CAPÍTULO SEIS

EL AUSSENALSTER (HAMBURGO)

SÁBADO-DOMINGO, 8-9 DE MARZO DE 2008.

El barco era una lancha de seis metros Chris Craft de los años treinta, larga y baja. Como solo contaba con unas cuantas luces de navegación fáciles de desactivar, era prácticamente imposible verla en el lago.

Ethan cogió unas cizallas de una de las bolsas y soltó un pequeño bote neumático de su anclaje a la orilla. Remó hasta el Chris Craft, cortó el cable que lo sujetaba, le hizo un puente al motor Chrysler y llevó el barco al muelle. Malloy y Kate echaron a bordo el equipo y subieron con él.

La lancha estaba hecha con madera de caoba y adornos de cromo. Una vez en el agua, Kate apagó las luces de navegación, Ethan sacó el GPS y llevó la lancha río arriba hacia los canales.

Eran casi las once cuando llegaron a la casa de Hugo Ohlendorf. Salvo por una sola luz de seguridad en el muelle, la propiedad estaba a oscuras. Antes de hacer nada, Kate dejó el arco oculto en las sombras, frente a la casa.

—Parece en silencio —susurró.

Ethan se metió el GPS en el bolsillo, se bajó del asiento y abrió uno de los sacos de lona. Después le entregó a Malloy uno de los Kalashnikov y cogió otro para él.

—Cuando estemos en la propiedad, yo me encargaré del perro —les dijo Ethan mientras se colocaban las armas—. T.K., tú te encargas del centro del patio hasta que te llame. Cuando tengamos la puerta de atrás, quiero que entres haciendo ruido.

—Vosotros dos sois la distracción —explicó Kate, cogiendo el segundo fusil de dardos tranquilizadores—. Yo me encargaré de la detención.

—A partir de ahora, nada de nombres —añadió Ethan, después de sacar un mazo y algunas cizallas.

Kate aceleró y giró bruscamente a la izquierda. La lancha se movió en un lento arco de ciento ochenta grados hasta llegar al lado de babor del Bayliner amarrado al muelle de Ohlendorf.

En cuanto los dos botes chocaron, el panel de la alarma de la cancela dejó escapar una alarma.

—¡Vamos! —ordenó Kate.

Malloy salió del Chris Craft y se subió al barco de Ohlendorf. Kate lo siguió fácilmente. Ethan le tiró el mazo y las cizallas, y empezó a atar los dos barcos juntos, de proa a popa.

Estaba con el segundo nudo cuando se encendieron las luces de la propiedad y la alarma rompió el silencio. Diez segundos. Malloy notó una breve punzada de pánico. Seguían en el canal, a unos cuarenta metros de la casa, con una verja de hierro entre Ohlendorf y ellos. A pesar de todo, Ethan terminó de atar los barcos, mientras Kate observaba pacientemente.

Cuanto terminó, pasó al mayor de los dos barcos, cogió el mazo y bajó al muelle de un salto. Malloy bajó con más cuidado, en deferencia a sus viejas rodillas. Kate dejó las cizallas al lado del cable que ataba el Bayliner al muelle; Ethan se dirigió a la verja y blandió el mazo.

El candado se rompió al primer golpe, y los tres corrieron hacia la casa.

El pastor alemán de Ohlendorf salió de entre las sombras sin hacer ruido. Era un perro guardián entrenado, no la mascota de la familia, así que Ethan lo derribó con un dardo tranquilizador, dejó caer el fusil y sacó un cuchillo de combate. El perro dio un respingo al recibir el dardo, pero siguió avanzando con los colmillos fuera. Ethan levantó el antebrazo izquierdo en posición defensiva. Cuando el animal se lanzó a por él, le dio un gancho de derecha en la mandíbula. El perro, pillado por sorpresa, aulló y cayó al suelo. Pasó unos segundos intentando levantarse, pero después pareció perder todo interés y se quedó tumbado en la hierba, medio dormido.

Ethan salió corriendo hacia la casa y se detuvo antes de llegar al muro, momento en el que se volvió para mirar a Kate, que trotaba detrás de él como una saltadora de altura antes de dar el brinco final para superar la barra. Pisó el muslo extendido de Ethan con el pie derecho y su hombro con el izquierdo, y, sin perder el impulso ascendente, saltó como si nada hacia el segundo piso. Ethan ordenó a Malloy que entrase mientras Kate escalaba por el tejado.

