Al terminar las vacaciones, salí para St. sin haber vuelto a ver a mi amigo. Mis padres me acompañaron, dejándome, con toda clase de cuidados, en una pensión internado para colegiales regida por un profesor del Instituto. Se hubieran quedado helados de espanto si hubieran sabido a qué cosas me exponían.
El problema seguía siendo si, con el tiempo, podría yo llegar a ser un buen hijo y un ciudadano útil o si mi naturaleza me empujaría por otros caminos. Mi último intento de ser feliz a la sombra del hogar y dentro del espíritu paterno había durado mucho; a veces lo había conseguido, pero al final fracasé por completo.
El extraño vacío y la soledad que por primera vez sentí durante las vacaciones después de la Confirmación —luego se me haría muy familiar este vacío, este aire enrarecido— no desaparecieron tan deprisa. La despedida del hogar no me costó gran esfuerzo; casi me avergoncé de no estar más triste. Mis hermanas lloraban sin motivo; yo no podía. Estaba asombrado de mí mismo. Siempre había sido, en el fondo, un niño sentimental y bueno. Ahora estaba completamente transformado. El mundo exterior me era completamente indiferente, y, durante días, no hacía más que escucharme a mí mismo y los torrentes misteriosos y oscuros que fluían dentro de mí. Había crecido mucho en el último medio año y me asomaba al mundo como un muchacho largirucho, delgado e inmaduro. La gracia del niño había desaparecido del todo; yo mismo sentía que así no se me podía querer, y tampoco yo me quería nada a mí mismo. Muchas veces echaba de menos a Max Demian; pero no pocas también le odiaba y le reprochaba el empobrecimiento de mi vida, que soportaba como una fea enfermedad.
En el internado al principio no me querían ni estimaban. Primero me tomaron el pelo, después se apartaron de mí, considerándome un cobarde y un solitario antipático. Me volqué en mi papel, exagerándolo, y me encastillé en una soledad rencorosa que hacia fuera tenía todas las apariencias de un desprecio muy viril del mundo mientras en el fondo sucumbía a devoradores ataques de melancolía y desesperación. En las clases pude ir tirando con los conocimientos acumulados en casa; mi curso estaba un poco retrasado en comparación conmigo y me acostumbré a tratar a mis compañeros con cierto desprecio, como si fueran niños.
Las cosas siguieron así un año y más; tampoco las primeras vacaciones en casa trajeron nada nuevo; volví a marcharme contento al colegio.
Era a principios de noviembre. Yo había cogido la costumbre de dar cortos y pensativos paseos, hiciese el tiempo que hiciese, en los que solía disfrutar de una especie de placer, lleno de melancolía, de desprecio al mundo y a mí mismo. Una tarde húmeda y nebulosa divagaba yo por los alrededores de la ciudad. El ancho paseo del parque, completamente desierto, invitaba a pasear por él; el camino estaba cubierto de hojas caídas, en las que yo hundía los pies con oscura voluptuosidad. Olía a humedad amarga, y los árboles lejanos surgían de la niebla, fantasmagóricos, grandes y sombríos.
Al final del paseo me paré indeciso, con los ojos clavados en la hojarasca negra, respirando con ansia el aroma mojado de descomposición y muerte, al que algo en mí respondía y saludaba. ¡Oh, qué insípida me resultaba la vida!
De uno de los caminos laterales salió alguien con capa flotante; yo quería seguir andando, pero el recién llegado me llamó.
—¡Eh! ¡Sinclair!
Se acercó. Era Alfons Beck, el mayor del internado. A mí me resultaba simpático y no tenía nada contra él, excepto que siempre me trataba, como a todos los más pequeños, de una manera irónica y paternal. Todos le considerábamos como el más fuerte; decían que tenía dominado al director del internado y era el héroe de muchas leyendas escolares.
—¿Qué haces tú por aquí? —me gritó jovialmente, en el tono que adoptaban los mayores cuando se dignaban hablar con nosotros—. ¡Apuesto a que estás haciendo versos!
—Ni pensarlo —negué bruscamente.
Beck soltó una carcajada y echó a andar junto a mí, charlando como yo no estaba ya acostumbrado a hacerlo.
—No creas que no lo comprendo, Sinclair. Tiene un no sé qué caminar así en la niebla al atardecer, con pensamientos otoñales. Comprendo que se caiga en la tentación de hacer versos. Sobre la naturaleza que muere y sobre la juventud perdida que se le parece. Como Heinrich Heine.
—No soy tan sentimental —me defendí.
—Bueno, bueno ¡déjalo! Pero con un tiempo así creo que es mejor buscar un lugar recogido donde se pueda tomar un vasito de vino o algo por el estilo. ¿Te vienes conmigo un rato? Precisamente estoy completamente solo. O ¿quizá no te apetece? No quiero pervertirte amigo, a lo mejor eres un niño modelo.
