Se podrían contar cosas hermosas, delicadas y amables de mi infancia, de mi seguridad junto a los padres, del amor filial y de la vida apacible, caprichosa en aquel ambiente suave, cariñoso y diáfano. Pero sólo me interesan los pasos que di en la vida para llegar a mí mismo. Todos los bellos momentos de reposo, los islotes de felicidad y los paraísos cuyo encanto conocí quedan en la lejanía resplandeciente y no deseo volver a pisarlos.
Por eso, al evocar mi juventud, hablaré sólo de lo nuevo que me salió al encuentro, impulsándome adelante y desarraigándome.
Las acometidas vinieron una y otra vez del «otro mundo», y siempre trajeron consigo miedo, violencia y remordimiento. Siempre fueron turbulentas y pusieron en peligro la paz en que yo hubiera querido vivir constantemente.
Vinieron los años en los que volví a descubrir que en mi interior latía un instinto que en el mundo permitido y diáfano había que disimular y ocultar. Como a todo ser humano, también a mí me asaltó el lento despertar del sentimiento del sexo, como un enemigo destructor, como la tentación, lo prohibido y el pecado. Lo que mi curiosidad buscaba, lo que suscitaba sueños, placer y miedo —el gran misterio de la pubertad— no encajaba en absoluto dentro de la felicidad mimada de mi paz infantil. Yo hice como todos. Llevé la doble vida del niño que ya no es un niño. Mi conciencia habitaba en el mundo familiar y permitido; mi conciencia negaba el nuevo mundo que surgía. Pero al margen de aquél, yo vivía en sueños, instintos y deseos subconscientes sobre los que construía puentes la conciencia, cada vez más atemorizada porque el mundo infantil se desmoronaba. Como casi todos los padres, tampoco los míos colaboraron en el despertar de los instintos vitales, de los que nunca se hablaba. Sólo colaboraban con un cuidado infatigable en mis esfuerzos desesperados por negar la realidad y seguir viviendo en un mundo infantil, que cada día era más irreal y más falso. No sé si los padres pueden hacer mucho en estos casos, y no hago a los míos ningún reproche. Acabar con mi problema y encontrar mi camino era sólo cosa mía; y yo no actué bien, como la mayoría de los bien educados.
Todos los hombres pasan por estas dificultades. Para el hombre medio es éste el punto en que las exigencias de su propia vida entran en colisión dramática con las circunstancias, el punto en que tiene que luchar más duramente por alcanzar el camino que conduce hacia adelante. Muchos viven tal morir y renacer, que es nuestro destino, sólo en ese momento de su vida en que el mundo infantil se resquebraja y se derrumba lentamente, cuando todo lo que amamos nos abandona y, de pronto, sentimos la soledad y la frialdad mortal del universo que nos rodea. Muchos se estrellan para siempre en este escollo y permanecen toda su vida apegados dolorosamente a un pasado irrecuperable, al sueño del paraíso perdido, que es el peor y más nefasto de todos los sueños.
Volvamos a nuestra historia. Las sensaciones y los sueños con que se me anunció el fin de mi infancia no son tan importantes como para relatarlos. Lo importante fue el «mundo oscuro»; el «otro mundo» había vuelto a aparecer. Lo que un día significó Franz Kromer se hallaba ahora en mí mismo. Y con esto, y también desde fuera, consiguió el «otro mundo» poder sobre mí.
Habían pasado ya varios años desde la historia con Kromer. Aquella época dramática y culpable de mi vida parecía estar muy lejana y haberse disuelto en la nada como una corta pesadilla. Franz Kromer hacía mucho tiempo que había desaparecido de mi vida, y apenas si me fijaba en él cuando me lo encontraba alguna vez en la calle. Sin embargo, la otra figura importante de mi tragedia, Max Demian, no llegó a desaparecer ya nunca de mi horizonte. Durante mucho tiempo se mantuvo muy al margen, visible pero pasivo. Lentamente fue acercándose, irradiando otra vez su fuerza y haciendo sentir su influjo.
Intento recordar lo que sabía de Demian en aquel tiempo. Puede ser que no hablara con él ni una vez durante un año o más. Yo lo evitaba y él no me importunaba en absoluto. Quizá me saludaba cuando alguna vez nos encontrábamos. Me parecía entonces que en su amabilidad había un leve destello de sarcasmo o de irónico reproche; pero probablemente eran imaginaciones mías. La aventura que yo había vivido con él y el extraño ascendiente que había ejercido sobre mí parecían como olvidados, tanto por su parte como por la mía.
