5. EL PÁJARO ROMPE EL CASCARÓN

El pájaro de mi sueño se puso en camino, en busca de mi amigo. Del modo más extraño me llegó su respuesta.

Un día, después del recreo, encontré en clase, sobre mi pupitre, un papel metido en mi libro. Estaba doblado como era costumbre entre nosotros cuando los compañeros se enviaban recados secretos durante la clase. A mí me sorprendió que alguien me mandara uno, pues yo no mantenía esta clase de comunicación con ningún compañero. Pensé que sería una invitación a participar en alguna broma escolar en la que yo no tomaría parte, y dejé el papel —sin haberlo leído— en el libro. Durante la clase, por casualidad, volvió a caer en mis manos. Jugué un rato con él, lo desdoblé distraídamente y encontré unas pocas palabras escritas. Eché un vistazo y tropecé con una de ellas; me asusté y seguí leyendo, mientras mi corazón se contraía ante el destino como invadido por un repentino frío.

«El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas».

Después de haber leído varias veces estas líneas, quedé sumido en hondos pensamientos. No cabía duda, era la respuesta de Demian. Nadie podía saber nada del pájaro, excepto él y yo. ¡Había recibido mi dibujo! Había comprendido y me ayudaba a interpretar. ¡¿Pero qué relación tenía todo aquello?! Y sobre todo, ¿qué significaba Abraxas? Yo no había oído ni leído nunca ese nombre. «El dios es Abraxas».

La clase pasó sin que me enterara de nada. Dio comienzo la siguiente, la última de la mañana. La daba un joven ayudante que acababa de salir de la universidad y que nos gustaba porque era muy joven y no se daba importancia ante nosotros.

Bajo su dirección leímos a Herodoto. Esta lectura pertenecía a las pocas asignaturas que me interesaban, pero esta vez estaba ausente. Había abierto el libro mecánicamente, pero, sumergido en mis reflexiones, no seguía la traducción. Por cierto, había hecho ya varias veces la experiencia y era verdad lo que Demian dijo una vez durante la clase de religión: lo que se desea con bastante fuerza, se consigue. Si durante la clase estaba yo intensamente dedicado a mis propios pensamientos, podía estar tranquilo; el profesor me dejaba en paz. Pero si estaba distraído o adormilado, le tenía de pronto ante mí, como me había pasado ya otras veces. Sin embargo, cuando uno pensaba de verdad y estaba absorto, estaba protegido. También había probado a mirar fijamente a los ojos, y me había dado resultado. En la época de mi amistad con Demian no lo conseguí; mas ahora presentía que con la mirada y los pensamientos se podía hacer mucho.

Estaba yo muy lejos de Herodoto y del colegio cuando de pronto la voz del doctor Follen me traspasó la conciencia como un rayo y me despertó sobresaltado. Oí su voz: se encontraba muy cerca de mí, y casi creía que había pronunciado mi nombre. Pero no se fijaba en mí. Respiré aliviado.

Entonces volví a oír su voz, que pronunciaba claramente una palabra: «Abraxas».

El profesor prosiguió su explicación, cuyo comienzo se me había escapado: «No debemos imaginarnos que las doctrinas de aquellas sectas y comunidades místicas de la Antigüedad eran tan ingenuas como parecen desde el punto de vista de una interpretación racionalista. La Antigüedad no conocía el concepto de la ciencia, en el sentido actual. En cambio, había una actividad muy desarrollada en el campo de las verdades filosófico-místicas. En parte esto degeneraba en magia y superficialidad, que seguramente condujeron más de una vez a engaños y crímenes. Pero también la magia tenía un origen noble y pensamientos profundos, como la doctrina de Abraxas, que puse antes como ejemplo. Se cita este nombre en relación con fórmulas mágicas griegas y se le considera a menudo el nombre de un hechicero, al estilo de los que hoy tienen los pueblos salvajes. Pero parece que Abraxas significa mucho más. Podemos pensar que es el nombre de un dios que tiene la función simbólica de unir lo divino y lo demoníaco».

