2. CAÍN

La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida.

En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí como a todos, me llamó en seguida la atención. Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión de que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.

Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos —que nunca gusta a los niños—, un poco triste y con destellos de ironía. Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente de todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.

Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.

—¿Vamos un rato juntos? —me preguntó con amabilidad.

Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.

—¡Ah! ¿Allí? —dijo sonriendo—. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.

No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.

—No sé lo que es —dije tímidamente—. Me parece que es un pájaro o algo parecido. Debe de ser muy antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.

—Puede ser —asintió él—. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.

Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.

—Hoy he asistido a vuestra clase —dijo—. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?

No, pocas veces me gustaba lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la historia me gustaba.

Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

—No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso. Pero yo creo…

Se interrumpió sonriendo y me preguntó:

—Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo —continuó— que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente. ¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo, eso me parece muy raro.

—Sí, es verdad —dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme—. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?

Me dio una palmada en el hombro.

—¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizás, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Esta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿Comprendes?

—Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira?

—Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que Caín y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.

Yo estaba asombrado.

—¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? —pregunté emocionado.

—¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso, los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matáis?», ellos no contestaban, «porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios le ha marcado!». Así nació la mentira. Bueno no te entretengo más. ¡Adiós!

Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien que hablaba! Pero no, no podía ser.

De todos modos, nunca había recapacitado tanto sobre una historia, fuera o no de la Biblia. Y hacía tiempo que no olvidaba tan por completo a Franz Kromer, durante horas, una tarde entera. En casa leí la historia otra vez, tal como estaba en la Biblia. Era breve y clara. Resultaba una insensatez buscarle una interpretación especial y misteriosa. ¡Así cualquier asesino podría declararse elegido de Dios! No, era absurdo. Lo fascinante era la manera tan ligera y graciosa con que Demian sabía decir las cosas, como si todo fuera tan natural. Y además, ¡con qué mirada!

Sin embargo, algo había en mí mismo que no estaba en orden sino en franco desorden. Yo había vivido en un mundo claro y limpio, había sido una especie de Abel, y ahora me encontraba metido en el «otro» mundo. Había caído tan bajo y, sin embargo, no tenía en el fondo tanta culpa. ¿Qué había sucedido? En ese momento me vino un recuerdo que casi me cortó la respiración. En aquella tarde aciaga, que dio comienzo a mi actual desgracia, había ocurrido aquello mismo con mi padre; durante un momento fue como si le hubiera desenmascarado y despreciado a él, a su mundo y a su sabiduría. Sí, en aquel momento yo, que era Caín y llevaba una marca en la frente, pensé que esa marca no era una vergüenza sino una distinción y que yo era superior a mi padre, superior a los buenos y piadosos precisamente por mi maldad y mi desgracia.

Entonces no comprendí estas cosas con mente clara, pero las intuí en una llamarada de sentimientos, de extrañas emociones, que me dolían pero me llenaban de orgullo.

¡De qué manera tan extraña había hablado Demian de los valientes y de los cobardes! ¡Cómo había interpretado la señal en la frente de Caín! ¡Y cómo habían brillado sus ojos, sus extraños ojos de hombre! Se me ocurrió que Demian mismo era un Caín. ¿Por qué le defendía si no se sentía semejante a él? ¿Por qué tenía aquel poder en la mirada? ¿Por qué hablaba tan despectivamente de los «otros», los cobardes, que son en verdad los piadosos, los elegidos de Dios?

Con estos pensamientos no acababa de llegar a ninguna conclusión. Una piedra había caído en el pozo: el pozo era mi alma joven. Durante mucho tiempo esta historia de Caín, con el homicidio y la «señal», fue el punto de partida de mis intentos de conocimiento, duda y crítica.