Busco su imagen; y ahora que reflexiono sobre él recuerdo que permanecía siempre allí y que yo me daba cuenta de ello. Lo veo ir al colegio, solo o entre algunos alumnos mayores; y lo veo extraño, solitario y silencioso, caminando entre ellos como un astro, rodeado de su atmósfera propia, viviendo según sus propias leyes. Nadie le quería. Nadie tenía trato íntimo con él, excepto su madre; y tampoco ella parecía tratarle como a un niño sino como a un adulto. Los profesores procuraban dejarle tranquilo. Era un buen alumno, pero no intentaba gustar a nadie; y de vez en cuando oíamos algún rumor sobre una respuesta, un comentario o una réplica que había dado a algún profesor, en un tono difícilmente superable por su áspera provocación y su ironía.
Cierro los ojos y me parece ver su imagen. ¿Dónde fue? Sí, ahora vuelvo a recordar. Fue en la calle, frente a nuestra casa. Le vi allí un día, con un bloc en la mano, dibujando. Estaba copiando el viejo escudo con el pájaro tallado que campeaba sobre el portal de nuestra casa. Yo me encontraba en la ventana, escondido detrás de la cortina y le observaba. Con profundo asombro vi su rostro atento, distante y despejado, vuelto hacia el escudo. Era el rostro de un investigador o de un artista, inteligente y lleno de voluntad, extrañamente despejado y distante, con ojos llenos de experiencia.
De nuevo lo veo. Fue un poco más tarde, en la calle; estábamos a la salida del colegio, agrupados en torno a un caballo caído. El caballo, aún enganchado a su carro, yacía resoplando angustiada y lastimeramente por los ollares dilatados y sangrando de una herida invisible, mientras el polvo blanco de la carretera se iba tiñendo lentamente de oscuro. Cuando aparté los ojos de aquel espectáculo, con una sensación de malestar, vi el rostro de Demian. No se había acercado; se mantenía en segundo término, con aquel aire de siempre, tranquilo y elegante. Su mirada estaba fija en la cabeza del caballo y tenía de nuevo una atención profunda y silenciosa, casi fanática pero desapasionada. No pude apartar los ojos de él y sentí entonces, lejos, en el subconsciente, algo muy especial.
Observé el rostro de Demian y descubrí no sólo que no tenía cara de niño, sino que su rostro era el de un hombre; y aún más, me pareció ver o sentir que tampoco era la cara de un hombre, sino algo distinto. Era como si en aquel rostro hubiera algo femenino. Durante un instante no me pareció ni masculino, ni infantil, ni viejo, ni joven, sino milenario, fuera del tiempo, marcado por otras edades diferentes a la que nosotros vivimos. Los animales suelen tener esa expresión, o los árboles, o las estrellas. Yo no lo sabía; aunque entonces no sentía exactamente lo que ahora puedo formular como adulto, sí sentía algo parecido. Quizás era guapo, no sé si me gustaba o me repelía; tampoco aquello estaba claro. Yo sólo veía una cosa que era diferente a nosotros, como un animal, como un espíritu, o como una pintura. No sé bien cómo era; pero sí que era distinto, inexplicablemente distinto a todos nosotros.
Los recuerdos no me dan más datos; y probablemente éstos estén determinados en parte por impresiones posteriores.
Pasaron varios años antes de que mi relación con él volviera a ser más estrecha. Demian no había recibido la confirmación en la Iglesia con los chicos de su curso, como lo hubiera exigido la tradición del colegio, y esto dio lugar automáticamente a rumores. Se empezó a decir que era judío, o más bien que era pagano; otros opinaban que tanto él como su madre carecían de toda religión o que pertenecían a una fabulosa y peligrosa secta. En relación con esto creo haber oído también que Demian vivía con su madre como con una amante. Lo más probable es que Demian hasta entonces hubiera crecido sin una determinada confesión y que aquello le hiciera tener dificultades en el futuro. En todo caso, su madre decidió que fuera confirmado, dos años más tarde que sus compañeros; y así sucedió que durante unos meses fue mi compañero en la clase preparatoria para la confirmación.
Durante algún tiempo me mantuve alejado de él por completo; no quería tener nada que ver con él. Lo encontraba rodeado de demasiadas habladurías y misterios, pero sobre todo me molestaba la sensación de compromiso hacia él que tenía desde la historia de Kromer. Y precisamente entonces estaba yo muy ocupado con mis propios secretos. La clase preparatoria para la confirmación coincidió para mí con la aclaración definitiva de los problemas sexuales; y, a pesar de mi buena voluntad, mi interés por la enseñanza religiosa se veía muy mermado por este hecho. Los temas de que hablaba el pastor quedaban muy lejos de mí, en un mundo irreal, tranquilo y venerable: quizás eran muy bonitos e importantes, pero no eran nada actuales o interesantes; y aquellas otras cosas que me preocupaban lo eran precisamente en grado máximo.
