desee de pronto matar a alguien o cometer no sé qué monstruosidad inconmensurable, piense un momento que es Abraxas el que está fantaseando en su interior. El hombre a quien quiere matar nunca es fulano o mengano; seguramente es sólo un disfraz. Cuando odiamos a un hombre, odiamos en su imagen algo que se encuentra en nosotros mismos. Lo que no está dentro de nosotros mismos no nos inquieta.

Nunca había dicho Pistorius nada que me llegara tan hondo. No pude contestar nada. Lo que me había impresionado vivamente era la coincidencia de estas palabras con las de Demian, que yo llevaba en mi alma desde hacía años. Los dos no se conocían y los dos me decían lo mismo.

—Las cosas que vemos —dijo Pistorius con voz apagada— son las mismas cosas que llevamos en nosotros. No hay más realidad que la que tenemos dentro. Por eso la mayoría de los seres humanos vive tan irrealmente; porque cree que las imágenes exteriores son la realidad y no permiten a su propio mundo interior manifestarse. Se puede ser muy feliz así, desde luego. Pero cuando se conoce lo otro, ya no se puede elegir el camino de la mayoría. Sinclair, el camino de la mayoría es fácil, el nuestro difícil. Caminemos.

Unos días más tarde, después de haberle esperado dos veces en vano, le encontré por la noche en la calle. Apareció por una esquina solo, empujado por el frío viento nocturno, dando traspiés y completamente borracho. No quise hablarle. Pasó junto a mí sin verme, con ojos alucinados y muy solos, como si siguiera una llamada misteriosa desde lo desconocido. Le seguí hasta el final de una calle. Pistorius se alejaba, como arrastrado por un hilo invisible, con paso fanático y a la vez descoyuntado como un fantasma. Entristecido, volví a casa, a mis sueños sin remedio.

«¡Así renueva él el mundo en su interior…!», pensé; pero en seguida me di cuenta de que aquel era un pensamiento bajo y moralizante. ¿Qué sabía yo de sus sueños? Quizá caminara en su borrachera por un camino más cierto que yo con mis miedos.

En los recreos entre las clases había advertido que un compañero al que nunca había hecho mucho caso buscaba mi compañía. Era un chico pequeño de aspecto débil, delgado, con pelo fino y rojizo, que tenía algo especial en su mirada y en su comportamiento. Una tarde, cuando yo volvía a casa, me esperó en la calle, me dejó pasar, corrió detrás de mí y se quedó parado delante de la puerta de mi casa.

—¿Quieres algo de mí? —le pregunte.

—Quería solamente hablar contigo —dijo tímidamente—. Por favor, acompáñame un poco.

Le seguí y noté que estaba muy excitado y expectante. Sus manos temblaban.

—¿Eres espiritista? —preguntó de golpe.

—No, Knauer —dije riendo—. Ni por asomo. ¿Cómo se te ha ocurrido?

—¿Pero eres teósofo, verdad?

—Tampoco.

—¡Oh, no te cierres así! Intuyo que en ti hay algo especial. Se te ve en los ojos. Estoy seguro de que tienes trato con los espíritus. ¡Y no pregunto por curiosidad, Sinclair! Yo mismo estoy buscando, ¿sabes?; ¡y me siento tan solo!

—Anda, cuéntame —le animé—. Desde luego, no sé nada de espíritus; pero vivo en mis sueños y tú lo has notado. El resto de la gente también vive en sueños, pero no en los propios. Ahí está la diferencia.

—Sí, quizá —murmuró—. Lo que importa es qué clase de sueños se vive. ¿Has oído hablar de la magia blanca?

Tuve que responder que no.

—Pues consiste en aprender a dominarse. Así se hace uno inmortal y adquiere poderes mágicos. ¿No has hecho nunca ejercicios de esos?

A mis preguntas interesadas sobre esos ejercicios contestó con evasivas misteriosas, hasta que decidí marcharme. Entonces empezó a hablar.