Poco después nos encontrábamos en un tabernucho de las afueras de la ciudad, bebiendo un vino dudoso y entrechocando los vasos de vidrio grueso. Al principio aquello no me gustaba demasiado, pero al menos era algo nuevo. Al poco rato, bajo el efecto del vino, me volví muy locuaz. Era como si en mi interior se hubiese abierto una ventana y el mundo entrara resplandeciente. ¡Cuánto tiempo hacía que mi alma no se desahogaba hablando! Me puse a fantasear y de pronto saqué a relucir la historia de Caín y Abel.
Beck me escuchaba complacido. ¡Por fin alguien a quien yo daba algo! Me golpeaba en el hombro y me llamaba «chico del demonio»; y a mí se me hinchaba el corazón del placer de dejar correr generosamente todos los deseos acumulados de hablar y comunicarme, de ser reconocido por alguien y de valer algo a los ojos de uno mayor que yo. Cuando me dijo que era un «pillastre genial», sus palabras me inundaron el alma como un vino dulce y embriagador. El mundo ardía con nuevos colores, los pensamientos me venían de cien mil fuentes audaces, sentía llamear en mí el fuego y el ingenio. Hablamos de los profesores y de los compañeros y a mí me dio la impresión de que nos entendíamos estupendamente. Hablamos sobre los griegos y los paganos. Beck quería a toda costa que le hiciera confidencias sobre aventuras amorosas. Pero en ese terreno yo no podía seguir la conversación; no había vivido nada y nada podía contar. Y lo que había sentido, construido y fantaseado en mi cabeza, lo llevaba ardiendo en el alma y no se hubiera disuelto o hecho comunicable sólo con el vino. Beck sabía mucho más de las chicas que yo, y escuché con la cara encendida sus cuentos. Me enteré de cosas increíbles; cosas que nunca hubiera creído posibles se hacían reales y parecían normales. Alfons Beck, con sus dieciocho años, tenía ya alguna experiencia. Entre otras, que la relación con las chicas jóvenes tenía sus pegas; no querían más que carantoñas y galanterías, y eso estaba bien pero no era lo verdadero. De las mujeres se podía esperar mucho más. Las mujeres eran más razonables. Por ejemplo, la señora Jaggelt, la de la tienda de cuadernos y lapiceros; con ésa se podía uno entender; y las cosas que habían sucedido detrás del mostrador no eran para contarlas.
Yo estaba fascinado y aturdido. Yo, desde luego, no hubiera podido enamorarme de la señora Jaggelt precisamente; pero, a fin de cuentas la historia era increíble. Parecía que había posibilidades —por lo menos para los mayores— que yo nunca hubiera imaginado. Sin embargo, también había algo falso en todo aquello; me sabía a menos y a más vulgar de lo que, según mi opinión, debía ser el amor; pero era la realidad, era la vida y la aventura. A mi lado tenía a uno que lo había vivido y a quien parecía natural.
Nuestra conversación había bajado de nivel, había perdido algo. Yo no era ya el niño genial; ahora sólo era un chico escuchando a un hombre. Pero aun así, comparado con lo que había sido mi vida desde hacía meses y meses, resultaba maravilloso y paradisíaco.
Además fui dándome cuenta lentamente de que todo lo que estaba haciendo, desde estar en la taberna hasta el tema de nuestra conversación, estaba prohibido terminantemente, saboreaba al menos el espíritu rebelde de la situación.
Recuerdo con todo detalle aquella noche. Al volver los dos a casa, tarde, bajo los faroles mortecinos, en la noche fresca y mojada, iba borracho por primera vez en mi vida. No era nada grato, sino muy desagradable; y, sin embargo, hasta esto tenía algo, un atractivo, una dulzura: era la rebelión y la orgía, la vida y el espíritu. Beck se portó muy bien conmigo, aunque iba enfadado y me regañaba por novato. Me llevó casi en brazos hasta el internado, donde consiguió que entráramos, sin ser descubiertos, por una ventana abierta.
Al despertar de la borrachera, tras un breve y mortal sueño, me sobrevino una desesperada tristeza. Me erguí en la cama, aún con la camisa del día anterior —mi ropa y mis zapatos andaban tirados por el suelo y olían a tabaco y a vomitona—, entre dolores de cabeza, vértigo y una sed abrasadora; en mi alma surgió una imagen con la que hacia tiempo que no me enfrentaba. Vi mi ciudad natal y la casa de mis padres, a mi padre y a mi madre, a mis hermanas, el jardín; mi dormitorio tranquilo y acogedor, el colegio y la Plaza Mayor; vi a Demian, las clases de religión. Y todo era diáfano y estaba como bañado en luz; todo era maravilloso, divino y puro; y todo —en ese momento me daba cuenta— me había pertenecido hasta hacía unas horas, me había estado esperando, y ahora, sólo ahora, en este momento, había desaparecido: ya no me pertenecía, me excluía, me miraba con asco. Todo el amor y el cariño que me habían dado mis padres, remontándome hasta los más lejanos y dorados paraísos de la infancia, cada beso de mi madre, cada Navidad, cada mañana de domingo, clara y piadosa, cada flor del jardín… todo estaba destrozado. ¡Yo había pisoteado todo con mis pies! Si ahora hubieran aparecido unos esbirros y me hubiesen agarrado y conducido al patíbulo, por descastado y sacrílego, habría estado de acuerdo, les hubiera seguido con gusto y me hubiera parecido justo y bien.