Observé que también los otros condiscípulos se preocupaban mucho de Demian. No comenté con nadie nuestra conversación sobre la historia de Caín, pero Demian parecía interesar también a los otros. En todo caso, surgieron muchos rumores sobre el «nuevo». ¡Si aún los pudiera recordar todos!; cada uno de esos rumores le caracterizaría, cada uno se podría interpretar. Sólo recuerdo que primero se dijo que la madre de Demian era muy rica. Se decía, también, que nunca iba a la iglesia, y tampoco su hijo. Que eran judíos, opinaba uno, pero que también podían ser mahometanos.

Se contaban verdaderas leyendas sobre la fuerza física de Max Demian. Desde luego, era el más fuerte de su clase; y cuando uno le retó a una pelea y le llamó cobarde porque no quería aceptarla, Demian le humilló horriblemente. Los que presenciaron la escena decían que Demian le había cogido con una mano por la nuca y apretado con tanta fuerza que el otro se puso pálido y abandonó la lucha. Durante días no había podido mover el brazo. Una tarde hasta se dijo que había muerto. De Demian se afirmaban las cosas más insólitas, que eran creídas durante unos días. Todo era muy raro y excitante. Al cabo del tiempo todos se cansaron del tema. Pero en seguida surgieron nuevos cuentos entre los chicos, que afirmaban que Demian tenía relaciones intimas con chicas y que «lo sabía todo».

Mientras tanto, mi asunto con Franz Kromer seguía su curso fatal. No llegaba a librarme, porque yo me sentía atado a él aunque me dejara tranquilo unos días. En mis sueños estaba a mi lado como una sombra; y lo que no me hacía en la realidad, se lo permitía mi fantasía en mis sueños, en los que me convertí en su esclavo. Acabé por vivir más en estos sueños que en la realidad —siempre he soñado mucho— y por perder fuerza y vida con estas sombras. Entre otras cosas soñaba a menudo que Kromer me maltrataba, que me escupía y se arrodillaba sobre mí; y, lo que era peor, que con su tremenda influencia me inducía a cometer crímenes terribles. El más espantoso de ellos, del que me desperté como enloquecido, era una tentativa de asesinato contra mi padre. Kromer afilaba un cuchillo. Estábamos escondidos entre los árboles de un paseo esperando a alguien, yo no sabía a quién; pero cuando apareció una persona y Kromer me indicó, apretándome el brazo, que era aquella a quien tenía yo que apuñalar, vi que era mi padre. Entonces me desperté.

Con todo esto, pensaba mucho en Caín y Abel pero poco en Demian. Volvió a aparecer, es curioso, también en sueños. Yo volvía a soñar con malos tratos y violencias; pero esta vez, en lugar de Kromer, era Demian el que se arrodillaba sobre mí. Pero —y esto era nuevo y me impresionó profundamente— todo lo que había sufrido bajo Kromer con angustia y repulsión lo sufría a gusto bajo Demian, con un sentimiento mezcla de placer y temor. Este sueño lo tuve dos veces; después, Kromer volvió a su lugar.

Lo que vivía en estos sueños y lo que vivía en la realidad no puedo ya separarlo con exactitud. En todo caso, mi ruin relación con Kromer siguió su curso y no terminó cuando, por fin, le pagué la suma debida a costa de una serie de pequeños hurtos. Ahora Franz conocía esos hurtos, porque siempre me preguntaba de dónde sacaba el dinero; de esta forma me tenía más que nunca en sus manos. A veces me amenazaba con contarle todo a mi padre; y entonces el miedo no era más grande que el profundo pesar de no haberlo hecho yo desde un principio. No obstante, a pesar de lo mal que me sentía, no me arrepentía del todo; al menos, no siempre. A menudo sentía que todo tenía que ser necesariamente así, que sobre mí pesaba un maleficio y que era inútil querer romperlo.