—Verás, cuando, por ejemplo, quiero dominarme o concentrarme, hago uno de esos ejercicios. Pienso en algo: una palabra, un nombre o una figura geométrica. Pienso intensamente, con todas mis fuerzas, e intento imaginármelo dentro de la cabeza hasta que lo siento dentro. Me lo imagino en la garganta y así sucesivamente, hasta que estoy saturado de ello. Entonces me siento firme y ya nada consigue sacarme de mi equilibrio.

Comprendí más o menos lo que quería decir. Pero me daba cuenta de que algo más le inquietaba; estaba extraordinariamente agitado y nervioso. Intenté facilitarle las preguntas y pronto me expuso su verdadero problema.

—Tú eres casto, ¿verdad? —me preguntó temeroso.

—¿Qué quieres decir? ¿Te refieres a lo sexual?

—Sí, sí. Yo hace dos años que lo soy, desde que conozco algo de esa magia. Antes me dedicaba a un vicio… ya sabes. ¿Tú nunca has estado con una mujer?

—No —dije—. Aún no he encontrado la que busco.

—Pero si la encontraras y creyeras que era la verdadera, ¿te acostarías con ella?

—Pues claro. Suponiendo que ella no tuviera nada en contra —dije con algo de sarcasmo.

—¡Oh, estás completamente equivocado! Sólo se pueden desarrollar las fuerzas interiores si uno es completamente casto. Yo lo soy desde hace dos años. Dos años y algo más de un mes. ¡Es tan difícil! ¡A veces no puedo casi soportarlo!

—Oye, Knauer, yo no creo que la castidad sea tan importante.

—Ya sé —protestó—, eso es lo que dicen todos. Pero no lo hubiera esperado de ti. El que quiera andar por el camino superior de la espiritualidad, tiene que mantenerse puro. ¡No cabe duda!

—Bueno, pues hazlo. Pero no entiendo por qué un hombre que reprime su sexo va a ser más «puro» que cualquier otro. ¿O es que tú puedes eliminar lo sexual de todos tus pensamientos y sueños?

Me miró desesperado.

—¡No, claro que no! ¡Pero, Dios mío, debiera ser así! Por la noche tengo sueños que no podría contármelos ni a mí mismo. ¡Sueños horribles, créeme!

Me acordé de lo que me había dicho Pistorius. Pero, aunque consideraba válidos sus consejos, no podía transmitirlos; no sabía dar un consejo que no proviniera de mi propia experiencia y que yo mismo no me atreviera a seguir consecuentemente. Me quedé callado y me sentí humillado por no saber dárselo a alguien que venía a pedírmelo.

—¡Lo he intentado todo! —lloriqueaba Knauer junto a mí—. He hecho todo lo que se puede hacer, con agua fría, con nieve, con gimnasia, con carreras. Pero no sirve de nada. Todas las noches me despierto sobresaltado por sueños en los que no debo pensar. Y lo peor es que lentamente voy perdiendo todo lo que he aprendido intelectualmente. Ya casi no consigo concentrarme o dominarme; a veces me paso la noche entera en vela. No voy a poder aguantarlo mucho tiempo. Si al final no puedo luchar, si cedo y me ensucio otra vez, voy a ser más miserable que los que nunca han luchado siquiera. Lo comprendes, ¿verdad?

Asentí, pero no tenía nada que añadir a eso. Empezaba a aburrirme. Me asusté de mí mismo porque su miseria y su desesperación, tan patentes, no lograban hacerme una impresión más profunda. Sólo sentía que no podía ayudarle.

—Entonces ¿tú no sabes decirme nada? —dijo por fin, agotado y triste—. ¿Nada en absoluto? Tiene que haber un camino. ¿Cómo lo solucionas tú?

—Yo no sé decirte nada, Knauer. En este caso, uno no puede ayudar a los demás. A mí tampoco me ha ayudado nadie. Tienes que recapacitar sobre ti mismo y hacer lo que brote verdaderamente de tu ser. No hay otra solución. Si no te encuentras a ti mismo, creo que no encontrarás tampoco a ningún espíritu.