Así era yo en el fondo. ¡Yo, que despreciaba a todo el mundo! ¡Yo, que sentía el orgullo de la inteligencia y compartía los pensamientos de Demian! Así era yo: una infame basura, borracho y sucio, asqueroso y grosero, una bestia salvaje dominada por horribles instintos. Este era yo, el que venía de los jardines donde todo es pureza, luz y suave delicadeza, el que había disfrutado con la música de Bach y los bellos poemas. Aún me parecía escuchar con asco y con indignación mi propia risa, una risa borracha, descontrolada, que brotaba estúpidamente a borbotones. Así era yo.
A pesar de todo, constituía casi un placer sufrir estos tormentos. Había vegetado tanto tiempo, ciego e insensible, y mi corazón había callado tanto tiempo, empobrecido y arrinconado, que esta autoacusación, este horror, todo este sufrimiento espantoso del alma, eran un alivio. Eran al menos sentimientos, sentimientos ardientes en los que latía un corazón. Desconcertado, sentí en medio de la miseria algo así como una liberación y una nueva primavera.
Sin embargo, visto desde fuera, iba yo decididamente cuesta abajo. La primera borrachera dejó pronto paso a otras nuevas. En nuestro colegio se iba mucho de juerga a las tabernas, y yo era uno de los más jóvenes entre los asiduos. Pronto dejé de ser considerado como un chiquillo al que se tolera y me convertí en un cabecilla, famoso y atrevido cliente de las tabernas. Volvía a pertenecer por completo al mundo oscuro, al demonio; y en ese mundo me consideraban un tipo sensacional.
A todo esto, yo me sentía muy mal. Vivía en una orgía autodestructiva y constante; y mientras mis compañeros me consideraban un cabecilla y un jabato, un muchacho valiente y juerguista, mi alma atemorizada aleteaba llena de angustia en lo más profundo de mi ser. Recuerdo que al salir de una taberna un domingo por la mañana me brotaron las lágrimas al ver a unos niños jugando en la calle, limpios y alegres, recién peinados y vestidos de domingo. Y mientras yo me divertía y a menudo, en torno a una mesa sucia en tabernas de baja estofa, asustaba a mis amigos con mi inaudito cinismo, tenía en el fondo del corazón un gran respeto por todo aquello que ridiculizaba y en mi interior me arrodillaba ante mi alma, ante mi pasado, ante mi madre, ante Dios.
Que yo nunca me compenetrara con mis compañeros, que permaneciera solitario entre ellos, tenía su explicación. Yo era todo lo juerguista y todo lo cínico que los demás brutos de nuestro grupo deseaban, y tenía ingenio y valentía en mis pensamientos y palabras sobre los profesores, el colegio, los padres, la Iglesia. También aceptaba los chistes obscenos y hasta me animaba a hacer alguno. Pero nunca acompañaba a mis compinches cuando iban en busca de las chicas. Me encontraba solo y lleno de un profundo deseo de amor, un deseo desesperado, en tanto que mis palabras eran las de un libertino redomado. Nadie era en este punto tan vulnerable y tímido como yo. Y cuando veía pasear a las muchachas jóvenes, arregladas y limpias, alegres y graciosas, me parecían maravillosos sueños de pureza, demasiado buenos y puros para mí.
Durante una temporada tampoco pude entrar en la papelería de la señora Jaggelt porque nada más mirarla me ponía colorado, recordando lo que Alfons Beck me había contado de ella.
Cuanto más solitario y extraño me sentía en aquella compañía, más trabajo me costaba separarme de ella. Verdaderamente no sé ya si el beber y fanfarronear me gustaron alguna vez demasiado; nunca llegué a acostumbrarme a la bebida y siempre sufrí sus penosas consecuencias. Era todo como una obligación. Yo hacía lo que creía que debía hacer; de otra forma, no hubiera sabido qué hacer conmigo mismo. Tenía miedo de los arrebatos, terriblemente intensos, de ternura y timidez a que tendía constantemente. Tenía miedo de los suaves pensamientos amorosos que me asaltaban.