Malloy llegó a la casa justo cuando Ethan abría la puerta de una patada.

Hugo Ohlendorf y su mujer estaban leyendo en la cama cuando oyeron la alarma y vieron que los focos del exterior se encendían. Su mujer dijo una palabrota en voz baja y preguntó qué sucedía.

—Quédate aquí —le contestó Ohlendorf—. Lo averiguaré.

Puso el punto de lectura en su sitio y dejó el libro en la mesita de noche al sentarse. Cogió su Beretta 92FS de acero inoxidable y le puso el cargador que guardaba en la mesita. Tras meter una bala en la recámara, se puso las zapatillas y se levantó.

—¿Llamamos a la policía? —preguntó su mujer.

—Están de camino.

Ohlendorf había disfrutado de un largo idilio con las pistolas y solía disparar en competiciones un par de veces al mes. Aunque a sus cincuenta y tres años ya no aspiraba a las marcas más altas, sí que se consideraba un participante sólido. De hecho, había estado en su campo de tiro favorito la tarde anterior y había quedado el sexto de unos treinta seis tiradores. Un buen resultado, teniendo en cuenta a los competidores, aunque no fuese el mejor.

A pesar de todo, notaba la pistola rara en la mano y una extraña sensación de temor en la garganta. «Son chavales», pensó. Intentó imaginarse a un grupo de quinceañeros pasando con el coche y tirando algo a la cancela, pero su cuerpo le decía que se trataba de algo distinto.

Había hablado con algunos policías sobre momentos como aquel. Le contaban que la primera emoción era el miedo en estado puro. Después se negaban a creérselo. Por el momento, él seguía el mismo patrón. Al abrir la puerta del dormitorio, Ohlendorf vio que su hija de diecisiete años estaba en el pasillo mirándolo con curiosidad.

—Vuelve a entrar, Michelle —le dijo, pero ella se quedó mirando la pistola—. ¡Vuelve a tu cuarto!

—¿Qué está pasando? —preguntó ella, parpadeando.

—Seguro que son unos chavales armando follón, pero voy a asegurarme.

—He oído cristales rotos.

—¡Vuelve a tu cuarto! —le ordenó él, sin preguntarle dónde había oído el ruido.

Cuando se cerró la puerta, avanzó por el pasillo a oscuras. Empezó a sonar el teléfono; la empresa de seguridad. Si no respondía de inmediato, llamarían a la policía. «Pues que llamen», pensó. Tenía las manos sudorosas por culpa del miedo y notaba un nudo en el pecho. Cristales rotos, eso quería decir que habían entrado en la propiedad. El sabor metálico de la adrenalina era cada vez más intenso, y la casa a oscuras, su retiro privado del mundo, le parecía un lugar aterrador. Quería que llegase la policía y, sobre todo, deseaba que un profesional tranquilo le dijese que todo iba bien. Sin embargo, estaría solo durante los diez o quince minutos siguientes.

Susurró de nuevo la palabra que lo tranquilizaba, chavales, aunque los chicos imaginarios habían crecido, y eran más grandes y mucho más peligrosos. Recordó lo que le habían dicho sus amigos policías: después de asustarte y negar la evidencia, empezabas a pensar en lo que sucedería si disparases a alguien que no va armado… o te preguntabas si se te paralizarían los músculos. Le dijeron que, a veces, el mero hecho de intentar levantar el arma o dar un paso adelante era más de lo que podían soportar.

Ohlendorf nunca había sentido un temor semejante y no tenía ni idea de si sería capaz de superarlo. Acababa de dejar atrás el dormitorio de su hija y, de repente, llegar a las escaleras le parecía imposible. Le dolía el pecho y apestaba a miedo. Entonces, al oír cómo se hacía añicos la puerta trasera, ocurrió algo extraño: pasó a la siguiente emoción, la rabia. Según le contaron, a veces te paralizabas, pero, otras veces, perdías el miedo y seguías adelante, ¡porque no te gustaba que alguien entrase en tu propia casa!