El pobre chico me miró desilusionado y súbitamente mudo. Luego su mirada refulgió con odio, me hizo una mueca y gritó:

—¡Ah, menudo hipócrita estás tú hecho! ¡También tú tienes tu vicio, ya lo sé! Te haces el sabio y en secreto estás en la misma basura que yo y que todos. ¡Eres un cerdo! ¡Un cerdo como yo! ¡Todos somos cerdos!

Eché a andar y le dejé. Me siguió aún dos o tres pasos; luego se quedó atrás, se volvió y se alejó corriendo. Me invadió un sentimiento mezcla de compasión y asco y no me pude librar de él hasta que llegué a casa y pude rodearme en mi cuarto de mis dibujos, entregándome con ardiente fervor a mis propios sueños. En seguida surgió el del portal y el escudo, el de mi madre y el de la mujer desconocida; y vi tan claros los rasgos de la mujer que comencé a dibujar su retrato aquella misma noche.

Cuando a los pocos días estuvo terminado, lo colgué al anochecer en la pared de mi cuarto, puse la lámpara delante y me quedé delante de él como ante un espíritu con el que tenía que luchar hasta conseguir una solución definitiva. Era un rostro parecido a Demian, y en algunos rasgos parecido a mí. Uno de los ojos estaba más alto que el otro; su mirada flotaba sobre mí con fijeza pensativa, llena de fatalidad.

Permanecí delante de él; y del esfuerzo interior me fui quedando helado hasta el corazón. Interrogaba al retrato, le acusaba, le acariciaba, le adoraba; llamándole madre, amada, prostituta y perdida, Abraxas. Recordé las palabras de Pistorius. ¿O eran las de Demian? No podía recordar cuándo fueron pronunciadas pero creí estar oyéndolas de nuevo. Eran palabras sobre la lucha de Jacob con el ángel de Dios y aquella frase: «No te dejaré hasta que me hayas bendecido».

El rostro, iluminado por la lámpara, se transformaba a cada invocación. Se volvía luminoso y claro, y luego oscuro y negro; cerraba los párpados pálidos sobre los ojos muertos y los volvía a abrir lanzando miradas ardientes. Era mujer, hombre, muchacha; era un niño pequeño, un animal; se disolvía en una mancha, volvía a crecer y a aclararse. Por fin cerré los ojos, impulsado por una poderosa voz interior; y entonces vi el retrato dentro de mí, más grandioso y más potente. Quise arrodillarme delante de él; pero estaba tan dentro de mí que no pude separarlo de mí mismo, como si se hubiera asimilado por completo a mi yo.

Escuché un oscuro y tumultuoso bramido como de vendaval de primavera y me puse a temblar preso de un indescriptible sentimiento nuevo de miedo y vivencia. En mi alma destellaban estrellas y se volvían a apagar; los recuerdos de mi primera y olvidada infancia fluían apretados ante mis ojos. Pero mis recuerdos, que parecían repetir toda mi vida hasta lo más íntimo, no acababan ni ayer ni hoy; seguían, reflejaban un futuro, me arrancaban del día presente hacia nuevas formas de vida cuyas imágenes eran terriblemente claras y cegadoras pero de las que no pude recordar ninguna.

Por la noche me desperté de un profundo sueño. Me encontré aún vestido sobre la cama. Encendí la luz con la sensación de tener que recordar algo muy importante; pero nada sabía ya de las horas anteriores. Al encender la luz aparecieron lentamente los recuerdos. Busqué el retrato, pero ya no estaba en la pared ni tampoco sobre la mesa. Entonces me pareció recordar que lo había quemado. ¿O había soñado que lo había quemado con mis propias manos y me había comido luego las cenizas?