Lo que más echaba de menos era un amigo. Había uno o dos compañeros que me resultaban simpáticos; pero como pertenecían al grupo de los buenos y mis vicios hacía tiempo que no eran ningún secreto, me evitaban. Todos me consideraban un perdido irremisible, bajo cuyos pies se tambaleaba ya el suelo. Los profesores conocían mis trastadas; ya había sido castigado varias veces: mi expulsión definitiva del colegio era algo que todos esperaban. Yo también lo sabía; además, hacía tiempo que no era un buen alumno y que me limitaba a seguir mal que bien las clases, con la convicción de que aquello no podía seguir así mucho tiempo.
Hay muchos caminos por los que Dios puede llevarnos a la soledad y a nosotros mismos. Este fue el camino por el que me condujo entonces a mí. Fue como una pesadilla. A través de basura y viscosidad, sobre vasos de cerveza rotos y en noches enteras de cinismo, me veo a mí mismo, soñador hechizado, arrastrándome desasosegado y atormentado por un camino sucio y feo. Hay sueños así en los que de camino al castillo de la princesa encantada uno queda empantanado en barrizales y callejas llenas de malos olores y basuras. Así me sucedió a mí. De esta manera tan poco refinada, aprendí a estar solo y a levantar entre mi infancia y yo una puerta cerrada por guardianes implacables y resplandecientes. Esto fue un principio, un despertar de la nostalgia de mí mismo.
Aún me asusté cuando mi padre, alarmado por las cartas del director de la pensión, apareció por primera vez en St. y se enfrentó inesperadamente conmigo. Cuando vino por segunda vez, hacia fines del invierno, yo ya estaba endurecido e indiferente; le dejé que me riñera, que me rogara y que me recordara a mi madre. Al final se irritó mucho y dijo que si no cambiaba permitiría que me expulsaran del colegio ignominiosamente y me metería en un correccional. ¡A mí qué me importaba! Cuando partió, me dio pena de él; no había conseguido nada ni había encontrado un camino hasta mí; en algunos momentos, llegué a pensar que le estaba muy bien empleado.
Me tenía sin cuidado lo que iba a ser de mí. A mi modo, extraño y poco agradable, me encontraba en disensión con el mundo y lo expresaba metido en las tabernas y fanfarroneando. Esa era mi manera de protestar, con la que yo mismo me destrozaba; a veces me planteaba la cuestión en los siguientes términos: si el mundo no necesita gente como yo, si no sabe darles otro papel mejor y no puede emplearles en empresas superiores, entonces la gente como yo se irá a pique. Muy bien, que el mundo cargue con eso.
Las vacaciones navideñas de aquel año fueron bastante tristes. Mi madre se asustó al verme. Había crecido aún más y mi rostro delgado tenía un aspecto gris y demacrado, con rasgos cansados y párpados enrojecidos. La primera sombra de bigote y las gafas que llevaba desde hacía poco me hacían más extraño a sus ojos. Mis hermanas retrocedieron entre risitas. Todo fue muy enojoso: enojosa y amarga la conversación con mi padre en su despacho, enojoso saludar a los parientes, enojosa sobre todo la Nochebuena. Aquél había sido siempre el gran día de nuestra casa, la noche de la fiesta y el amor, de la gratitud, de la renovación de la alianza entre mis padres y yo. Esta vez todo resultó agobiante y embarazoso. Como siempre, mi padre dio lectura al Evangelio de los pastores «que cuidan sus rebaños en el campo»; como siempre, mis hermanas contemplaron deslumbradas sus regalos. Pero la voz de mi padre tenía un tono desgarrado y su rostro parecía envejecido y abrumado. Mi madre estaba triste y a mí todo me resultaba desagradable y penoso: los regalos y las felicitaciones, el Evangelio y el árbol de Navidad. Las pastas navideñas olían dulces y exhalaban nubes de recuerdos más dulces aún. El árbol de Navidad despedía su perfume, hablando de cosas que ya no existían. Yo deseaba intensamente que llegara el fin de la noche y de las fiestas.
Y así prosiguió todo el invierno. El claustro de profesores me acababa de amonestar de nuevo y me amenazaba con la expulsión. Aquella situación no iba a durar mucho. Por mí… Sentía un especial rencor contra Max Demian. Durante todo este tiempo no le había vuelto a ver. Al principio de mi estancia en St. le había escrito dos veces pero sin recibir respuesta; por eso no fui a visitarle tampoco durante las vacaciones.
En el mismo parque donde había encontrado en el otoño a Alfons Beck, vi al comenzar la primavera, precisamente cuando los matorrales empezaban a ponerse verdes, a una muchacha que me llamó la atención. Yo había salido a pasear solo, lleno de pensamientos y preocupaciones desagradables porque mi salud estaba debilitada y además me encontraba constantemente en apuros económicos: debía ciertas cantidades a mis compañeros, tenía que inventar gastos necesarios para que me mandaran algo de casa, y había dejado acumular en varias tiendas cuentas de cigarros y cosas por el estilo. No es que estas preocupaciones fueran muy profundas; cuando mi estancia en el colegio tocara a su fin y yo me suicidara o fuera encerrado en un correccional, pensaba, todas estas minucias tampoco tendrían ya mucha importancia. Sin embargo, vivía constantemente cara a cara con estas cosas tan feas y sufría. Aquel día de primavera encontré en el parque a una muchacha que me atrajo mucho. Era alta y delgada, iba vestida elegantemente y tenía un rostro inteligente, casi de muchacho. Me gustó en seguida. Pertenecía al tipo de mujer que yo admiraba y empezó a ocupar mi fantasía. No sería mucho mayor que yo, pero estaba más hecha; era elegante y bien definida, casi ya una mujer, y tenía un aire de gracia y juventud en el rostro que me cautivó.