Esta situación hizo que creciera por un lado mi indiferencia hacia las clases y aumentara por otro mi interés por Max Demian. Algo parecía unirnos. Me voy a esforzar en seguir este hilo con la mayor exactitud. Que yo recuerde, la cosa empezó en una clase, muy temprano por la mañana, cuando la luz del aula aún estaba encendida. Nuestro profesor de religión hablaba de la historia de Caín y Abel. Yo no atendía, estaba adormilado y apenas escuchaba. Entonces el cura empezó a hablar en voz alta e insistente del estigma de Caín. En ese momento sentí una especie de contacto o llamada; y, levantando los ojos, vi a Demian que se volvía hacia mí desde las primeras filas de pupitres con una mirada penetrante y significativa, cuya expresión lo mismo podía ser burlona que grave. Me miró sólo un instante; y, de pronto, me fijé con toda atención en las palabras del párroco. Le oí hablar de Caín y del estigma sobre su frente, y tuve en lo más profundo la conciencia de que las cosas no eran como él las decía, que también se podían interpretar de otra manera y que era posible una crítica.
En este momento se estableció de nuevo contacto entre Demian y yo. Y es curioso: apenas surgió en el alma aquella sensación de concordancia con él, se reflejó también, como por arte de magia, en el espacio. No sé si lo consiguió él o si fue pura casualidad; yo entonces creía firmemente en las casualidades. A los pocos días, Demian había cambiado de sitio y vino a sentarse delante de mí durante las clases de religión. (Aún recuerdo con qué placer aspiraba yo, en el aire viciado de hospicio de aquella aula repleta, el perfume fresco y suave de jabón que exhalaba su nuca). Y unos días después volvió a cambiar de lugar y se sentó junto a mí, y allí permaneció durante todo el invierno y la primavera.
Las clases de la mañana se habían transformado por completo. Ya no eran adormecedoras y aburridas. Me hacían ilusión. A veces escuchábamos los dos al pastor con la mayor atención; y una mirada de mi vecino bastaba para que me fijara en una historia curiosa, en una frase extraña, y otra mirada, muy especial, bastaba para alertarme y despertar en mí la crítica y la duda. Pero muchas veces éramos malos alumnos y no oíamos nada de la clase. Demian era siempre muy correcto con los profesores y con los compañeros; nunca hacía tonterías de colegial, nunca se le oía reír ruidosamente o charlar, nunca provocaba las reprimendas del profesor. Sin embargo, en voz baja, y más por señas y miradas que por palabras, supo hacerme partícipe de sus propios problemas. Estos eran en parte muy curiosos.
Me dijo, por ejemplo, qué compañeros le interesaban y de qué manera les estudiaba. A algunos les conocía muy bien. Un día me dijo antes de clase:
—Cuando te haga una señal con el dedo, fulano o mengano se dará la vuelta para mirarnos o se rascará la cabeza.
Durante la clase, cuando apenas me acordaba ya de aquello, Max me hizo una señal muy ostensible con el dedo; miré rápidamente hacia el alumno señalado y le vi en efecto hacer el gesto esperado, como movido por un resorte. Yo insistí en que Max hiciera el experimento con el profesor, pero no quiso. Sin embargo, una vez llegué a clase y le conté que no había estudiado la lección y que confiaba en que el pastor no me preguntara. Entonces Demian me ayudó. El cura buscaba a un alumno para que le recitara un trozo del catecismo, y su mirada vacilante se posó sobre la expresión culpable de mi rostro. Se acercó lentamente y alargó un dedo hacia mí; ya tenía mi nombre en los labios cuando de pronto se puso inquieto y distraído, empezó a dar tirones de su alzacuello, se acercó a Demian, que le miraba fijamente a los ojos, pareció que quería preguntarle algo, y finalmente se apartó bruscamente, tosió un rato y llamó a otro alumno.
Poco a poco, en medio de aquellas bromas que tanto me divertían, me di cuenta de que mi amigo, a menudo, también jugaba conmigo. A veces, yendo al colegio, presentía de pronto que Demian me seguía y, al volverme, le encontraba efectivamente allí.
—¿Puedes conseguir, de verdad, que otro piense lo que tú quieres? —le pregunté.