El pequeño y sabio profesor siguió hablando, suave e insistentemente, mientras nadie le hacía mucho caso. Como el nombre no volvió a aparecer, mi atención volvió a concentrarse en mis propios pensamientos.

«Unir lo divino y lo demoníaco», resonaba aún en mi mente. Aquí podía yo empalmar mis reflexiones; el tema me resultaba familiar por las conversaciones que había tenido con Demian en el último tiempo de nuestra amistad. Demian había dicho que venerábamos a un Dios que representaba sólo a una mitad del mundo arbitrariamente separada —el mundo oficial, permitido, «claro»—, pero que se debería llegar a poder venerar la totalidad del mundo; por lo tanto, había que tener un dios que fuera a la vez demonio o había que instaurar junto al culto de dios un culto al diablo. Ahora resultaba que Abraxas era el dios que reunía en sí a Dios y al diablo.

Durante un tiempo intenté con mucho empeño seguir la pista, pero no avanzaba nada. Estuve incluso revolviendo toda una biblioteca en busca de Abraxas. Sin embargo, mi carácter no estuvo nunca muy inclinado a este método de búsqueda directa y consciente, en la que uno, de momento, se encuentra solo con verdades que son como piedras en la mano.

La imagen de Beatrice, que tanto y tan intensamente me había ocupado, se fue perdiendo lentamente, alejándose de mí, acercándose más y más al horizonte, haciéndose borrosa, lejana, pálida. Ya no satisfacía a mi alma.

La extraña existencia que yo llevaba, ensimismado como un sonámbulo, empezó a tomar un rumbo distinto. El deseo de vivir floreció en mí, o más bien el deseo de amor; el instinto sexual, que durante un tiempo se había disuelto en la adoración de Beatrice, reclamaba nuevas imágenes y metas. Seguía sin permitirme ninguna satisfacción; y más que nunca me era imposible engañar mi deseo y esperar algo de las muchachas con las que mis amigos buscaban su felicidad. Empecé a soñar otra vez; y más aun durante el día que durante la noche. Imágenes, ideas, deseos brotaban en mí y me apartaban del mundo exterior, hasta el punto de tener un trato más verdadero y vivo con los sueños, con las imágenes y sombras, que con el mundo verdadero que me rodeaba.

Un sueño determinado, un juego de la fantasía que aparecía una y otra vez, cobró una significación especial. Este sueño, el más importante y perdurable de mi vida, era aproximadamente así: yo regresaba a mi casa, sobre el portal relucía el pájaro amarillo sobre fondo azul y mi madre salía a mi encuentro; pero al entrar y querer abrazarla no era ella sino una persona que yo no había visto nunca, alta y fuerte, parecida a Max Demian y al retrato que yo había dibujado pero algo distinta y, a pesar de su aspecto impresionante, totalmente femenina. Esta figura me atraía hacia sí y me acogía en un abrazo amoroso, profundo y vibrante. El placer y el espanto se mezclaban; el abrazo era culto divino y a la vez crimen. En el ser que me estrechaba anidaban demasiados recuerdos de mi madre, demasiados recuerdos de mi amigo Demian. Su abrazo atentaba contra las leyes del respeto; y, sin embargo, era pura bienaventuranza. Muchas veces me despertaba con un profundo sentimiento de felicidad; otras, con miedo mortal y conciencia atormentada, como si despertara de un terrible pecado.

Poco a poco, y de manera inconsciente, se fue estableciendo una relación entre estas imágenes íntimas y la indicación que me había llegado del exterior sobre el dios que debía buscar. La relación se fue haciendo cada vez más estrecha y más profunda y comencé a darme cuenta de que en mi sueño invocaba a Abraxas. Placer mezclado con espanto, hombre y mujer entrelazados, lo más sagrado junto a lo más horrible, la culpa más negra palpitando bajo la más tierna inocencia: así era mi sueño de amor, así era también Abraxas. El amor ya no era un oscuro instinto animal, como, aterrado, lo había sentido yo al principio: ni tampoco era la piadosa adoración que había ofrendado a la figura de Beatrice. Eran las dos cosas, esas dos cosas y muchas más: ángel y demonio, hombre y mujer, hombre y animal, bien supremo y hondo mal. Pensé que estaba predestinado a vivir aquello, que mi destino era probarlo. Sentía deseos y miedo; pero siempre lo tenía presente, dominante.

