USSATLES-BAINS (FRANCIA)
OTOÑO DE 1932.
La aventura duró tres semanas. En todo aquel tiempo, fue como si Rahn no se apartase ni un momento de Elise. No era así, por supuesto, pero daba la impresión, porque ella siempre estaba presente en sus pensamientos. Solo importaba Elise. No hablaban del futuro, vivían en el perfecto presente o en el lejano pasado. Como en sus cartas del invierno anterior, el nombre de Bachman nunca surgió entre ellos, se pasaban las horas en melancólica adoración mutua. Iban en coche a las montañas, se bañaban en fríos arroyos, exploraban de la mano las cuevas del Sabarthés. Adondequiera que iban, ya fuese por encima o por debajo de la tierra, encontraban algún lugar secreto y tranquilo del que apoderarse. Se besaban y hacían el amor. Él llegaba al cuarto de Elise entrada la noche para dormir con ella y se iba antes de que amaneciese, por si los huéspedes murmuraban. Se volvían a reunir un par de horas después, en el desayuno. Mientras tomaban pan con mermelada y café, planificaban la excursión del día.
Cuando hablaban, siempre era para alabar el momento. ¿Alguna vez se habían sentido tan vivos? ¿Por qué la comida sabía tan bien? ¿Había alguna emoción comparable a lo que sentían al verse? Eran como recién casados, con el idioma eterno de los amantes que nunca se habían imaginado que algo tan perfecto y maravilloso pudiese suceder…
Su único pesar era no haber sucumbido antes al deseo. A veces, en los momentos de silencio, se imaginaban que el otro pensaba en la tormenta venidera, pero ninguno lo reconocía. «¿En qué estás pensando?». «En lo feliz que soy aquí, ahora». «¿De verdad?». «¿De verdad eres completamente feliz conmigo?». Dichas preguntas solo podían responderse con besos. Solo los amantes pueden estar tan ciegos a lo inevitable.
Cuando Bachman regresó de Berchtesgaden, voló hasta Carcasona y alquiló un coche con chófer para hacer el resto del camino. Fue un largo día de viaje y llegó al pueblo de noche. Desde el vestíbulo del hotel, entrando con el mismo sigilo que un ladrón, los vio juntos en el bar, mirándose en silencio. No tuvo que mirar al camarero, al que había pagado para que vigilase, para cerciorarse, ya que vio la verdad en el rubor de vergüenza que se extendió por el rostro de Rahn. Lo vio también en la forma en que se desvaneció la sonrisa de su mujer.
Los oscuros ojos de Bachman se volvieron hacia Rahn, acusadores. ¡Él tenía la culpa! Rahn se quedó paralizado al lado de Elise, y Bachman supo que todo había empezado en cuanto él salió por la puerta. Solo necesitaban la oportunidad, y lo habían convertido en cornudo en cuanto se había dado la vuelta.
Se le ocurrió que debía matarlos a los dos. Puede que lo hubiese hecho de haber estado armado en aquel momento. Sin embargo, dada la situación, se recobró (se tragó la rabia y la humillación) y subió a su cuarto. Sabía controlar sus pasiones, ¡todavía podía hacerlo! Esbozó una sonrisa forzada, fría, cruel y llena de sabia ironía. ¡Era lo que esperaba de ellos, sin duda! ¡Todas aquellas charlas sobre la pureza no eran más que un engaño! ¿Cómo iban a decepcionarlo con su comportamiento, si él sabía desde el principio lo que sucedería? Solo necesitaban tener la oportunidad. ¿Dónde estaba la traición si nunca había confiado en ellos?
Elise siguió a su marido al dormitorio sin decirle nada a Rahn. Por la mañana, con las maletas hechas, dejaron el hotel sin dar explicaciones. Rahn los observó desde su diminuto y lúgubre despacho para ver cómo se comportaba Elise. Bachman no parecía obligarla a ir con él, ella lo hacía por voluntad propia. No dedicó una última mirada anhelante al Des Marronniers, ni siquiera echó un vistazo al pintoresco pueblo de Ussat-les-Bains, cuando hacía una semana le había dicho que lo adoraba porque pertenecía a los dos. Simplemente esperó a que su marido le abriese la puerta, mientras se miraba los pies. Subió al Mercedes y se miró las rodillas. Al alejarse, el polvo cubrió la carretera durante unos segundos y borró al coche del paisaje.
Los días posteriores a la partida de Elise fueron casi imposibles de soportar. Rahn deseó tener el valor necesario para suicidarse. Más adelante, al intentar pensar en los primeros días de su ausencia, no recordaba nada. Era como si hubiese muerto durante un tiempo. Casi quince días después de que se hubiesen ido, cuando ya seguramente estaban en Berlín, Rahn consideró que debía escribir una carta, aunque solo fuese para dar explicaciones. No llegó más allá de la fecha. No tenían futuro. Elise había hecho su elección. Además, si fuese lo bastante estúpido para escribirle, ¿qué le podía decir? ¿Cuándo habían servido las palabras para cambiar el pasado?