Me respondió amablemente con la tranquilidad y objetividad de su madurez adulta:
—No —dijo—, eso no es posible. No tenemos una voluntad libre, aunque el párroco haga como si así fuera. Ni el otro puede pensar lo que quiere, ni yo puedo obligarle a pensar lo que quiero. Lo único que puede hacerse es observar atentamente a una persona; generalmente se puede decir luego con exactitud lo que piensa o siente y, por consiguiente, también se puede predecir lo que va a hacer inmediatamente después. Es muy sencillo; lo que ocurre es que la gente no lo sabe. Naturalmente se necesita entrenamiento. Entre las mariposas hay, por ejemplo, cierta especie nocturna en la que las hembras son menos numerosas que los machos. Las mariposas se reproducen como los demás animales: el macho fecunda a la hembra, que pone luego los huevos; si capturas una hembra de esta especie —y esto ha sido comprobado por los científicos— los machos acuden por la noche, haciendo un recorrido de varias horas de vuelo. Varias horas, ¡imagínate! Desde muchos kilómetros de distancia los machos notan la presencia de la única hembra de todo el contorno. Se ha intentado explicar el fenómeno, pero es imposible. Debe de tratarse de un sentido del olfato o algo parecido, como en los buenos perros de caza, que saben encontrar y perseguir un rastro casi imperceptible. ¿Comprendes? Ya ves, la naturaleza está llena de estas cosas, y nadie puede explicarlas. Y yo digo entonces: si entre estas mariposas las hembras fueran tan numerosas como los machos, éstos no tendrían el olfato tan fino. Lo tienen únicamente porque lo han entrenado. Si un animal o un ser humano concentra toda su atención y su voluntad en una cosa determinada, la consigue. Ese es todo el misterio. Y lo mismo ocurre con lo que tú dices. Observa bien a un hombre y sabrás de él más que él mismo.
Estuve a punto de pronunciar las palabras «adivinación de pensamiento» y recordarle con ellas la historia de Kromer, que quedaba tan lejana. Pero con respecto a ese asunto sucedía algo muy raro entre nosotros: ni él ni yo hacíamos nunca la más mínima alusión a que hacía unos años él había intervenido de una manera tan decisiva en mi vida. Era como si nunca hubiera habido nada entre nosotros o como si cada uno contara con que el otro hubiera olvidado lo pasado. Sucedió incluso que nos encontramos una o dos veces con Franz Kromer yendo por la calle pero no intercambiamos ni una mirada ni pronunciamos palabra alguna sobre él.
—¿Cómo explicas lo de la voluntad? —pregunté—. Dices que no tenemos libre albedrío, pero también aseguras que uno no tiene más que concentrar su voluntad sobre un objetivo para conseguirlo. Ahí hay una contradicción. Si no soy dueño y señor de mi voluntad, tampoco puedo concentrarla libremente sobre esto o aquello.
Me dio unas palmadas en el hombro. Siempre lo hacía cuando alguna ocurrencia mía le gustaba.
—Así me gusta, que me preguntes —exclamó riendo—. Siempre hay que preguntar, que dudar. Verás, es muy sencillo. Si una de esas mariposas, por ejemplo, quisiera concentrar su voluntad sobre una estrella, o algo por el estilo, no podría hacerlo. Así, ni lo intenta siquiera. Elige como objetivo sólo lo que tiene sentido y valor para ella, algo que necesita, algo que le es imprescindible. Por eso logra lo increíble; desarrolla un fantástico sexto sentido, que ningún animal excepto ella posee. Nosotros tenemos un radio de acción más amplio y más intereses que un animal. Pero también estamos limitados a un círculo relativamente estrecho y no podemos salir de él. Yo puedo fantasear sobre esto o aquello, imaginarme algo —por ejemplo, que me es indispensable ir al Polo Norte, o algo por el estilo— pero sólo puedo llevarlo a cabo y desearlo con suficiente fuerza si el deseo está completamente enraizado en mí, si todo mi ser está penetrado de él. En el momento en que esto sucede e intentas algo que se te impone desde dentro, la cosa marcha; entonces puedes enganchar tu voluntad al carro, como si fuera un buen caballo de tiro. Si yo, por ejemplo, me propusiera conseguir que nuestro pastor no volviera a llevar gafas, no lo lograría. Sería un puro juego. Pero cuando me propuse en el otoño que me cambiara de pupitre, lo logré fácilmente. De pronto apareció un chico que me precedía en la lista alfabética y que había estado enfermo hasta entonces; como alguien tenía que cederle el sitio, fui yo quien lo hizo porque mi voluntad estaba decidida a aprovechar inmediatamente la ocasión.