En la primavera siguiente iba a dejar el colegio para ir a la universidad, aunque todavía no sabía a cuál ni tampoco a qué facultad. Sobre mi labio superior crecía un pequeño bigote; ya era un hombre hecho y derecho y, sin embargo, estaba completamente desorientado. Sólo había una cosa segura en mí: la voz de mi interior, mi sueño. Sentía el deber de seguir ciegamente sus imperativos, aunque me costaba mucho esfuerzo y me revelaba a diario contra ellos «¿Quizás estoy loco? —pensaba muy a menudo—, ¿quizá no soy como los demás hombres?». Sin embargo, era capaz de hacer todo lo que hacían los demás. Con un poco de aplicación y trabajo podía leer a Platón, resolver problemas de trigonometría o seguir un análisis químico. Pero había una cosa de la que no era capaz: arrancar la meta vital que se ocultaba oscuramente en mi interior y plasmarla ante mis ojos, como lo hacían todos aquellos que sabían perfectamente que iban a ser profesor o juez, médico o artista, cuánto tardarían en llegar y qué ventajas tendrían. Yo no podía. Quizá también llegaría yo un día a algo; pero ¿cómo iba a saberlo? Quizá tuviese que buscar y buscar durante años, sin llegar a nada, sin alcanzar ninguna meta. Quizá llegase a una meta, pero a una meta horrible, peligrosa y mala. Yo sólo intentaba vivir lo que pugnaba por salir de mí mismo; ¿por qué resultaba tan difícil?

Muchas veces intenté pintar la poderosa imagen amorosa de mi sueño, pero nunca lo conseguí. De haberlo logrado, se la hubiera enviado a Demian. ¿Dónde estaba? No lo sabía. Sólo sabía que estaba unido a mí. ¿Cuándo volvería a verle?

La paz amable de las semanas y meses bajo la influencia de Beatrice se había esfumado. Entonces creí que había encontrado una isla y una paz. Así solía sucederme: cuando una situación me resultaba agradable, cuando un sueño me hacía bien, empezaba a secarse y a perder su fuerza. Era inútil añorarlos. Ahora vivía en un fuego de deseos insatisfechos y en una tensa espera que a veces me volvían loco por completo. La imagen de la amada de mis sueños surgía a menudo ante mis ojos con diáfana claridad, más viva que mi propia mano. Yo le hablaba, lloraba ante ella, renegaba de ella. La llamaba madre y me arrodillaba entre lágrimas; la llamaba amada y presentía su beso, que todo lo colmaba; la llamaba demonio y prostituta, vampiro y asesino. Me inspiraba los sueños más tiernos y las más salvajes obscenidades; para ella nada era demasiado bueno o demasiado agradable, demasiado malo o demasiado bajo.

Pasé todo aquel invierno sacudido por una tormenta interior, difícil de describir. Estaba acostumbrado a la soledad; no me molestaba. Vivía con Demian, con el gavilán, con la imagen de mi sueño que era mi destino y mi amada. Aquello me bastaba para vivir, porque estaba dirigido hacia la grandeza y la lejanía y me conducía a Abraxas. Pero ninguno de estos sueños, ninguno de mis pensamientos me obedecía; no podía hacerles surgir o darles color cuando yo quería. Ellos venían y me asaltaban; me dominaban y determinaban mi vida.