Nunca había conseguido acercarme a una chica de la que estuviera enamorado, y tampoco esta vez lo conseguí. Pero la impresión que me hizo fue más profunda que todas las anteriores y la influencia de este enamoramiento sobre mi vida fue decisiva.
De pronto volvió a alzarse ante mis ojos una imagen sublime y venerada. ¡Ah! ¡Ninguna necesidad, ningún deseo en mí tan profundo y fuerte como el de venerar y adorar! Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se le parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.
Nunca crucé con Beatrice ni una palabra. Sin embargo, ejerció en aquella época una influencia profundísima sobre mí. Colocó ante mí su imagen, me abrió un santuario, me convirtió en un devoto que reza en un templo. De la noche a la mañana dejé de participar en las juergas y correrías nocturnas. De nuevo podía estar solo. Recobré el gusto por la lectura, por los largos paseos.
Esta súbita conversión me hizo blanco de todas las burlas. Pero ahora tenía algo que querer y venerar; tenía otra vez un ideal, la vida volvía a rebosar de intuiciones y misteriosos presagios; y aquello me inmunizaba. Volvía a encontrarme a mí mismo, aunque como esclavo y servidor de una imagen venerada.
No puedo recordar aquel tiempo sin cierta emoción. Otra vez intentaba reconstruir con sincero esfuerzo un «mundo luminoso» sobre las ruinas de un período de vida desmoronado. Otra vez vivía con el único deseo de acabar con lo tenebroso y malo en mi interior y de permanecer por completo en la claridad, de rodillas ante unos dioses. Al menos, el «mundo luminoso» de ahora era mi propia creación; ya no trataba de refugiarme y cobijarme en las faldas de mi madre y en la seguridad irresponsable. Era un nuevo espíritu de sumisión, creado y exigido por mí mismo, con responsabilidad y disciplina. La sexualidad bajo la que sufría y de la que siempre iba huyendo, se vería purificada en este fuego y convertida en espiritualidad y devoción. Ya no habría nada oscuro ni feo; se acabarían las noches en vela, las palpitaciones del corazón ante imágenes obscenas, el escuchar tras puertas prohibidas, la concupiscencia. En su lugar levantaría yo mi altar con la imagen de Beatrice; y, al consagrarme a ella, me consagraría al mundo del espíritu y a los dioses. La parte de vida que arrebataba a las fuerzas del mal, la sacrificaba a las de la luz. Mi meta no era el placer, sino la pureza; no la felicidad, sino la belleza y el espíritu.
Este culto a Beatrice transformó del todo mi vida. Todavía ayer un cínico precoz, era ahora sacerdote de un templo, con el deseo de convertirme en un santo. No sólo renuncié a la mala vida, a que me había acostumbrado, sino que intenté cambiar en todo e imbuir de pureza, nobleza y dignidad hasta el comer, el beber, el hablar y el vestir. Empezaba la mañana con abluciones frías, que en un principio me costaron gran esfuerzo de voluntad. Me comportaba seria y dignamente, andaba muy derecho, con paso lento y parsimonioso. Para un espectador todo aquello debía resultar ridículo; para mí, era puro culto divino.
Entre las nuevas actividades con que yo intentaba expresar el espíritu nuevo que me animaba, hubo una que adquirió gran importancia para mí. Empecé a pintar. Todo comenzó porque la pintura inglesa de Beatrice, que yo poseía, no se parecía del todo a aquella muchacha. Quería pintarla para mí. Con una alegría y una esperanza totalmente nuevas reuní en mi cuarto —hacía poco que tenía uno propio— papel, colores y pinceles y preparé paleta, vasos, platillos y lápices. Los finos colores de temple en sus pequeños tubos me entusiasmaban. Había entre ellos un verde fogoso que aún me parece ver resplandecer en el pequeño cuenco de porcelana blanca.
Empecé con cuidado. Pintar un rostro era difícil; preferí ensayarme antes con otros temas. Pinté ornamentos, flores, pequeños paisajes imaginarios, un árbol junto a una ermita, un puente romano con cipreses. A veces me perdía del todo en aquel juego, feliz como un niño con su caja de colores. Por fin, comencé a pintar a Beatrice.