Una terrible inquietud se apoderó de mí. Me puse el sombrero, atravesé la casa y la calle como arrastrado por un impulso; anduve y anduve por calles y plazas como arrastrado por un torbellino; escuché delante de la iglesia de mi amigo, sumida en la oscuridad, buscando y buscando sin saber qué, llevado por un oscuro instinto. Pasé por un arrabal, donde estaban los prostíbulos; aquí y allá brillaba alguna luz. Más allá se alzaban edificios en construcción y montones de ladrillos, cubiertos en parte por nieve grisácea. Errando como un sonámbulo por aquel desierto, me acordé de la casa en construcción de mi ciudad natal a la que Kromer, mi verdugo, me había arrastrado para ajustar cuentas por primera vez. En la noche gris se levantaba ante mis ojos una casa en construcción parecida a aquella, esperándome con su negro portal. Una fuerza me obligaba a entrar; quise alejarme, tropezando con la arena y los escombros, pero la fuerza era irresistible: tuve que entrar.

Dando traspiés sobre vigas y ladrillos rotos entré tambaleándome en el desolado recinto. Olía vagamente a humedad fría y a piedra. Había un montón de arena, un manchón blanquecino; el resto estaba a oscuras. Me llamó una voz espantada:

—¡Sinclair! ¡Por Dios! ¿De dónde sales?

Junto a mí emergió de la oscuridad una silueta humana, un chico pequeño y delgado como un fantasma y con cabellos erizados; reconocí a mi compañero Knauer.

—¿Cómo has venido hasta aquí? —me preguntó enloquecido de excitación—. ¿Cómo has podido encontrarme?

No comprendí lo que quería decir.

—No te he buscado —dije aturdido; cada palabra me costaba esfuerzo y salía trabajosamente entre mis labios torpes y helados.

Me miró desconcertado.

—¿No me has buscado?

—No. Algo tiraba de mí. ¿Me has llamado tú? ¡Seguro que me has llamado! ¿Qué haces aquí? ¡Si es de noche!

Me rodeó desesperadamente con sus brazos delgados.

—Sí, de noche. Pronto amanecerá. ¡Oh Sinclair, tú no me has olvidado! ¿Podrás perdonarme?

—¿Perdonarte, qué?

—¡Oh, me porté tan mal contigo!

En aquel momento me vino a la memoria nuestra conversación. ¿Cuántos días habían transcurrido desde entonces? ¿Cuatro, cinco? Me daba la impresión de que había pasado una eternidad. De pronto me di cuenta de todo. No sólo de lo ocurrido entre nosotros, sino también de por qué había venido yo a aquel lugar y de lo que Knauer había querido hacer.

—¿Querías suicidarte, Knauer?

Se estremeció de frío y de miedo.

—Sí, quería. No sé si hubiera podido. Quería esperar hasta el amanecer.

Le conduje afuera. Los primeros rayos de luz de la mañana, horizontales y fríos, brillaban mortecinos en el aire gris.

Le llevé un trecho cogido del brazo.

—Ahora te vas a casa y no dices a nadie nada. Te has equivocado de camino, ¿comprendes? No somos cerdos como tú crees. Somos seres humanos. Creamos dioses y luchamos con ellos; y ellos nos bendicen.

Seguimos caminando en silencio y nos separamos. Cuando llegué a casa era de día.

Lo mejor que me ofreció aquel tiempo en St. fueron las horas que pasé con Pistorius junto al órgano o frente al fuego de la chimenea. Leímos juntos un texto griego sobre Abraxas; él me leyó unos fragmentos de una traducción de los Vedas y me enseñó a recitar la sagrada «Om». Sin embargo, no fueron estas sabidurías las que me impulsaron hacia adelante, sino más bien todo lo contrario. Lo que me hacía bien era avanzar en mi interior, la creciente confianza en mis propios sueños, pensamientos e intuiciones; y también la conciencia creciente del poder que llevaba en mí mismo.

