DRESDEN (ALEMANIA)
DOMINGO, 9 DE MARZO DE 2008.
Malloy se puso ropa limpia, cortesía de la Embajada, y un chaleco nuevo, y se metió una pistola automática Uzi debajo de un abrigo largo de invierno. En una maleta nueva metió quinientas balas de 9 mm, además de un cepillo de dientes, una maquinilla de afeitar, una muda de ropa, un ordenador portátil y una botella sin abrir de whisky escocés que había birlado del escritorio de alguien.
Un agente de seguridad de la embajada lo llevó a Dresden.
Bien entrada la mañana del domingo, una llamada de su fuente en la policía de Hamburgo avisó a Helena Chernoff de que Malloy y Brand habían escapado. De inmediato empezó a rastrear el número de móvil de Malloy, que había sacado del móvil de Dale Perry. Lo localizó en movimiento, a un par de horas al sudeste de Hamburgo.
Como David Carlisle iba de camino a Nueva York y Ohlendorf estaba eliminado, Chernoff podía hacer lo que quisiera, pero también entendía que Malloy, tarde o temprano, sería lo bastante prudente para tirar el móvil y buscarse otro. La oportunidad de localizarlo no duraría. Tenía recursos en Berlín, aunque los protocolos que la habían protegido durante casi dos décadas le impedían formar un equipo tan deprisa, así que siguió la señal de Malloy hasta que acabó en la embajada estadounidense en Berlín.
Esperaba perderlo en aquel momento, pero, algunas horas después, Chernoff comprobó que su señal se movía de nuevo. En Dresden, el coche de Malloy entró en el aparcamiento subterráneo de la Bahnhof. Unos minutos después, los dos hombres se sentaron en un restaurante del interior de la estación. Chernoff decidió que Malloy pensaba coger un tren en algún momento de la noche. Obviamente, podría haber salido de Berlín en tren, pero Dresden era muchísimo mejor para un hombre que temía por su vida. Los domingos a última hora de la tarde no había tanta gente en la estación, y las amplias plazas que rodeaban el edificio complicaban un acercamiento a pie, además de la huida posterior. En Berlín, un asesino podía utilizar a la multitud para acercarse, mientras que allí las opciones eran limitadas y peligrosas.
Finalmente vio a Malloy salir del restaurante y cruzar una zona abierta con su guardaespaldas al lado. Se detuvo para sacar una maleta de una taquilla y subió las escaleras que llevaban a un andén elevado. El hombre que lo acompañaba parecía del Gobierno, con un abrigo de lana largo, como el que vestía Malloy. La mujer llegó a la conclusión de que ambos escondían armas automáticas debajo y, probablemente, un chaleco antibalas. Le echó un buen vistazo a la cara del guardaespaldas, para que no hubiese sorpresas después, pero resultó no ser necesario, porque, después de acompañar a Malloy al andén, el hombre regresó a la planta principal y salió del edificio. Unos cuantos minutos después, Chernoff vio a Malloy brevemente, entrando en el coche cama de primera clase de la City Night Line.
De nuevo dentro de su coche, Chernoff consultó el horario de la City Night Line en su ordenador. Había dos líneas, una desde Berlín y la otra desde Dresden. Los trenes se unían en algún momento de la noche y seguían hacia Zúrich, donde llegaban a primera hora de la mañana.
—Dijiste que no tenían escapatoria —se quejó Carlisle.
Estaba hablando de la emboscada de Hamburgo.
—David, no entiendes la situación —respondió Chernoff.
Estaba dentro de su coche, en dirección oeste.
—No, entiendo perfectamente la situación: tienes la oportunidad de cargarte a Malloy y quieres saber cuánto puedes sacarme antes de decidir si quieres hacerlo.
—No me interesa sacar más dinero.
—¿Qué quieres? —preguntó su interlocutor después de un momento de silencio.
—La red de Ohlendorf.
Hugo Ohlendorf manejaba una organización muy diversa y rentable que se extendía desde Oslo hasta Budapest, y abarcaba negocios de drogas, prostitución, mercancías robadas, y artículos de imitación y pirateados. Por el contrario, las organizaciones de David Carlisle y Luca Bartoli actuaban más como bandas criminales, aunque tenían un personal muy cualificado y exigían sumas asombrosas a cambio de sus servicios. Con Ohlendorf muerto, Carlisle llevaba las últimas veinticuatro horas preguntándose cómo quedarse con la mejor parte de aquellas ganancias sin que se notara. Sin duda, no le convenía enemistarse ni con Chernoff, ni con Luca Bartoli, que eran los únicos jugadores que seguían involucrados activamente en la partida. Y ella acababa de arrinconarlo. La mujer sabía que Carlisle quería acabar con Malloy rápidamente, así que tendría que pagar por ello.
Por una parte, Carlisle codiciaba los beneficios de Ohlendorf, pero, por otra, se daba cuenta de que su propia red podría acabar destruida si Malloy seguía vivo otra noche más. Después de meditarlo un rato, dijo, tal como ella esperaba:
—Helena, yo no puedo decidirlo. Vamos a tener que votar sobre cómo dividir los recursos de Ohlendorf.
—Tú controlas la votación, David. Siempre lo has hecho.
—Luca querrá algo a cambio de aceptar entregarte las responsabilidades de Ohlendorf.
—Pues dale algo. Ya sabes mi precio. O lo pagas, o buscas a Malloy tú solo…, si no es demasiado tarde.
—¡La idea era matar a Malloy mientras perseguía a Farrell!
—Su tren ya ha salido de la estación. ¿Quieres que lo deje marchar?
Carlisle se calló de nuevo, calculando el precio de apaciguar a Luca Bartoli. Al final dijo:
—De acuerdo. La red es tuya si puedes eliminar a Malloy esta noche.