Los primeros dibujos fracasaron y los tiré. Cuanto más intentaba imaginarme el rostro de la muchacha, a la que solía ver por la calle, menos lo conseguía. Por fin renuncié a ello y me puse a dibujar simplemente un rostro, siguiendo a mi fantasía y las direcciones que surgían del pincel y los colores. Resultó un rostro imaginario y no me disgustó. Seguí inmediatamente haciendo nuevos ensayos. Cada dibujo era más elocuente, se aproximaba más al tipo deseado, aunque no a la realidad.
Me fui acostumbrando más y más a trazar líneas con pincel soñador y a llenar superficies que no correspondían a modelo alguno y que resultaban un tanteo caprichoso del subconsciente. Un día pinté, casi sin darme cuenta, un rostro que me decía más que los anteriores. No era el rostro de aquella muchacha ni pretendía serlo. Era otra cosa, algo irreal pero no menos valioso. Parecía más una cabeza de muchacho que de muchacha; el pelo no era rubio sino castaño, con un matiz rojizo; la barbilla enérgica y firme contrastaba con la boca, que era como una flor roja: el conjunto resultaba un poco rígido, con algo de máscara, pero impresionante y lleno de vida secreta.
Cuando contemplé mi obra terminada, me hizo una extraña impresión. Me parecía una especie de ídolo o máscara sagrada, medio masculina, medio femenina, sin edad, a la vez enérgica y soñadora, tan rígida como misteriosamente viva. Este rostro me decía algo, me pertenecía, me exigía. Y además tenía un parecido con alguien, no sabía con quién.
El retrato acompañó durante un tiempo todos mis pensamientos, compartiendo mi vida. Lo guardaba en un cajón para que nadie lo encontrara y pudiera burlarse de mí. Pero cuando me hallaba a solas en mi cuartito, sacaba el retrato y conversaba con él. Por la noche lo sujetaba con un alfiler a la pared, frente a mi cabecera, y lo contemplaba hasta dormirme; y por la mañana le dedicaba mi primera mirada.
Precisamente en aquel tiempo volví a soñar mucho, como cuando era pequeño. Me parecía no haber soñado hacía años. Ahora volvían los sueños, una especie nueva de imágenes entre las que aparecía frecuentemente el retrato pintado, viviendo y hablando, amistoso u hostil, a veces deformado hasta la mueca y otras increíblemente bello, armonioso y noble.
Y una mañana, al despertar de uno de aquellos sueños, de pronto le reconocí. Me miraba con un gesto muy familiar, parecía llamarme por mi nombre, parecía conocerme como una madre, parecía estar esperándome desde tiempos inmemoriales. Con el corazón palpitante, contemplé la pintura, el pelo castaño y espeso, la boca blanda, casi femenina, la frente firme, extrañamente clara —con aquel color se había secado la pintura— y sentí cada vez más cerca el reconocimiento, el reencuentro, la certeza.
Salté de la cama, me planté delante del retrato y lo miré de cerca, directamente a los ojos, dilatados, verdosos y fijos, uno de los cuales, el derecho, estaba más alto que el otro. Y de pronto éste parpadeó, parpadeó leve pero perceptiblemente. En este parpadeo reconocí al retratado… ¡Cómo pude haber tardado tanto! Era el rostro de Demian.
Más tarde comparé muchas veces mi obra con los verdaderos rasgos de Demian, tal como los recordaba. No eran los mismos, aunque sí parecidos. A pesar de todo, era Demian.
Un atardecer, al principio del verano, el sol entraba oblicuo y rojo por mi ventana, que daba al oeste. Mi habitación iba quedando en la penumbra. Entonces se me ocurrió sujetar el retrato de Beatrice, o de Demian, al marco de la ventana y observar cómo lo atravesaba la luz del crepúsculo. El rostro desapareció, sin contornos; pero los ojos enmarcados de rojo, la claridad de la frente y la boca intensamente roja ardían profunda y violentamente sobre la superficie blanca. Permanecí sentado delante de él durante largo rato, aún después de haberse apagado los colores. Y lentamente intuí que no se trataba de Beatrice ni de Demian, sino de mí mismo. El retrato no se me parecía —yo sentía que tampoco era necesario— pero representaba mi vida, era mi interior, mi destino o mi demonio.
Así sería mi amigo si volvía a encontrar uno. Así sería mi amada si alguna vez tenía una. Así seria mi vida y mi muerte; éste era el tono y el ritmo de mi destino.
Durante aquellos días empecé una lectura que me impresionó más hondamente que todo lo que había leído hasta entonces. Tampoco más adelante he vivido tan intensamente un libro, excepto quizá Nietzsche. Era un tomo de Novalis con cartas y sentencias, muchas de las cuales no comprendía pero que me atraían y fascinaban enormemente. Una de ellas me vino en aquel momento a la memoria y la escribí con la pluma al pie del retrato:
«Destino y sentimiento son nombres de un solo concepto». Ahora lo comprendía.