Probablemente mis padres sufrían también con esta situación. Yo estaba poseído por un espíritu extraño; ya no cabía en nuestra comunidad, que tan unida había estado y a la que solía añorar desesperadamente como un paraíso perdido. Me trataban, sobre todo mi madre, más como a un enfermo que como a un malvado; pero mi verdadera situación la veía claramente reflejada en el comportamiento de mis dos hermanas, que era cariñoso, pero que me hacia muy desdichado. La conducta de mis hermanas me hacia ver claramente que yo era una especie de poseído, más digno de compasión que de reproche, pero a fin de cuentas en manos del mal. Sabía que rezaban por mí, de manera diferente que antes; y sabía que era inútil. Sentía ardientemente el deseo de descargarme, la necesidad de una verdadera confesión; y presentía, sin embargo, que no podría explicar o decir todo ni a mi padre ni a mi madre. Sabía que escucharían con cariño, que me tratarían con cuidado y hasta me compadecerían; pero no me comprenderían del todo y aquello se juzgaría como una especie de desliz, siendo como era el propio destino.

Ya sé que muchos no creerán que un niño de casi once años pueda sentir esto. Para ellos no escribo mi historia: se la cuento a los que conocen mejor al ser humano. El hombre adulto, que ha aprendido a convertir una parte de sus sentimientos en pensamientos, echa de menos éstos en el niño y cree que las vivencias tampoco han existido. Pero yo no he sentido nunca en mi vida nada tan profundamente, ni he sufrido nunca tanto como entonces.

Un día de lluvia fui citado por mi verdugo en la plaza del castillo, y allí permanecí esperándole, hurgando con los pies en la hojarasca mojada que aún caía de los árboles negros y goteantes. Yo no traía dinero pero había apartado dos trozos de pastel que llevaba conmigo, para por lo menos poder entregarle algo a Kromer. Ya me había acostumbrado a esperarle así en cualquier esquina, a veces un rato largo, y lo aceptaba como quien acepta lo inevitable.

Por fin apareció Kromer. Esta vez se entretuvo poco. Me dio unos cuantos puñetazos en las costillas, se rió, se comió el pastel y me ofreció incluso un cigarrillo húmedo que yo rechacé. Estaba más amable que de costumbre.

—Oye —dijo al marcharse—, que no se me olvide: podrías traerte la próxima vez a tu hermana, a la mayor. ¿Cómo se llama?

No comprendía. Tampoco di contestación. Sólo le miré desconcertado.

—¿Qué te pasa? ¿No entiendes? ¡Que traigas a tu hermana!

—Pero Kromer, eso es imposible. No puedo hacerlo; además, ella no vendría.

Estaba seguro de que se trataba otra vez de un pretexto para martirizarme. Así acostumbraba a hacer; me exigía algo imposible, me daba un susto, me humillaba, y luego lentamente se avenía a un compromiso. Entonces yo me tenía que rescatar con dinero y obsequios.

Pero esta vez era completamente diferente. Casi no se enfadó ante mis negativas.

—Bueno —dijo sin darle importancia—, ya lo pensarás. Quiero conocer a tu hermana, ya nos las arreglaremos. Te la traes de paseo y yo me hago el encontradizo. Mañana te llamaré y hablaremos sobre ello.

Cuando se marchó, empecé a darme cuenta de lo que significaba su plan. Yo era aún un niño, pero sabía de oídas que los chicos y las chicas, cuando eran un poco mayores, podían hacer entre sí cosas misteriosas, indecentes y prohibidas. Y entonces yo… De pronto, me di cuenta de lo monstruoso que era aquello. Decidí no hacerlo jamás. Pero no me atrevía casi a pensar en lo que sucedería, en cómo se vengaría Kromer. Comenzaba un nuevo suplicio; aún no era bastante lo ya pasado.

Desesperado, crucé la plaza desierta, con las manos en los bolsillos. ¡Nuevos tormentos, nueva esclavitud!

De pronto, me llamó una voz fresca y grave. Me asusté y eché a correr. Alguien corría detrás de mi y una mano me sujetó suavemente. Era Max Demian. Me rendí.

—¿Eres tú? —dije vacilante—. ¡Qué susto!

Me miró de una manera que nunca me había parecido tan penetrante, tan adulta y tan sensata como en aquel momento. Hacia mucho que no habíamos hablado.

—Lo siento —dijo con sus modales correctos y tan peculiares—. Pero, oye, ¡no debe uno asustarse así!