Hacia fuera estaba protegido. No tenía miedo de los hombres; y mis compañeros, que lo habían descubierto ya, me mostraban un secreto respeto que me hacía sonreír. Si me lo proponía, podía poner al descubierto los pensamientos de la mayoría de ellos, dejándoles en algunas ocasiones admirados; pero me lo proponía muy pocas veces, casi nunca. Estaba siempre muy preocupado conmigo mismo. Deseaba desesperadamente vivir de una vez algo de la vida, dar algo de mi persona al mundo, entrar en relación y lucha con él. A veces, cuando caminaba por las calles al anochecer y no podía regresar a casa hasta media noche, creía que en aquellos momentos encontraría a mi amada, que aparecería tras la próxima esquina, que me llamaría desde la próxima ventana. Todo esto solía parecerme angustioso e insoportable y pensaba que algún día acabaría quitándome la vida.

En aquella época encontré un extraño refugio. Por «casualidad», como suele decirse. Pero esas casualidades no existen. Cuando alguien necesita algo con mucha urgencia y lo encuentra, no es la casualidad la que se lo proporciona, sino él mismo. El propio deseo y la propia necesidad conducen a ello.

En mis paseos por la ciudad había oído una o dos veces música de órgano en una pequeña iglesia de las afueras, pero nunca me había detenido a escucharla. Al volver a pasar por allí, me paré a oír aquella música y reconocí que era de Bach. Me acerqué a la puerta, que encontré cerrada; y como la calleja estaba casi desierta, me senté en un poyo junto a la iglesia, me subí el cuello del abrigo y me puse a escuchar. El órgano no era grande pero sonaba bien y alguien tocaba de una manera muy especial, con una expresión muy personal de voluntad e insistencia que sonaba como una oración. Tuve la sensación de que quien tocaba sabía que la música guardaba un tesoro y se esforzaba, afanaba y preocupaba por él como si se tratara de su propia vida. Técnicamente no entiendo mucho de música; pero desde muy niño he comprendido instintivamente esta expresión del alma y he sentido siempre la música como la cosa más natural en mí.

El músico tocó después algo más moderno; podía ser de Reger. La iglesia estaba casi oscura y sólo salía un suave fulgor a través de la ventana más cercana. Esperé a que la música terminara y paseé un rato de arriba abajo hasta que vi salir al organista. Era un hombre aún joven pero mayor que yo, fuerte y achaparrado. Echó a andar con pasos rápidos, enérgicos, un poco violentos, y desapareció.

Desde aquel día me pasé más de un atardecer sentado delante de la iglesia o paseando de arriba abajo. Una vez encontré la puerta abierta y estuve media hora sentado en un banco, tiritando de frío pero muy feliz, mientras el organista tocaba arriba, alumbrado por una pálida luz de gas. En su música no sólo le oía a él; me parecía que todo lo que tocaba estaba relacionado entre sí, que formaba un conjunto misterioso. Reflejaba fe, entrega y piedad; pero no la de los beatos y los curas, sino la de los peregrinos y mendigos del Medievo; piedad unida a una entrega absoluta a un sentimiento de la vida que sobrepasa a todas las confesiones. Los maestros anteriores a Bach y los antiguos italianos eran interpretados con devoción. Y todos decían lo mismo, todos expresaban lo que el músico llevaba en el alma: nostalgia, profunda comprensión del mundo y vehemente separación de él, ardiente preocupación por la propia alma oscura, exaltación de la entrega y profunda curiosidad por lo maravilloso.

Un día seguí disimuladamente al organista a la salida de la iglesia y le vi entrar en una pequeña taberna, muy lejos ya, en las afueras de la ciudad. No pude resistir la tentación y entré tras él. Le vi por primera vez claramente. Estaba sentado en un rincón del pequeño local, con un sombrero negro en la cabeza y una jarra de vino delante. Su rostro era como yo me había imaginado. Era feo y un poco salvaje, inquieto e intenso, terco y voluntarioso; alrededor de la boca, sin embargo, tenía un gesto blando e infantil. La virilidad y la fuerza se hallaban concentradas en los ojos y la frente; la parte inferior del rostro era suave e inacabada, incontrolada y hasta blanda; la barbilla, llena de indecisión, formaba un contraste adolescente con la frente y la mirada. Me gustaban mucho los ojos castaños, llenos de orgullo y hostilidad. Sin decir nada me senté frente a él. No había nadie más en la taberna. Me lanzó una mirada fulminante como si quisiera echarme. Yo no me inmuté y seguí mirándole hasta que masculló irritado:

—¿Por qué me mira tan fijamente? ¿Quiere algo de mí?