Aún volví a encontrar a menudo a la muchacha que yo llamaba Beatrice. Ya no sentía ninguna emoción al verla pero sí una suave simpatía, una intuición: «Estás unida a mí, pero no tú, sino tu retrato; eres una parte de mi destino».
Nuevamente volví a sentir con fuerza la nostalgia de Max Demian. No sabía nada de él desde hacía años. Le había visto una sola vez durante las vacaciones. Ahora me apercibo de que he omitido este breve encuentro en mis anotaciones; y veo que lo he hecho por vergüenza y amor propio. Tengo que repararlo. Una vez, en las vacaciones, iba yo paseando por mi ciudad natal con la cara hastiada y siempre algo cansada de mi época de juergas, balanceando mi bastón y mirando con descaro a los burgueses con sus rostros de siempre, aburridos y despreciables, cuando me vino al encuentro mi antiguo amigo. Me sobresalté al verle. Automáticamente tuve que pensar en Franz Kromer. ¡Ojalá hubiera olvidado Demian aquella historia! Era muy desagradable estar en deuda con él; aunque, en el fondo, había sido una estúpida historia de niños, al fin y al cabo yo no dejaba de estar en deuda con él.
Pareció esperar a que yo le saludara; y cuando lo hice lo más tranquilo posible, me tendió la mano. Otra vez su apretón de manos ¡firme, cálido y, sin embargo, distante y viril!
Me miró atentamente a la cara y dijo:
—Has crecido, Sinclair.
Él me pareció el mismo, tan maduro y tan joven como siempre.
Se unió a mí y dimos un paseo. Hablamos de muchas cosas sin importancia; pero nada sobre el pasado. Recordé que le había escrito varias veces, sin recibir contestación. ¡Ojalá hubiera olvidado también las estúpidas cartas! Él no habló de ellas.
Entonces aún no existía Beatrice ni el retrato; me encontraba en mi época de disipación. En las afueras de la ciudad le invité a entrar conmigo en una taberna. Me acompañó. Yo encargué con mucha jactancia una botella de vino, llené los vasos, brindé con él y me mostré muy familiarizado con las costumbres estudiantiles. El primer vaso lo vacié de un tirón.
—¿Vas mucho a la taberna? —me preguntó.
—Pues sí —contesté con desgana—; ¿qué va uno a hacer? En fin de cuentas, es lo más divertido.
—¿Tú crees? Puede ser. Desde luego, la embriaguez, lo báquico, tienen su misterio. Pero me parece que la mayoría de la gente que anda sentada en las tabernas no tiene idea de eso. Me da la impresión que precisamente el meterse en las tabernas es algo muy adocenado. ¡Lo bueno sería pasar la noche entera con antorchas encendidas, en una verdadera orgía desenfrenada! Pero eso de tomar un vasito tras otro no creo que sea muy interesante, ¿no? ¿O acaso puedes imaginarte a Fausto sentado noche tras noche en la taberna?
Yo bebí y le miré con hostilidad.
—Bueno, no todos somos Fausto —respondí secamente.
Me miró un poco sorprendido. Luego se echó a reír con la frescura y la superioridad de siempre.
—¡Bah! ¿Para qué discutir? En todo caso, es probable que la vida de un borracho y libertino sea más animada que la del ciudadano intachable; y además —he leído una vez— el libertinaje es la mejor preparación para el misticismo. Siempre son hombres como San Agustín los que se convierten en profetas. También él fue antes un disoluto y un hombre de mundo.
Yo sentía desconfianza y no quería dejarme dominar por él. Así contesté muy indiferente:
—¡Sí, cada cual según su gusto! A mí, si quieres que te sea sincero, no me interesa ser profeta o algo parecido.
Demian me lanzó una mirada inteligente con ojos ligeramente entornados.
—Querido Sinclair —dijo lentamente—, no tenía intención de molestarte. Además, ninguno de los dos sabemos con qué fin vacías ahora tu vaso. Pero aquello que tienes en tu interior, aquello que conforma tu vida, sí lo sabe; y es bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo, lo quiere todo y lo hace todo mejor que nosotros. Pero, perdona, tengo que irme a casa.
Nos despedimos brevemente. Yo me quedé muy malhumorado, vacié aún la botella y, al marcharme, me encontré con que Demian había pagado. Aquello me molestó aún más.
Mis pensamientos se concentraron en este pequeño suceso; y Demian los ocupaba todos. Las palabras que pronunció en aquella taberna de las afueras de la ciudad me volvieron a la memoria, frescas e indelebles. «Y es bueno tener conciencia de que en nosotros hay algo que lo sabe todo».
¡Qué ganas tenía de ver a Demian! No sabía nada de él ni estaba a mi alcance. Sólo sabía que probablemente estaría estudiando en la Universidad y que su madre había abandonado nuestra ciudad al terminar él sus estudios en el colegio.