—Sí —dije—, a mí también me produjo una sensación muy extraña aquello. Desde el momento en que empezamos a interesarnos el uno por el otro te fuiste acercando a mí cada vez más. Pero ¿cómo sucedió? Al principio no conseguiste sentarte a mi lado; durante algún tiempo ocupaste el banco delante del mío. ¿Cómo sucedió aquello?
—De la manera siguiente: yo mismo no sabía con exactitud a dónde quería trasladarme. Sabía únicamente que quería estar sentado más atrás. Me lo dictaba mi deseo de acercarme a ti pero no lo sabía conscientemente. Al mismo tiempo, tu voluntad también actuaba tirando de mí, ayudándome. Hasta que no estuve sentado delante de ti no me di cuenta de que mi deseo estaba realizado solamente en parte; me di cuenta de que lo que deseaba era estar junto a ti.
—Pero entonces no entró ningún alumno nuevo en nuestra clase.
—No, pero yo hice simplemente lo que me apetecía y me sente por las buenas a tu lado. El chico con el que cambié de sitio sólo se extrañó y me dejó hacer. El cura notó una vez que allí se había producido un cambio; en general cada vez que tiene que dirigirse a mí, algo le inquieta oscuramente: sabe muy bien que me llamo Demian y que yo, con un apellido empezando con la letra D, no debo estar detrás, entre la 5. Pero eso no llega a su conciencia porque mi voluntad se lo impide y porque yo le pongo obstáculos. El buen hombre se da cuenta de que hay algo que no funciona, me mira y empieza a devanarse los sesos. Pero tengo un remedio muy sencillo. Siempre le miro fijamente a los ojos. La mayoría de la gente no lo resiste. Todos se ponen muy inquietos. Cuando quieras conseguir algo de alguien, le miras inesperadamente a los ojos con firmeza; si ves que no se intranquiliza, puedes renunciar a tu deseo, no vas a conseguir nada de él. Yo no conozco más que una persona con la que me falle el sistema.
—¿Quién? —pregunté rápidamente.
Me miró con los ojos levemente guiñados, como cuando pensaba intensamente. Luego los apartó y no dio ninguna respuesta. A pesar de la curiosidad tan fuerte que sentía, no pude repetir la pregunta.
Creo, sin embargo, que se refería a su madre. Parecía vivir con ella en una confianza total. Sin embargo, nunca me hablaba de ella, ni me llevaba a su casa. Yo apenas la conocía.
En aquella época intenté algunas veces imitarle y concentrar mi voluntad sobre un deseo con toda intensidad para conseguirlo. Eran deseos que me parecían bastante apremiantes. Pero no lograba nada. Nunca me atreví a hablar de ello con Demian. Lo que yo deseaba no hubiera podido confesárselo; y él tampoco preguntaba.
Mi fe religiosa había sufrido entretanto bastante deterioro; sin embargo, mis pensamientos, influenciados por Demian, se diferenciaban de aquellos de mis compañeros que habían llegado al escepticismo total. Había unos cuantos que ocasionalmente dejaban caer frases sobre lo ridículo e indigno que era creer aún en Dios y en historietas tales como la Santísima Trinidad y la Inmaculada Concepción, y que opinaban que era una vergüenza seguir contando todavía semejantes patrañas. Yo no pensaba así en absoluto. Aun en los casos de duda, conocía a través de las experiencias de mi niñez la realidad de una vida piadosa como la que llevaban mis padres, y sabía que no era indigna ni falsa. Es más: seguía sintiendo el mayor respeto por lo religioso. Pero Demian me había acostumbrado a considerar e interpretar los relatos y dogmas religiosos con más libertad y personalidad, con más fantasía; por lo menos yo seguía siempre con agrado las interpretaciones que él me proponía, aunque muchas me parecieran demasiado extremistas, como la historia de Caín. Una vez, sin embargo, llegó a asustarme durante la clase de religión con una teoría aún más atrevida. El profesor había hablado del Gólgota. El relato bíblico de la Pasión y Muerte del Salvador me había impresionado mucho ya desde niño; cuando mi padre nos leía en Viernes Santo la historia de la Pasión, yo vivía profundamente emocionado en ese mundo dolorosamente hermoso de Getsemani y del Gólgota, pálido y fantasmal pero tremendamente vivo. Cuando escuchaba La Pasión según San Mateo, de Bach, el sombrío y poderoso fulgor del dolor que irradiaba aquel mundo misterioso me inundaba con estremecimientos místicos. Aun hoy esta música y el Actus tragicus son para mí la quintaesencia de la poesía y la expresión artística.