—No quiero nada de usted —respondí—, ya me ha dado usted mucho. Arrugó la frente.

—¿Es usted melómano? La melomanía me parece estúpida. No me dejé intimidar.

—Le he estado escuchando muchas veces, en la iglesia de las afueras —dije—. Desde luego, no quiero molestarle. Pensé que encontraría en usted algo, algo especial, no sé bien qué. Pero no me haga caso. Puedo seguir escuchándole en la iglesia.

—Siempre cierro con llave.

—El otro día se olvidó de hacerlo y estuve dentro. Otras veces suelo quedarme fuera, sentado en el poyo.

—¿Ah sí? La próxima vez puede entrar; hace más calor dentro. No tiene más que llamar a la puerta. Pero con fuerza, y no mientras yo esté tocando. Y ahora, ¿qué es lo que me quería decir? Es usted joven, probablemente un colegial o estudiante. ¿Es usted músico?

—No. Me gusta la música, pero sólo como la que usted toca; música absoluta, en la que se siente que el hombre golpea las puertas del cielo y del infierno. Creo que me gusta tanto la música porque es poco moral. Todo lo demás lo es; y yo busco algo que no lo sea, la moral hace sufrir. No sé explicarme bien. ¿Sabe usted que tiene que haber un Dios que sea Dios y demonio a un tiempo? He oído decir que existe uno.

El músico echó hacia atrás el sombrero de ala ancha y se sacudió el pelo oscuro de la amplia frente. Me miró atentamente por encima de la mesa con el rostro inclinado hacia mí.

En voz baja y tensa preguntó:

—¿Cómo se llama ese dios que usted dice?

—Por desgracia no sé apenas nada de él; en realidad, sólo el nombre. Se llama Abraxas.

El músico miró en torno suyo con desconfianza, como si alguien pudiera oírnos. Luego se acercó más a mí y murmuro:

—Ya me lo imaginaba. ¿Quién es usted?

—Soy alumno del Instituto.

—¿Cómo ha sabido usted de Abraxas?

—Por casualidad.

Dio tal golpazo sobre la mesa que su vaso de vino se derramó.

—¡Casualidad! ¡No diga estupideces, muchacho! ¡No se llega por casualidad a conocer a Abraxas, para que se entere! Yo le contaré más cosas sobre él. Yo sé algo de él. 

Calló y corrió hacia atrás su silla. Yo le miraba expectante, pero él hizo una mueca.

—Aquí no. Otro día. ¡Tome!

Metió la mano en el bolso de su abrigo, que no se había quitado, y sacó unas castañas asadas que echó sobre la mesa.

Yo no dije nada, las tomé y empecé a comerlas muy satisfecho.

—Bien —murmuró al cabo de un rato—. ¿Cómo ha sabido usted de… él? Yo no dudé en contárselo.

—Estaba solo y desorientado —dije—; entonces recordé a un amigo de otros tiempos, que sabe muchas cosas. Yo había pintado un pájaro, saliendo de una bola del mundo. Y se lo envié. Después de algún tiempo, cuando había perdido casi las esperanzas, cayó en mis manos un papel en el que se decía: «El pájaro rompe el cascarón. El cascarón es el mundo. Quien quiera nacer tiene que destruir un mundo. El pájaro vuela hacia Dios. El dios se llama Abraxas».

No contestó nada. Seguíamos pelando nuestras castañas y comiéndolas con el vino.

—¿Tomamos otra jarra?

