PRÓLOGO

KUFSTEIN (AUSTRIA)

16 DE MARZO DE 1939.

El muerto llevaba el uniforme, el abrigo y las altas botas negras de montar de los oficiales de las SS.

Le faltaban la gorra, el arma, la documentación y el anillo Totenkopf que lucían todos ellos. Los primeros miembros del personal militar que llegaron a la escena entendieron de inmediato la gravedad de la situación y se comunicaron con Berchtesgaden para solicitar ayuda. Al fin y al cabo, la región del Wilder Káiser entraba dentro de las defensas exteriores del Nido del Águila.

Menos de una hora después, el coronel Dieter Bachman apareció en Kufstein escoltado por dos secciones. El coronel, un hombre alto, grueso y medio calvo, observaba con indiferencia cómo sus hombres registraban el pueblo. Obviamente, los austríacos estaban asustados, pero salían de sus casas sin ofrecer resistencia. Satisfecho con el progreso de la operación, Bachman se llevó a un pelotón de sus hombres al pie de la montaña. Era un día frío, igual que la noche anterior; la nieve caía en ráfagas mezclada con aguanieve, el cielo estaba gris, y la tierra se veía helada y blanca. Bachman se reunió con los dos guardias austríacos de las SS que vigilaban el pie de una colina cubierta de árboles jóvenes. Le señalaron la ubicación del cadáver. Después de ordenarles que volvieran al pueblo para ayudar en el registro, Bachman subió solo la colina.

Al acercarse, vio que la víctima estaba boca arriba. Tenía los ojos abiertos, mirando al cielo, aunque el cuerpo y la cabeza estaban hundidos en la nieve. Los brazos y las piernas parecían haberse relajado al producirse el impacto. El coronel sacudió la cabeza, asombrado, y levantó la vista hacia el saliente nevado del que había caído el hombre. Notaba los aguijonazos de la nieve mientras intentaba calcular los metros; en cualquier caso, eran suficientes para una caída de varios segundos, al menos tres o cuatro; una larga y angustiosa espera antes del final. ¿En qué estaría pensando al acabarse su vida? ¿Qué imagen se habría llevado con él montaña abajo? Solo Dios lo sabía.

Bachman se acercó un poco más para examinarle mejor la cara y, entonces, dejó escapar un sollozo. La emoción lo golpeó de forma tan repentina que no pudo controlarla. Hincó una rodilla en el suelo con la esperanza de ocultar el llanto, con la esperanza de parecer un hombre al que le costaba agacharse, pero fue un esfuerzo inútil, ya que los demás no parecían haberlo oído… o fingieron no haberlo hecho. Se quitó uno de los guantes y acarició la fría y cerosa mejilla del atractivo rostro. Notó la barba de un día y siguió recorriendo con los dedos la delicada curva de los labios. Después le tocó la frente, con su elegante forma arqueada. Le desconcertaba su expresión de serenidad, ¿cómo era posible?

Levantó de nuevo la vista. Había ocurrido de noche, claro, puede que no hubiese visto cómo la montaña pasaba volando a su lado. En cualquier caso, aunque mirase al cielo sin ningún punto de referencia, seguro que habría oído el salvaje rugido del viento, que habría sentido el tirón de la gravedad.

Cuatro segundos de vida bastaban para aterrorizar a cualquier hombre, pero allí tenía la pura verdad, mirándolo a la cara. «Sí —pensó Bachman—, se ha enfrentado a la muerte como un cátaro que se dispone dichoso a meterse en la hoguera del gran inquisidor…».