Evoqué todos mis recuerdos de Max Demian, remontándome hasta mi aventura con Kromer. ¡Cuántas cosas, de las que había dicho entonces, volvieron a surgir! Y todas tenían aún sentido, eran actuales, me concernían. También lo que me había dicho, en nuestro último y poco grato encuentro, sobre el libertinaje y la santidad, surgió con toda claridad en mi alma. ¿No era exactamente lo que me había pasado a mí? ¿No había vivido yo en la embriaguez y en el lodo, aturdido y perdido hasta que un nuevo instinto vital había despertado en mí precisamente lo contrario: el ansia de pureza, la nostalgia de la santidad?
Fui siguiendo mis recuerdos mientras caía la noche. Fuera llovía. También en mis recuerdos oía caer la lluvia, bajo los castaños, el día que Demian me preguntó qué me pasaba con Franz Kromer y acertó mi secreto. Una a una fueron saliendo las conversaciones camino del colegio y durante las clases de religión. Al final recordé mi primera entrevista con Max Demian. ¿De qué había tratado?
Aunque no me acordaba bien, tenía tiempo y me sumí totalmente en mis pensamientos. Volví a precisar mis recuerdos. Habíamos estado parados delante de nuestra casa, después de que él me había comunicado su opinión sobre Caín. Había hablado del viejo y borroso escudo que campeaba sobre nuestro portal; y me había dicho que el escudo le interesaba, que había que fijarse bien en estas cosas. Por la noche soñé con Demian y con el escudo, que cambiaba de forma constantemente.
Demian lo sostenía entre sus manos; unas veces era pequeño y gris, otras imponente y colorido, pero, según me explicaba él, siempre era el mismo. Al final me instó a comer el escudo. Cuando lo hube tragado, sentí un temor terrible de que el ave heráldica reviviera en mí, me llenara del todo y empezara a devorarme las entrañas. Lleno de terror, me desperté.
Era aún noche cerrada. Me despabilé y oí que la lluvia caía dentro de la habitación. Me levanté a cerrar la ventana y pisé algo blanquecino que había caído en el suelo. Por la mañana vi que era mi pintura. Estaba en el suelo, mojada, y se había arrugado. La puse a secar entre dos secantes dentro de un libro pesado. Cuando fui a verla al día siguiente, se había secado y también había cambiado. La boca roja había palidecido y parecía más fina. Era la boca de Demian.
Me puse a hacer un nuevo dibujo del ave heráldica. No recordaba muy bien su verdadero aspecto; sabía que muchos detalles ya no se reconocían, porque el escudo era viejo y había sido pintado varias veces. El pájaro estaba posado sobre algo: una flor, un cesto, un nido o una copa de árbol. No me importaba demasiado y comencé a pintar lo que recordaba claramente. Por un impulso indeterminado comencé en seguida con colores fuertes. La cabeza era en mi dibujo amarilla. Fui pintando según el humor que tuviera y acabé al cabo de unos días.
Resultó un ave de rapiña con una afilada y audaz cabeza de gavilán, con medio cuerpo dentro de una bola del mundo oscura, de la que surgía como de un huevo gigantesco, sobre un fondo azul. Mientras más miraba mi obra, más me parecía que era el escudo coloreado que había visto en mi sueño.
No me hubiera sido posible escribir una carta a Demian, aunque hubiese sabido su dirección. Pero, guiado por la vaga intuición que determinaba todos mis actos, decidí mandarle el dibujo del gavilán, llegara o no a sus manos. No puse nada encima, ni siquiera mi nombre; recorté cuidadosamente los bordes, compré un sobre grande y escribí sobre él la antigua dirección de mi amigo. Luego, lo eché al correo.
Se aproximaba un examen y yo tenía que estudiar más que de costumbre, para el colegio. Desde que había abandonado aquella conducta despreciable, los profesores me habían acogido otra vez con benevolencia. Tampoco era ahora un buen alumno; pero ni yo ni nadie se acordaba ya de que medio año antes todos habían dado como probable mi expulsión del colegio.
Mi padre volvió a escribirme en el tono de antes, sin reproches ni amenazas. Pero yo no sentía la necesidad de explicarle a él o a quien fuera cómo se había producido aquel cambio. Era pura casualidad que hubiera coincidido con los deseos de mis padres y profesores. El cambio no me acercó más a los compañeros; no me acerco a nadie: sólo me hizo más solitario. Pero me impulsaba hacia Demian, hacia un destino lejano. Yo mismo no lo sabia, pues me encontraba en el centro de la corriente. Todo había comenzado con Beatrice; pero desde hacía tiempo vivía con mis dibujos y mis pensamientos sobre Demian en un mundo tan irreal que la había perdido totalmente de vista, incluso en mis pensamientos. No hubiera podido contar a nadie una palabra de mis sueños, esperanzas y transformaciones interiores, aunque hubiera querido.
Pero ¿cómo lo iba a querer?