—Gracias. No me gusta beber.

Él se rió un poco decepcionado.

—¡Como quiera! A mí me pasa todo lo contrario. Me quedo todavía un rato. ¡Váyase, si quiere!

Cuando le acompañé la vez siguiente después de ensayar, no estuvo muy comunicativo. Me condujo por una calle antigua hasta un viejo e imponente caserón. Subimos a una habitación grande, un poco oscura y descuidada, donde nada, excepto un piano, recordaba la música, en tanto que un gran estante de libros y un escritorio daban un aire de sabiduría a la estancia.

—¡Cuántos libros tiene usted! —exclamé admirado.

—Una parte es de la biblioteca de mi padre, con el que vivo. Sí, vivo con mis padres; pero no puedo presentárselos porque mis amistades gozan en esta casa de poca estimación. Soy un hijo perdido, ¿sabe? Mi padre es un hombre tremendamente honrado, un insigne pastor y predicador de nuestra ciudad. Y yo, para que esté claro, soy su hijo, que tenía talento y prometía mucho pero que se ha descarriado y se ha vuelto bastante loco. He estudiado teología, pero abandoné esa horrible facultad antes de la licenciatura. Aunque, bien mirado, sigo dentro de mi carrera en lo que se refiere a mis estudios particulares. Aún siguen pareciéndome muy importantes e interesantes los dioses que la gente se ha inventado en cada época. Ahora soy músico y parece que me van a dar pronto un puesto de organista. Entonces estaré otra vez en el seno de la Iglesia…

Miré hacia las librerías; y, al débil resplandor de la lámpara de la mesa, encontré títulos griegos, latinos, hebreos. Mientras tanto mi amigo se había tumbado en el suyo, junto a la pared, y manipulaba allí en la oscuridad.

—Venga acá —dijo al cabo de un rato—, vamos a filosofar un poco; es decir, vamos a cerrar el pico y a pensar tumbados.

Encendió una cerilla y prendió fuego al papel y la leña que había en la chimenea, delante de la que estaba echado. Las llamas se elevaron mientras él azuzaba y alimentaba cuidadosamente el fuego. Me tumbé junto a él sobre la alfombra descolorida. Sus ojos estaban clavados en el fuego, que también a mí me atraía; y los dos permanecimos durante más de una hora callados, boca abajo frente al fuego crepitante, observando cómo llameaba y ardía, cómo se achicaba y se retorcía, oscilaba y chisporroteaba hasta convertirse en un silencioso y perdido montón de brasas.

—La adoración del fuego no ha sido la mayor tontería que se ha inventado —murmuró una vez mi acompañante.

Excepto esto, ninguno de los dos dijo una palabra. Yo estaba pendiente del fuego con ojos fijos; me sumergía en sueños y silencio, y vi figuras en el humo e imágenes en la ceniza. De pronto me sobresalté. Mi compañero había echado un trozo de resma al fuego; de repente brotó una pequeña y delgada llama, en la que vi el pájaro con la cabeza amarilla de gavilán. En las brasas agonizantes refulgían hilos dorados y ardientes formando redes, aparecían letras y dibujos, recuerdos de rostros, animales, plantas, gusanos y culebras. Cuando me desperté y miré a mi amigo, lo vi con la barbilla apoyada sobre los puños, concentrado en la ceniza, con mirada fanática y fervorosa.

—Tengo que irme —dije muy bajito.

—Pues váyase. Adiós.

No se levantó; y como la lámpara estaba apagada, tuve que buscar a tientas el camino de salida de aquella casa embrujada, a través del cuarto oscuro, y de pasillos y escaleras, en la oscuridad. Ya en la calle, me volví a mirar la fachada del viejo caserón. En ninguna ventana había luz. Una pequeña placa dorada relucía en la puerta a la luz del farol de gas. «Pistorius, Párroco», leí en ella.