—Sí…, pero puede ocurrir.

—Eso parece. Mira, si te sobresaltas de esa manera ante alguien que no te ha hecho nada, ese alguien empieza a reflexionar, se extraña, se intriga. Ese alguien piensa que eres demasiado asustadizo, y se dice: «eso pasa sólo cuando se tiene miedo». Los cobardes tienen siempre miedo; yo creo que tú no eres un cobarde, ¿verdad? Claro que tampoco un héroe. Hay cosas y también personas que te asustan. Y eso no debe ser. No, nunca hay que tener miedo de los hombres. Tú no me tienes miedo a mí, ¿no? ¿O quizá sí?

—Oh, no, en absoluto.

—¿Lo ves? Pero hay personas de las que tienes miedo.

—No sé… ¡Déjame!, ¿qué quieres de mí?

Demian seguía a mi lado, aunque yo había acelerado el paso pensando en huir. Sentía su mirada sobre mí.

—Suponte —continuó— que yo te quiero ayudar. Desde luego, no tienes por qué temerme. Me gustaría hacer un experimento contigo; es divertido, y además aprenderás algo, lo que nunca está de más… Verás, de vez en cuando me ensayo en el arte de leer los pensamientos. No se trata de brujería; pero cuando no se sabe cómo se hace, resulta muy extraño. Se puede desconcertar mucho a la gente. Vamos a probar contigo. Bueno, yo te tengo simpatía, me intereso por ti, y me gustaría descubrir cómo eres por dentro. Para ello ya he dado el primer paso. Te he asustado: eres, pues, asustadizo. Hay cosas y personas que te asustan. ¿Por qué? No es necesario tener miedo de nadie. Si se teme a alguien, es porque ese alguien tiene poder sobre uno. Por ejemplo, se ha cometido algo malo y otro lo sabe; entonces, esa persona tiene poder sobre ti. ¿Comprendes? ¿Está claro, no?

Le miré aturdido. En lo que decía había seriedad e inteligencia, como siempre; pero ninguna ternura, sino más bien severidad, justicia o algo parecido. No supe qué decir. Me parecía tener un mago ante mí.

—¿Comprendes? —me preguntó otra vez.

Asentí con la cabeza. No podía decir nada.

—Ya te dije —continuó— que resulta muy raro esto de leer los pensamientos, pero tiene una explicación completamente normal. Por ejemplo, podría decirte con exactitud lo que pensaste de mí cuando te conté la historia de Caín y Abel. Pero, vamos, esto no viene a cuento. Incluso creo posible que hayas soñado conmigo. Dejémoslo. Eres un chico inteligente. ¡Los demás son tan tontos…! De vez en cuando me gusta charlar con un chico sensato, en el que pueda confiar. ¿Te parece bien?

—Desde luego. Aunque no comprendo…

—Sigamos con nuestro experimento. Hemos descubierto que el muchacho es asustadizo. Teme a alguien; probablemente comparte con ese alguien un secreto que le resulta incómodo. ¿Es así, más o menos?

Como en el sueño, sucumbí a su voz y a su influjo. Asentí. ¿No hablaba por él una voz que sólo podía salir de mí mismo? ¿Que lo sabía todo? ¿Que sabía todo mejor y con más claridad que yo?

Demian me dio una fuerte palmada en la espalda.

—Entonces, estoy en lo cierto. Ya me lo imaginaba. Ahora, otra pregunta: ¿sabes cómo se llama el chico que se marchó hace un rato?

Me quedé aterrado. Mí secreto, violado, se retorcía dolorosamente en mí interior, no queriendo salir a la luz.

—¿Qué chico? No había ningún chico aquí, solamente yo.

Se echó a reír.

—Dilo, anda —dijo riendo—. ¿Cómo se llama?

Murmuré:

—¿Te refieres a Franz Kromer?

Asintió satisfecho.

—¡Bravo! Eres un gran chico. Nos haremos buenos amigos. Ahora tengo que decirte una cosa: ese Kromer, o como se llame, es una mala persona. Su cara me dice que es un golfo. ¿Qué te parece a ti?