Al final de aquella clase, Demian me dijo muy pensativo:
—Hay algo, Sinclair, que no me gusta. Vuelve a leer la historia y analízala bien; verás que tiene un sabor falso. Me refiero a los dos ladrones. ¡Es grandioso el cuadro de las tres cruces erguidas allá, sobre la colina! ¿Para qué nos vienen con la historia sentimental del buen ladrón? Primero fue un criminal y cometió Dios sabe cuántos delitos; después se desmorona y celebra verdaderos festines de arrepentimiento y contrición. ¿Me puedes decir qué sentido tiene ese arrepentimiento a dos pasos de la tumba? No es más que la típica historia de curas, dulzona, falsa y sentimentalona con fondo muy edificante. Si hoy tuvieras que escoger de entre los dos hombres a uno como amigo, o tuvieras que decidirte por uno para darle tu confianza, seguro que no elegirías a ese converso llorón. No, elegirías al otro, que es todo un hombre y tiene carácter; le importa tres pitos la conversión, que, dada su situación, no puede ser más que palabrería, y sigue su camino hasta el final, sin renegar en el último momento cobardemente del demonio que le había ayudado hasta entonces. Es un carácter; y los hombres con carácter quedan siempre malparados en la Biblia. Quizá fuera un descendiente de Caín; ¿tú que crees?
Me quedé consternado. Había creído estar totalmente familiarizado con la historia de la Pasión y ahora descubría con qué poca personalidad, imaginación y fantasía la había escuchado y leído. Sin embargo, el nuevo pensamiento de Demian me sonaba muy mal y amenazaba conceptos cuya existencia me creía obligado a salvar. No, no se podía jugar así con las cosas, incluso con las más sagradas. Él, como siempre, notó inmediatamente mi resistencia, antes de que yo dijera algo.
—Ya sé —dijo resignado—, es la eterna historia. ¡El caso es no ser consecuente! Pero te voy a decir una cosa: éste es uno de los puntos en los que aparecen con toda claridad los fallos de nuestra religión. El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento es, en efecto, una figura extraordinaria; pero no es lo que debe representar. Él es lo bueno, lo noble, lo paternal, lo hermoso, y, también, lo elevado y lo sentimental. ¡De acuerdo! Sin embargo, el mundo se compone de otras cosas; y éstas se adjudican simplemente al diablo, escamoteando y silenciando toda una mitad del mundo. Se venera a Dios como padre de la vida, negando al mismo tiempo la vida sexual, sobre la que se basa la vida misma, declarándola diabólica y pecaminosa. No tengo nada en contra de que se venere al Dios Jehová. ¡En absoluto! Pero opino que deberíamos santificar y venerar al mundo en su totalidad, no sólo a esa mitad oficial, separada artificialmente. Por lo tanto, deberíamos tener un culto al demonio junto al culto divino. Sería lo justo. O si no, habría que crear un dios que integrara en sí al diablo y ante el que no tuviéramos que cerrar los ojos cuando suceden las cosas más naturales de la vida.
Demian —en contra de su costumbre— se había acalorado; mas en seguida volvió a sonreír y dejó de acosarme.
Sus palabras dieron en el misterio de mis años infantiles, misterio que sentía en cada momento y del que no había dicho ni una palabra a nadie. Lo que dijo Demian sobre Dios y el demonio, sobre el mundo oficial y divino frente al mundo demoníaco silenciado, correspondía a mi propio pensamiento, a mi mito, a mi idea de los dos mundos o mitades, la clara y la oscura. El descubrimiento de que mi problema era el de todos los seres humanos, un problema de toda vida y todo pensamiento, se cernió de pronto sobre mí como una sombra divina y me llenó de temor y respeto al ver y sentir que mi vida y mis pensamientos más íntimos y personales participaban de la eterna corriente del pensamiento humano. El descubrimiento no fue alegre, aunque sí alentador y reconfortante. Era duro y áspero, porque encerraba en sí responsabilidad, soledad y despedida definitiva de la infancia.
Revelando por primera vez en mi vida un secreto tan íntimo, conté a mi amigo los conceptos, tan arraigados desde mi infancia, de los «dos mundos»; y él se dio cuenta en seguida de que, en lo más profundo, yo aceptaba sus razonamientos. Pero no era su estilo aprovecharse de ello. Me escuchó con más atención que nunca, mirándome fijamente a los ojos, hasta que tuve que apartar los míos porque volví a sorprender en su mirada aquella extraña intemporalidad casi animal, aquella inconcebible antigüedad.