Una vez en casa, al encontrarme en mi cuarto después de cenar, me di cuenta de que no había averiguado nada sobre Abraxas ni sobre Pistorius y que apenas habíamos intercambiado diez palabras. A pesar de ello, estaba muy satisfecho de la visita. Para la próxima vez mi nuevo amigo me había prometido una pieza exquisita de música de órgano antigua: un pasacalle de Buxtehude.

Sin darme cuenta, había recibido del organista Pistorius la primera lección mientras permanecí tumbado con él delante de la chimenea en su sombría celda de ermitaño. La contemplación del fuego me había reconfortado; había consolidado y ratificado inclinaciones que siempre había sentido, pero que nunca había cultivado. Poco a poco fui viendo claro, al menos parcialmente; ya desde niño me había gustado contemplar las formas extrañas de la naturaleza, no observándolas simplemente sino entregándome a su propia magia, a su profundo y barroco lenguaje. Las raíces largas y fosilizadas de los árboles, las vetas coloreadas de la piedra, las manchas de aceite flotando sobre el agua, las grietas en el cristal: todas estas cosas habían ejercido antaño una gran fascinación sobre mí, sobre todo el agua y el fuego, el humo, las nubes, el polvo y, especialmente, las manchas de colores que veía girar al cerrar los ojos. En los días posteriores a mi visita a Pistorius, empecé a acordarme de esto. Porque noté que una cierta fuerza y alegría, y la intensificación de la conciencia de mí mismo que sentía desde aquel día, se debían simplemente a la larga contemplación del fuego. ¡Qué sedante y reconfortante era!

Entre las pocas experiencias que he realizado en el camino hacia mi verdadera meta vital se cuenta la contemplación de esas imágenes. La entrega a las formas irracionales, barrocas y extravagantes de la naturaleza produce en nosotros un sentimiento de concordancia entre nuestro interior y la voluntad que las ha producido. Nos sentimos tentados a creerlas caprichos nuestros, creaciones propias; vemos vacilar y disolverse la frontera entre nosotros y la naturaleza, y adquirimos conciencia de un estado de ánimo en el que no sabemos si las imágenes en nuestra retina provienen de impresiones exteriores o interiores. En ningún otro momento descubrimos con tanta facilidad la medida en que somos creadores, en que nuestra alma participa constantemente en la recreación de la vida. Una misma divinidad indivisible actúa en nosotros y en la naturaleza; y si el mundo exterior desapareciera, cualquiera de nosotros seria capaz de reconstruirlo, porque los montes y los ríos, los árboles y las hojas, las raíces y las flores, todo lo creado en la naturaleza, está ya prefigurado en nosotros: proviene del alma, cuya esencia es eterna, y escapa a nuestro conocimiento, pero que se nos hace patente como fuerza amorosa y creadora.

Algunos años después encontré confirmada esta observación en un libro de Leonardo de Vinci, en el que se comentaba lo sugestivo e interesante que era contemplar un muro en el que había escupido mucha gente. Delante de aquellas manchas sobre el muro húmedo, Leonardo había sentido lo mismo que Pistorius y yo delante del fuego.

En nuestro siguiente encuentro, el organista me dio una explicación.

—Acostumbramos a trazar límites demasiado estrechos a nuestra personalidad. Consideramos que solamente pertenece a nuestra persona lo que reconocemos como individual y diferenciador. Pero cada uno de nosotros está constituido por la totalidad del mundo; y así como llevamos en nuestro cuerpo la trayectoria de la evolución hasta el pez y aun más allá, así llevamos en el alma todo lo que desde un principio ha vivido en las almas humanas. Todos los dioses y demonios que han existido, ya sea entre los griegos, chinos o cafres, existen en nosotros como posibilidades, deseos y soluciones. Si el género humano se extinguiera con la sola excepción de un niño medianamente inteligente, sin ninguna educación, este niño volvería a descubrir el curso de todas las cosas y sabría producir de nuevo dioses, demonios, y paraísos, prohibiciones, mandamientos y Viejos y Nuevos Testamentos.