—¡Oh, sí —suspiré—, es malo! ¡Es un demonio! ¡Pero que no se entere! ¡Por Dios, que no se entere! ¿Le conoces? ¿Te conoce él a ti?

—Tú, tranquilo. Se ha marchado y no me conoce…, al menos todavía. Pero me gustaría conocerlo. ¿Va a la escuela?

—Sí.

—¿A qué clase?

—A la quinta. ¡Pero no le digas nada! Por favor, no le digas nada, te lo suplico.

—No te asustes, que no pasará nada. Probablemente no tendrás muchas ganas de contarme algo más de ese Kromer, ¿verdad?

—¡No puedo! ¡No! ¡Déjame!

Permaneció en silencio un rato.

—Es una pena —prosiguió—, podríamos haber continuado el experimento. Pero no quiero martirizarte. Te darás cuenta de que ese miedo que te produce no es bueno, ¿verdad? Un miedo así nos va destrozando, hay que liberarse de él. Tienes que hacerlo si quieres convertirte en un hombre. ¿Comprendes?

—Sí, tienes toda la razón…, pero no puede ser. No sabes…

—Ya has visto que algo sé, más de lo que tú creías. ¿Acaso le debes dinero?

—Sí, eso también, pero no es lo más importante. ¡No puedo decírtelo, no puedo!

—¿No te serviría de nada sí yo te diera todo el dinero que le debes? Podría muy bien dártelo.

—No, no. No es eso. Y te ruego que no digas a nadie nada. ¡Ni una palabra!

—Confía en mí, Sinclair. Ya me contarás un día tus secretos…

—¡Nunca! ¡Jamás! —grité violentamente.

—Como tú quieras. Sólo pienso que quizá más adelante me cuentes más cosas. ¡Voluntariamente, por supuesto! ¿No irás a creer que yo voy a actuar como el mismísimo Kromer?

—¡Oh, no! ¿Pero no sabes nada de todo esto?

—Nada. Únicamente pienso sobre ello. Y nunca haré lo que hace Kromer, puedes creerme. Además, a mí no me debes nada.

Nos callamos un rato y me tranquilicé un poco. Pero lo que sabía Demian cada vez me parecía más misterioso.

—Me voy a casa —dijo, y se apretó más su abrigo bajo la lluvia—. Aún quería decirte otra cosa, ya que hemos ido tan lejos: deberías librarte de ese tipo. Sí no puedes de otra manera, mátalo. Me impresionaría y me gustaría que lo hicieras. Yo te ayudaría.

El miedo me asaltó de nuevo. Recordé de pronto la historia de Caín. Aquello empezaba a ser terrible y empecé a llorar silenciosamente. Había demasiados enigmas a mi alrededor.

—Bueno, bueno —sonrió Max Demian—, anda, vete a tu casa. Ya lo arreglaremos. Aunque matarlo sería lo más sencillo. En estos casos, lo más sencillo es siempre lo mejor. No estás tú en buenas manos con tu amigo Kromer.

Al llegar a casa me pareció que había estado fuera un año. Todo tenía otro aspecto. Entre Kromer y yo había surgido algo como un futuro, como una esperanza. ¡Ya no estaba solo! Y ahora me di cuenta de lo espantosamente solo que había permanecido durante semanas y semanas con mi secreto. Enseguida volví a pensar lo de tantas veces: que una confesión a mis padres me aliviaría pero no me redimiría por completo. Casi me había confesado a otro, a un extraño; y el presentimiento de liberación volaba hacia mí como un fuerte perfume.

De todos modos, mi miedo no había aún desaparecido ni mucho menos. Estaba preparado para largas y horribles disputas con mi enemigo. Por eso me pareció muy raro que todo transcurriera con tanta tranquilidad, calma y secreto.