—Ya hablaremos otro día —dijo con cuidado—. Veo que piensas más de lo que puedes expresar. Claro que si es así te darás cuenta también de que nunca has vivido completamente lo que piensas; y eso no es bueno. Sólo el pensamiento vivido tiene valor. Hasta ahora has sabido que tu «mundo permitido» sólo era la mitad del mundo y has intentado escamotear la otra mitad, como hacen los curas y los profesores. ¡Pero no lo conseguirás! No lo consigue nadie que haya empezado a pensar.
Sus palabras me llegaron al alma.
—Pero —exclamé casi gritando— hay cosas verdaderamente feas y prohibidas; ¡no puedes negarlo! Están prohibidas y tenemos que renunciar a ellas. Yo sé que existen el crimen y los vicios; pero porque existan no voy yo a convertirme en un criminal.
—Hoy no agotaremos el tema —me tranquilizó Max—. Desde luego, no vas a asesinar o violar muchachas, no. Pero aún no has llegado al punto en que se ve con claridad lo que significa en el fondo «permitido» y «prohibido». Has descubierto sólo una parte de la verdad. Ya vendrá el resto, no te preocupes. Por ejemplo: desde hace un año sientes en ti un instinto, que pasa por «prohibido», más fuerte que todos los demás. Los griegos y muchos otros pueblos, en cambio, han divinizado este instinto y lo han venerado en grandes fiestas. Lo «prohibido» no es algo eterno; puede variar. También hoy cualquiera puede acostarse con una mujer si antes ha ido al sacerdote y se ha casado con ella. En otros pueblos es de otra manera. Por eso cada uno tiene que descubrir por sí mismo lo que le está prohibido. Se puede ser un gran canalla y no hacer jamás algo prohibido. Y viceversa. Probablemente es una cuestión de comodidad. El que es demasiado cómodo para pensar por su cuenta y erigirse en su propio juez, se somete a las prohibiciones, tal como las encuentra. Eso es muy fácil. Pero otros sienten en sí su propia ley; a esos les están prohibidas cosas que los hombres de honor hacen diariamente y les están permitidas otras que normalmente están mal vistas. Cada cual tiene que responder de sí mismo.
De pronto, como si se arrepintiera de haber hablado tanto, enmudeció. Ya entonces intuía yo de forma aproximada lo que Demian sentía cuando actuaba así; pues aunque solía exponer sus ideas de una manera muy agradable y aparentemente ligera, detestaba «hablar por hablar», como me dijo un día. Notaba en mí que, junto al auténtico interés, había demasiado juego, demasiado placer en el parloteo intelectual; en una palabra, falta de absoluta seriedad.
Al volver a leer las últimas palabras que he escrito: «absoluta seriedad», recuerdo otra escena que viví con Max Demian en aquellos tiempos aún semiinfantiles y que me impresionó vivamente.
Se acercaba la fecha de nuestra confirmación. Las últimas clases de religión trataban de la comunión. El pastor dio mucha importancia al tema, cuidó mucho sus explicaciones y consiguió que en estas últimas clases hubiera un cierto ambiente de unción religiosa. Sin embargo, precisamente entonces mis pensamientos se concentraban en otra cosa: en la persona de mi amigo. Esperando la confirmación, que se nos explicaba como solemne acogida en la comunidad de la Iglesia, yo pensaba constantemente que el valor de aquel medio año de enseñanza religiosa no estaba en lo que había aprendido sino en la proximidad e influencia de Demian. No me preparaba a ser recibido en la Iglesia, sino en algo muy distinto: en una orden del pensamiento y de la personalidad que tenía que existir sobre la tierra y cuyo enviado o emisario consideraba yo a mi amigo.
Intenté rechazar aquella idea porque sería vivir, a pesar de todo, la ceremonia de la confirmación con cierta dignidad, que me parecía poco compatible con mis nuevos pensamientos. Pero fue en vano: el pensamiento estaba ahí y lentamente se fue uniendo al de la cercana ceremonia religiosa. Estaba dispuesto a celebrarla de manera distinta a los demás. Para mí iba a significar la entrada en un mundo ideológico que me había sido revelado por Demian.
En aquellos días volví a discutir vivamente con él; fue antes de una clase de religión. Mi amigo estaba distante y no se animaba ante mis palabras, que seguramente eran muy sabihondas y pretenciosas.
—Hablamos demasiado —dijo con desacostumbrada seriedad—. Las palabras ingeniosas carecen totalmente de valor. Sólo le alejan a uno de sí mismo. Y alejarse de uno mismo es pecado. Hay que saber recogerse en sí mismo por completo, como las tortugas.