Con Pistorius me entendía en todos los sentidos. No necesitaba más que pensar intensamente en él para que apareciera o me llegara un saludo suyo. Podía preguntarle cualquier cosa como a Demian, sin necesidad de que estuviera delante: no necesitaba más que imaginármelo y dirigirle mis preguntas en forma de intensos pensamientos. Toda la fuerza psíquica vertida en la pregunta me volvía convertida en respuesta. Pero no era la persona de Pistorius la que me imaginaba ni la de Max Demian, sino el retrato soñado y dibujado por mí; era esta imagen andrógina de mi demonio, mitad hombre, mitad mujer, a la que tenía que invocar. Ahora no vivía ya solamente en mis sueños y sobre el papel, sino en mí como una imagen ideal, como potenciación de mí mismo.

Mis relaciones con Knauer, el suicida frustrado, tomaron un matiz curioso y a veces casi cómico. Desde aquella noche en la que yo le había sido enviado, iba detrás de mí como un criado o un perro fiel, intentando unir su vida a la mía y siguiéndome ciegamente. Acudía a mí con las preguntas y los deseos más raros; quería ver espíritus, aprender la cábala; y no me quería creer cuando le aseguraba que yo no sabía nada de esas cosas. Me creía capaz de todo. Era curioso que muchas veces viniera con sus preguntas tontas y raras precisamente cuando yo mismo tenía algún problema que resolver, y que sus caprichosas ocurrencias y preocupaciones me dieran a menudo la clave y el impulso para solucionar las mías. Con frecuencia su presencia me molestaba, y yo le ordenaba que se marchara con tono autoritario; pero al mismo tiempo sentía que también él me había sido enviado, que también él me devolvía doblado lo que yo le daba, que también él era como un guía o más bien un camino para mí. Los libros y escritos absurdos que me traía y en los que él buscaba su salvación me enseñaron más de lo que yo podía imaginar en aquel momento.

Más adelante Knauer desapareció de mi vida sin pena ni gloria. Con él no hubo necesidad de explicaciones; pero con Pistorius, sí. Con Pistorius me sucedió algo muy extraño al final de mi época de colegio en St. Tampoco los hombres bondadosos se libran de entrar a lo largo de su vida una o varias veces en conflicto con las bellas virtudes de la piedad y de la gratitud. Cada hombre tiene que dar una vez el paso que le aleja de su padre, de su maestro; cada cual tiene que probar la dureza de la soledad, aunque la mayoría de los hombres aguanta poco y acaba por claudicar. De mis padres y de su mundo, el mundo «claro» de mi niñez, me había separado sin lucha; lenta y casi imperceptiblemente me había alejado de ellos. Aquello me dolía, y durante las visitas a casa me amargaba las horas; sin embargo, no llegaba hasta el corazón: se podía soportar.

Pero en los casos en los que no ha sido la costumbre sino el más íntimo impulso el que nos ha llevado a ofrecer amor y veneración, cuando hemos sido discípulos y amigos de todo corazón, el momento de reconocer que la corriente dominante en nosotros se aparta de la persona querida es amargo y terrible. Cada pensamiento que rechaza al amigo y al maestro se vuelve con aguijón venenoso contra nuestro propio corazón; cada golpe de defensa nos da en la propia cara. A quien creía actuar según una moral válida se le aparecen las palabras «infidelidad» e «ingratitud» como vergonzosos reproches y estigmas; el corazón aterrado huye temeroso a refugiarse en los amados valles de las virtudes infantiles. Me costaba trabajo comprender que también esta ruptura ha de ser llevada a cabo, que también hay que cortar este lazo.

Poco a poco un sentimiento fue negándose en mi a reconocer a mi amigo Pistorius incondicionalmente como guía. Su amistad, su consejo, su consuelo y su presencia había sido lo mejor que yo había tenido en los meses más difíciles de mi adolescencia. A través de él Dios me había hablado. De su boca habían salido mis sueños, clarificados e interpretados. Él me había dado el valor de aceptarme a mí mismo. Y ahora sentía una creciente resistencia contra Pistorius. Creí oír demasiadas enseñanzas en sus palabras, y sentí que captaba solamente una parte de mi ser.