El silbido de Kromer delante de mi casa no se oyó durante un día, dos, tres, una semana. No me atrevía a creerlo; y en mi fuero interno estaba alerta, no fuera a aparecer de pronto, precisamente cuando menos lo esperaba. ¡Pero no apareció! Desconfiando de la nueva libertad, no terminaba de creerlo. Hasta que por fin me encontré con Franz Kromer en la calle. Bajaba por la Seilergasse, justo a mi encuentro. Al verme se estremeció, torció la cara en una mueca terrible y se volvió sin más para no tener que encontrarse conmigo.

Aquello fue para mi un momento indescriptible. ¡Mi enemigo huía de mí! ¡Mi verdugo me tenía miedo! La alegría y la sorpresa me traspasaron por completo.

Por aquellos días volví a ver a Demian, que me esperaba a la puerta del colegio.

—¡Hola! —dije.

—Buenos días, Sinclair. Quería saber cómo te va. Supongo que Kromer te deja ahora tranquilo.

—¿Es cosa tuya? Pero ¿cómo lo has conseguido? No lo comprendo. ¡Ha desaparecido por completo!

—Muy bien. Y por si acaso se le ocurre volver —creo que no lo hará, pero es un caradura—, dile entonces que se acuerde de Demian.

—Pero ¿cómo te las has arreglado? ¿Te has peleado con él, le has pegado?

—No, eso no me gusta. Sólo he hablado con él, como he hecho contigo, y le he explicado que sería mucho mejor para él que te dejara en paz.

—¿No le habrás dado dinero?

—No, querido. Ese camino ya lo has intentado tú.

Se separó de mí, aunque yo intenté preguntarle más cosas. Me quedé con el viejo y confuso sentimiento que Demian me inspiraba, mezcla extraña de agradecimiento y recelo, admiración y miedo, simpatía y repulsa.

Me propuse verle pronto, para hablar más con él de todo y también de la historia de Caín.

No llegué a hacerlo.

La gratitud es una virtud en la que no tengo ninguna fe, y pedírsela a un niño me parece un error; así que no me sorprende demasiado la total ingratitud que demostré a Max Demian. Hoy tengo la certeza de que hubiera enfermado y me hubiera estropeado para toda la vida si él no me hubiera liberado de las garras de Kromer. Ya entonces sentí aquella liberación como el acontecimiento más grande de mi joven vida; pero al libertador mismo, cuando hubo llevado a cabo el milagro, lo dejé a un lado.

Como he dicho, la ingratitud no me resulta extraña. Sólo me sorprende la falta de curiosidad que demostré. ¿Cómo era posible que yo siguiera viviendo un solo día con tranquilidad sin intentar acercarme a los misterios con que Demian me había puesto en contacto? ¿Cómo podía dominar el deseo de oír más cosas sobre Caín, sobre Kromer y la lectura de pensamientos?

Es incomprensible, pero así fue. Me vi de pronto liberado de unas redes diabólicas; el mundo se me ofrecía de nuevo luminoso y alegre; ya no me asaltaban los miedos y las angustiosas palpitaciones. El maleficio estaba roto; ya no era un condenado sometido a terribles torturas, sino otra vez un colegial, como antes. Mi naturaleza intentaba volver con toda rapidez al equilibrio y a la tranquilidad y se esforzaba sobre todo en apartar y olvidar todo lo feo y amenazador. Mi memoria olvidó con fantástica rapidez toda la historia de mi culpa y mis miedos, sin dejar aparentemente una cicatriz o una huella.

También comprendo hoy que olvidara a mi salvador con la misma rapidez. Del valle de lágrimas de mi condenación, de la espantosa esclavitud a Kromer huí con todos los instintos y las fuerzas de mi alma maltrecha a refugiarme allí donde me había sentido feliz y tranquilo: al paraíso perdido que se volvía a abrir, al mundo claro de los padres y de las hermanas, a la fragancia de la pureza, a la gracia del Dios de Abel.