Poco después entramos en clase. Comenzó la lección y yo me esforcé en atender. Demian no intentó distraerme. Al cabo de un rato empecé a sentir a mi lado, donde estaba él sentado, algo extraño: un vacío, un frío o algo parecido, como si el lugar que ocupaba se hubiera quedado desierto. Cuando aquella sensación empezó a hacérseme insoportable, volví la cabeza.
Vi a mi amigo sentado muy derecho y correcto, como siempre. Sin embargo, tenía un aspecto totalmente diferente al acostumbrado; algo que yo desconocía irradiaba de él y le rodeaba. Creí que tenía cerrados los ojos, pero luego vi que los mantenía abiertos; estaban fijos, no miraban, no veían. Estaban dirigidos hacia dentro, hacia una remota lejanía. Demian estaba completamente inmóvil y parecía que no respiraba; su boca parecía como esculpida en madera o mármol, su rostro pálido, de una palidez uniforme, era como de piedra, y sólo su pelo castaño tenía vida. Sus manos descansaban delante de él, sobre el pupitre, inertes y quietas como objetos, como piedras o frutas, pálidas e inmóviles; pero no blandamente, sino como firme y segura protección de una intensa y oculta vida.
Aquel espectáculo me hizo temblar. «¡Está muerto!», pensé y estuve a punto de gritar. Pero sabía que no lo estaba. Fascinado, no podía apartar los ojos de su rostro, de aquella pálida y pétrea máscara, sintiendo que aquel era el verdadero Demian. Lo que solía aparentar cuando iba y hablaba conmigo no era más que una parte de Demian, aquel que durante un rato representaba un papel, plegándose y amoldándose para dar gusto. Pero el verdadero Demian tenía este aspecto pétreo, ancestral, animal, bello y frío, muerto y al mismo tiempo rebosante de una vida fabulosa. ¡Y en torno suyo el vacío silencioso, el éter, los espacios siderales, la muerte solitaria!
«Ahora se ha sumergido del todo en sí mismo», pensé estremecido. Nunca me había sentido tan solo. Yo no participaba de él; estaba fuera de mi alcance, más lejos que si se encontrara en la isla más lejana del mundo.
No podía comprender cómo nadie, excepto yo, se daba cuenta. ¡Todos tenían que verle, todos tenían que estremecerse! Pero nadie se fijó en Demian. Seguía erguido como una estatua, rígido como un ídolo —según me pareció entonces—, mientras una mosca se posaba sobre su frente y recorría lentamente su nariz y sus labios, sin que él reaccionara con el más leve gesto.
¿Dónde se encontraba en esos instantes? ¿Qué pensaba, qué sentía? ¿Se hallaba en un paraíso o en un infierno?
No me fue posible preguntárselo. Cuando al final de la clase le volví a ver vivir y respirar, nuestras miradas se cruzaron y constaté que era el de antes. ¿De dónde venía? ¿Dónde había estado? Parecía cansado. Su rostro tenía otra vez color, sus manos se movían; su pelo castaño, sin embargo, parecía ahora sin brillo y como cansado.
En los días que siguieron intenté varias veces en mi dormitorio un nuevo ejercicio: me sentaba muy derecho en una silla, inmovilizaba los ojos, me quedaba completamente quieto y esperaba a ver cuánto tiempo podía aguantar y qué sensaciones tenía. Pero sólo conseguí cansarme y que los párpados me escocieran fuertemente.
Poco después fue la confirmación, de la que no me ha quedado ningún recuerdo importante.
Después, todo cambió. La niñez fue derrumbándose a mi alrededor. Mis padres empezaron a mirarme un poco desconcertados. Mis hermanas me resultaban muy extrañas. Un vago desengaño deformaba y desteñía los sentimientos y las alegrías a que estaba acostumbrado. El jardín ya no tenía perfume, el bosque no me atraía; el mundo a mi alrededor parecía un saldo de cosas viejas, gris y sin atractivo; los libros eran papel y la música ruido. Así van cayendo las hojas de un árbol otoñal, sin que él lo sienta; la lluvia, el sol o el frío resbalan por su tronco, mientras la vida se retira lentamente a lo más íntimo y lo más recóndito. El árbol no muere, espera.
Se había decidido que después de las vacaciones iría a otro colegio, por vez primera, lejos de casa. A veces, mi madre se acercaba a mí con especial ternura, despidiéndose ya por adelantado y esforzándose en llenar mi corazón de amor, nostalgia y recuerdo. Demian estaba de viaje. Yo estaba solo.