No hubo riña, ni discusión entre nosotros, ni ruptura, ni siquiera una explicación. Le dije una sola palabra, en el fondo inocente, pero que precisamente en aquel momento rompió toda nuestra ilusión en mil pedazos multicolores.

El presentimiento de que esto sucedería me venía obsesionando desde hacía tiempo, y se transformó en certidumbre un domingo en su vieja habitación de sabio. Estábamos tumbados en el suelo frente al fuego; él hablaba sobre los misterios y formas de religión que estudiaba y en los que meditaba y cuyo posible futuro le preocupaba. Sin embargo, a mí todo ello me parecía más curioso e interesante que esencialmente vital. Me sonaba a erudición, a búsqueda fatigosa entre las ruinas de mundos pretéritos. Y, de pronto, sentí aversión contra esta manera de ser, contra este culto a la mitología, contra este rompecabezas de viejas doctrinas religiosas.

—Pistorius —dije súbitamente, con una explosión de maldad que a mí mismo me asustó y sorprendió—, debiera usted contarme algún sueño, un sueño verdadero que haya tenido por la noche. Sabe, eso que me está ahora contando es… ¡tan arqueológico!

Nunca me había oído hablar así; en seguida me di cuenta, con vergüenza y angustia, de que la flecha que le había disparado, hiriéndole en el corazón, provenía de su propio arsenal, de que los reproches que a menudo le había oído hacerse irónicamente a sí mismo se los lanzaba yo ahora afilados con malicia.

Pistorius se percató de mi intención inmediatamente y se quedó callado. Le observé con el corazón en un puño y vi cómo se ponía profundamente pálido.

Después de un largo silencio, colocó un leño en el fuego y dijo muy tranquilo:

—Tiene usted razón, Sinclair, es usted muy inteligente. Procuraré no molestarle con arqueologías.

Habló muy sereno pero yo percibí perfectamente el dolor de la herida. ¿Qué había hecho?

Estuve a punto de echarme a llorar; quise volverme hacia él con cariño, pedirle perdón, confirmarle mi amistad, mi profunda gratitud. Me acudieron a la mente palabras llenas de emoción; pero no pude pronunciarlas. Me quedé tumbado, mirando al fuego y callado. Él tampoco habló. Y así permanecimos los dos, mientras el fuego se consumía y se desmoronaba; y con cada llama que se extinguía sentí que algo hermoso y profundo que nunca más volvería se apagaba y volatilizaba.

—Creo que me ha comprendido mal —dije por fin entre dientes con voz seca y ronca—. Estas estúpidas palabras sin sentido salieron mecánicamente de mi boca, como si las estuviera leyendo en un serial del periódico.

—Le comprendo perfectamente —dijo Pistorius—. Tiene usted razón. —Se interrumpió, luego siguió lentamente. —En la medida que un hombre puede tener razón contra otro hombre.

«¡No, no! —clamaba algo en mí—, no tengo razón». Pero no pude decir nada. Sabía que con mi corta frase había puesto al descubierto su debilidad esencial, su problema y su herida. Había tocado el punto, en que él desconfiaba de sí mismo. Su ideal era «arqueológico»; Pistorius buscaba mirando hacia atrás, era un romántico. Y de pronto comprendí que lo que Pistorius había sido para mí no podía serlo para él mismo, y que tampoco podía darse a sí mismo lo que él me había dado. Me había enseñado un camino que le sobrepasaba y dejaba atrás, también a él, al guía. ¡Dios sabe cómo surgen semejantes palabras! Yo no me había propuesto nada, ni había tenido ni idea de la catástrofe que iba a provocar. Había dicho algo cuyo alcance no conocía en el momento de expresarlo; había cedido a una pequeña ocurrencia, un poco maliciosa, y ésta se había convertido en fatalidad. Había cometido una pequeña y desconsiderada grosería que se había convertido para él en una sentencia.

¡Cómo deseé aquel día que Pistorius se hubiera enfadado o defendido, que me hubiera gritado! Pero no lo hizo; yo lo tuve que resolver todo solo conmigo mismo. Pistorius hubiera sonreído si hubiese podido; pero no pudo, y por eso me di cuenta de lo hondo que le había herido.