—Bien —objeté yo—, ¿dónde queda entonces el valor del individuo? ¿Para qué nos esforzamos si ya llevamos todo acabado en nosotros mismos?

¡Alto! —exclamó violentamente Pistorius—. Hay una gran diferencia entre llevar el mundo en sí mismo y saberlo. Un loco puede tener ideas que recuerden a Platón, y un pequeño y devoto colegial del Instituto de Herrnhut puede recrear las profundas conexiones mitológicas que aparecen en los gnósticos o en Zoroastro. ¡Pero él no lo sabe! Mientras no lo sepa es como un árbol o una piedra; en el mejor de los casos, como un animal. En el momento en que tenga la primera chispa de conciencia, se convertirá en un hombre. ¿No irá usted a creer que todos esos bípedos que andan por la calle son hombres sólo porque anden derechos y lleven a sus crías nueve meses dentro de sí? Muchos de ellos son peces u ovejas, gusanos o ángeles; otros son hormigas, y otros abejas. En cada uno existen las posibilidades de ser hombre; pero sólo cuando las vislumbra, cuando aprende a hacerlas conscientes, por lo menos en parte, estas posibilidades le pertenecen.

De este género solían ser nuestras conversaciones. Raras veces me proporcionaban algo totalmente nuevo, algo sorprendente. Todas, sin embargo, hasta la más banal, daban suave pero insistentemente, en el mismo punto; todas me ayudaban a formarme, todas me ayudaban a quitarme una piel, romper el cascarón; y de cada conversación sacaba la cabeza más alta, más libre, hasta que mi pájaro amarillo sacó su hermosa cabeza de ave de rapiña del destruido cascarón del mundo. A menudo nos contábamos nuestros sueños, a los que Pistorius sabía dar una interpretación. Ahora recuerdo un caso curioso. Tuve una vez un sueño en el que volaba; pero de manera tal que me sentía lanzado por los aires con un gran impulso, que no controlaba. La sensación de aquel vuelo era grandiosa, pero pronto se convertía en angustia al verme arrebatado hacia alturas peligrosas sin poder evitarlo. Entonces descubrí que podía regular mis subidas y bajadas conteniendo o soltando el aire de los pulmones.

A esto Pistorius dijo:

—El impulso que le hace a usted volar es nuestro patrimonio humano, que todos poseemos. Es el sentimiento de unión con las raíces de toda fuerza. Pero pronto nos asalta el miedo. ¡Es tan peligroso! Por eso la mayoría renuncia gustosamente a volar y prefiere caminar de la mano de los preceptos legales o por la acera. Usted no. Usted sigue volando, como debe ser. Y entonces descubre lo maravilloso; descubre que lentamente se hace dueño de la situación, que a la gran fuerza general que le arrastra corresponde una pequeña fuerza propia, un órgano, un timón. ¡Esto es estupendo! Sin él, uno se perdería sin voluntad por los aires, como hacen por ejemplo los locos. Los locos tienen unas intuiciones más profundas que la gente de la acera, pero no tienen la clave ni el timón y se despeñan en el abismo. Usted, sin embargo, Sinclair, logra bandearse. ¿Y cómo? ¿No lo sabe acaso? Lo hace con un nuevo órgano, con un regulador de la respiración. Y ahora puede usted ver lo poco «personal» que es su alma en el fondo. ¿Por qué no se inventa ese regulador? ¡No es nuevo! Es algo prestado, existe desde hace siglos. Es el órgano del equilibrio en los peces, la vesícula natatoria.

En efecto, existen todavía hoy unas pocas especies raras de peces que usan como pulmón la vesícula natatoria, que en ciertas ocasiones les sirve de verdad para respirar. ¡Justo, pues, el pulmón que usted utilizaba en su sueño!

Pistorius incluso me trajo un tomo de zoología y me enseñó el nombre y dibujos de aquellos peces tan primitivos. Con un curioso escalofrío, sentí viva en mí una función de primarias épocas evolutivas.