El mismo día de mi breve conversación con Demian, cuando me convencí del todo de mi recobrada libertad y ya no temí las recaídas, hice lo que tantas veces y tan ardientemente había deseado: confesé. Fui a mi madre, le enseñé la hucha con el cierre roto y llena de fichas en lugar de dinero, y le conté cómo me había encadenado por mi propia culpa a un malvado verdugo durante largo tiempo. Ella no comprendió todo; pero vio mi hucha, mi mirada transformada, oyó mi voz y sintió que yo había sanado, que su hijo le había sido devuelto.

Y entonces celebré con elevados sentimientos la fiesta de mi reintegración, la vuelta al hogar del hijo pródigo. Mi madre me condujo ante mi padre; se repitió la historia, interrumpida por preguntas y exclamaciones de asombro. Mis padres me acariciaban la cabeza y suspiraban, aliviados de su preocupación. Todo era maravilloso, todo era como en los cuentos, todo se resolvía en una fantástica armonía.

En ella me refugié con verdadero apasionamiento. No me saciaba de comprobar que había conseguido otra vez mi paz y la confianza de mis padres. Me convertí en un niño modelo. Jugaba más que nunca con mis hermanas y durante los rezos me unía a las entrañables y viejas canciones y plegarias con el sentimiento del que ha sido liberado de las culpas. Lo hacía de todo corazón; en aquello no había engaño.

Sin embargo, las cosas no estaban en orden. Y aquí está la razón que explica mi ingratitud hacia Demian de una manera satisfactoria. ¡Debía haberme confesado a él! La confesión habría resultado menos decorativa y emocionante, pero hubiera sido para mí más fructífera. Ahora yo me agarraba con todas mis raíces a mi antiguo mundo paradisíaco; había vuelto a él, y fui acogido con clemencia. Demian no pertenecía a este mundo, no encajaba en él. Además, también él —de otro modo que Kromer— era un seductor que me unía al mundo malo y corrupto; ahora que volvía a ser Abel, yo no quería traicionar a Abel y ayudar a ensalzar a Caín.

Hasta aquí, el proceso exterior. El interior, sin embargo, era otro; me sentía liberado de las garras de Kromer y del diablo, pero no por mi propia fuerza o mérito. Había intentado caminar por los caminos del mundo, pero éstos habían resultado demasiado inseguros para mí. Ahora que una mano amiga me había salvado, yo huía, sin echar una mirada atrás, al regazo de mi madre y a la seguridad de una infancia protegida y piadosa. Me hice más joven, dependiente e infantil de lo que en verdad era. Me sentí obligado a sustituir la dependencia de Kromer por otra nueva, pues era incapaz de andar solo. Elegí con mi ciego corazón la dependencia de mis padres, del viejo y querido «mundo de luz», del que ya sabía que no era el único. De no haberlo hecho así, tendría que haberme decidido por Demian y haberle confiado todo. Me pareció justificarme por la desconfianza que me inspiraban sus extraños pensamientos; en el fondo, no era más que miedo. Porque Demian me hubiera exigido más que los padres, mucho más; él hubiera intentado hacerme más independiente, con estímulos y reprimendas, con burlas e ironía. Si, eso lo sé yo; nada hay más molesto para el hombre que seguir el camino que le conduce a sí mismo.

Sin embargo, no pude evitar que medio año más tarde, en un paseo con mi padre, surgiera la pregunta de por qué algunas gentes opinaban que Caín era mejor que Abel. Se quedó muy sorprendido y me explicó que era una interpretación bastante antigua que databa de los primeros tiempos del cristianismo; se había enseñado en determinadas sectas, entre ellas la llamada de los «cainitas». Naturalmente, esta disparatada teoría no era más que un intento del demonio para destruir nuestra fe; porque si creemos en el derecho de Caín y en la falta de derecho de Abel, entonces resulta que Dios se ha equivocado y que el Dios de la Biblia no es el único verdadero sino un Dios falso. En realidad, esto es lo que habían predicado los cainitas. Pero esta herejía había desaparecido hacía mucho y le sorprendía que un compañero mío hubiera llegado a saber algo de ella. De todos modos, me aconsejó seriamente que olvidara aquellos pensamientos.