Pistorius, al recibir en silencio el golpe que yo, su indiscreto e ingrato discípulo, le asestaba, al darme la razón y reconocer mis palabras como su destino, me obligó a odiarme a mí mismo, al mismo tiempo que centuplicaba las proporciones de mi imprudencia. Al descargar el golpe había creído dar a un hombre fuerte y alerta; pero se trataba de un hombre callado y paciente, indefenso, que se rendía en silencio.

Estuvimos aún un largo rato tumbados ante el fuego que se extinguía; cada figura en las cenizas ardientes, cada brasa que se rompía, me traía a la memoria horas felices, hermosas y fecundas, aumentando más y más mi culpa y mi deuda frente a Pistorius. Finalmente, no pude resistir más; me levanté y me fui. Permanecí mucho tiempo delante de su puerta, en la escalera oscura, delante de la casa, esperando que quizá viniera detrás de mí. Por fin me marché y anduve horas y horas por la ciudad y las afueras, el parque y el bosque, hasta que se hizo de noche. Aquella noche sentí por primera vez el estigma de Caín sobre mi frente.

Lentamente comencé a reflexionar. Mis pensamientos empezaban acusándome y defendiendo a Pistorius; pero acababan siempre en lo contrario. Mil veces estuve a punto de arrepentirme y retirar mis precipitadas palabras; pero éstas habían sido verdad. Entonces conseguí comprender a Pistorius y reconstruir ante mis ojos su sueño: el de ser sacerdote, predicar la nueva religión, instaurar nuevas formas de fervor, de amor y adoración, crear nuevos mitos. Pero esto no era su fuerza ni su misión. Le gustaba demasiado permanecer en el pasado; conocía demasiado bien lo pretérito, sabía demasiadas cosas de Egipto, India, Mitra y Abraxas. Su amor estaba atado a imágenes que el mundo ya conocía y él sabia, en el fondo mejor que nadie, que lo nuevo debía ser diferente, que debía brotar de suelo virgen y no de los museos y de las bibliotecas. Su misión era quizás ayudar a los hombres a encontrarse a sí mismos, como me había ayudado a mí, pero no era darles lo insólito: los dioses nuevos.

En estos momentos tuve una certeza fulminante: cada uno tenía una «misión», pero ésta no podía ser elegida, definida, administrada a voluntad. Era un error desear nuevos dioses, y completamente falso querer dar algo al mundo. No existía ningún deber, ninguno, para un hombre consciente, excepto el de buscarse a sí mismo, afirmarse en su interior, tantear un camino hacia adelante sin preocuparse de la meta a que pudiera conducir. Aquel descubrimiento me conmovió profundamente; éste fue el fruto de aquella experiencia. Yo había jugado a menudo con imágenes del futuro y soñado con papeles que me pudieran estar destinados, de poeta quizá, de profeta, de pintor o de cualquier otra cosa. Aquellas imágenes no valían nada. Yo no estaba en el mundo para escribir, predicar o pintar; ni yo ni nadie estaba para eso. Tales cosas sólo podían surgir marginalmente. La misión verdadera de cada uno era llegar a sí mismo. Se podía llegar a poeta o a loco, a profeta o a criminal; eso no era asunto de uno: a fin de cuentas, carecía de toda importancia. Lo que importaba era encontrar su propio destino, no un destino cualquiera, y vivirlo por completo. Todo lo demás eran medianías, un intento de evasión, de buscar refugio en el ideal de la masa; era amoldarse; era miedo ante la propia individualidad. La nueva imagen surgió terrible y sagrada ante mis ojos, presentida múltiples veces, quizá pronunciada ya otras tantas, pero nunca vivida hasta ahora. Yo era un proyecto de la naturaleza, un proyecto hacia lo desconocido, quizás hacia lo nuevo, quizás hacia la nada; y mi misión, mi única misión, era dejar realizarse este proyecto que brotaba de las profundidades, sentir en mí su voluntad e identificarme con él por completo.

Había probado mucha soledad. Pero ahora presentí que había una soledad más profunda, y que ésta era inevitable.

No hice ningún intento por reconciliarme con Pistorius. Seguimos siendo amigos pero la relación había cambiado. Hablamos una sola vez del asunto; mejor dicho, habló él. Dijo:

—Yo quise ser sacerdote, como usted sabrá. Hubiera querido ser sacerdote de la nueva religión que presentimos. No podré serlo jamás, lo sé; y lo sé desde hace mucho tiempo sin atreverme a reconocerlo. Tendré que servir a Dios de otra manera, quizá mediante el órgano o quién sabe cómo. Pero tengo que sentirme rodeado de algo que considere bello y sagrado: música de órgano, misterio, símbolo y mito; lo necesito y no pienso renunciar a ello. Eso es mi punto débil. Porque a veces, Sinclair, sé que no debía tener esos deseos, que son un lujo y una debilidad. Sería más grande y más justo si me ofreciera al destino sin ambiciones. Pero soy incapaz; es lo único que no puedo hacer. Quizás usted pueda hacerlo un día. Es muy difícil; es lo único verdaderamente difícil que existe, muchacho. He soñado muchas veces con ello, pero no puedo, me da miedo: no puedo existir tan desnudo y solo; también yo soy un pobre perro débil que necesita un poco de calor y comida y sentir de vez en cuando la proximidad de sus semejantes. El que no tiene ningún deseo excepto su destino, ése no tiene ya semejantes, está solo en medio del universo frío que le rodea. ¿Comprende usted?, como Jesús en Getsemani. Ha habido mártires que se han dejado crucificar a gusto; pero tampoco ellos eran héroes, no estaban liberados; también ellos deseaban algo que les resultara amable y familiar, y tenían modelos e ideales. Quien desee solamente cumplir su destino, no tiene modelo, ni ideales, nada querido y consolador. Este es el camino que habría que seguir. La gente como usted y como yo está muy sola; pero, al fin y al cabo, nosotros tenemos nuestra amistad, tenemos la satisfacción secreta de rebelarnos, de desear lo extraordinario. También hay que renunciar a eso cuando se quiere seguir el camino consecuentemente. Tampoco se puede querer ser revolucionario, ni mártir, ni dar ejemplo. Sería inimaginable.

Sí, era inimaginable; pero se podía soñar, presentir, intuir. Algunas veces, en momentos tranquilos, sentía algo de aquello. Y concentraba la mirada en mí mismo, contemplando mi destino en los ojos abiertos y fijos. Que estuvieran llenos de sabiduría o de locura, que irradiaran amor o profunda maldad, daba lo mismo. No había posibilidad de elección o deseo. Sólo existía la posibilidad de desearse a sí mismo, de desear el propio destino. Hasta este punto me había servido Pistorius de guía durante un trecho.

En aquellos días anduve como loco, con la tempestad desatada en mi interior; cada paso significaba un peligro; no veía nada más que la oscuridad abismal que se abría ante mis ojos y a la que conducían, perdiéndose en ella, todos los caminos que había conocido hasta entonces. En mi mente vislumbraba la imagen de un guía que se parecía a Demian y en cuyos ojos estaba escrito mi destino.

Escribí sobre un papel: «Mi guía me ha abandonado. Estoy en plena oscuridad. No puedo andar solo. ¡Ayúdame!».

Quería mandárselo a Demian, pero no lo hice. Cada vez que lo iba a hacer me parecía una estupidez carente de sentido. Pero me aprendí de memoria la pequeña oración y la repetía a menudo en mi mente; me acompañaba siempre. Y empecé a intuir lo que era rezar.

La época escolar tocaba a su fin. Mi padre había planeado que hiciera un viaje de vacaciones antes de mandarme a la Universidad. A qué Facultad, no lo sabía aún. Decidieron que estudiara un semestre de filosofía. Hubiera estado también de acuerdo con cualquier otro estudio.