Aunque no lograba recordar cómo había llegado hasta las escaleras, hincó una rodilla en el suelo, se apoyó en la pared enyesada y se asomó a la barandilla. Oyó cristales que se rompían en el comedor y una silla que caía al suelo. Esperó a que subieran a por él y pensó en sus prácticas de tiro al blanco. Entonces, un miedo nuevo perforó su dura coraza emocional, un miedo extraño, teniendo en cuenta la situación: ¡iba a matar a alguien! Resultaba curioso cómo reaccionaba su cuerpo ante la idea. No era como encargar la muerte de una persona, cosa que siempre le hacía sentir un poder con tintes eróticos. Solo había que decir una palabra, transferir el dinero a una cuenta, y una vida se extinguía… ¡a veces una vida muy importante! No había nada parecido, pero aquella vez pasaría delante de él, él tendría que apretar el gatillo y ver la sangre, explicárselo a la policía, y ver cómo su mujer y su hija se enfrentaban al suceso. Nada de anonimato. Ocurriera lo que ocurriera en los siguientes segundos, él respondería por ello.

Más ruidos de cosas rotas abajo. Dos hombres como mínimo, a juzgar por el estrépito. Pudo ver a uno de ellos, una figura negra de pies a cabeza. Llevaba máscara y un Kalashnikov. Al ver el fusil, Ohlendorf vaciló, porque un Kalashnikov era capaz de disparar diez balas por segundo. Si el otro hombre también tenía uno, en cuanto él utilizase la Beretta abrirían fuego contra su posición. Diez balas por segundo durante tres o cuatro segundos reventarían la pared… y a él con ella. Mientras esperaba, deseando poder derribar a los dos antes de que respondiesen, Ohlendorf notó que algo le pinchaba la espalda. Intentó volverse para ver qué había pasado, pero se mareó. Al intentar espantar lo que le hubiese picado, empezó a caer hacia delante.

Ya estaba soñando cuando se golpeó contra el primer escalón, y completamente inconsciente antes de llegar al segundo.

Ethan vio que Ohlendorf caía hacia el rellano de las escaleras y corrió para frenar el golpe. Comprobó el pulso de su objetivo y se lo echó a la espalda.

—Tú delante, hombre —susurró Kate al bajar las escaleras.

Malloy salió por donde habían entrado. Siguiendo órdenes de Kate, se detuvo en medio del patio y se volvió para cubrir la retirada, aunque no se veía que nadie los siguiera. Tampoco se habían encendido más luces dentro de la casa. Kate lo llamó por el intercomunicador desde el muelle.

—¡A las lanchas! ¡Ahora!

Malloy corrió hacia el muelle. Kate cubrió su retirada, pero no hacía falta: aunque las luces seguían encendidas y la alarma sonaba, nadie los perseguía. Kate cortó el cable que amarraba el Bayliner y saltó a bordo. Ethan esperó en el lado de babor con Ohlendorf encima.

—Ayúdame a subirlo —pidió.

Kate saltó al Chris Craft y Malloy fue detrás de ella. Juntos recogieron el cuerpo de Ohlendorf para meterlo en la lancha pequeña. Ella se sentó al timón, mientras Malloy colocaba el cuerpo inconsciente del alemán en el suelo.

—¿Todo bien? —preguntó Kate.

—Lo tengo —respondió Ethan por el intercomunicador. Seguía dentro del Bayliner. Los motores gemelos arrancaron y las dos lanchas se alejaron del muelle juntas, con las luces del Bayliner encendidas.

Una vez en el lago, Ethan ató el timón y dejó que el Bayliner siguiera rumbo sudeste, lo que lo haría recorrer todo el largo del lago antes de chocar contra la orilla. Después saltó al Chris Craft y lo soltó del yate de Ohlendorf. El Chris Craft viró a la izquierda, detrás del Bayliner, para después girar a la derecha y travesar la estela como una sombra oscura en el agua. Siete minutos después de que sonara la alarma, oyeron primeras sirenas de la policía en dirección norte por la carretera. Un minuto después vieron una lancha de la policía cruzando a toda velocidad el Aussenalster detrás del iluminado Bayliner. Tres minutos después, los policías alcanzaban el barco, mientras el Chris Craft llegaba en silencio al muelle de Alte Rabenstrasse. Kate y Ethan desembarcaron a Ohlendorf, y Ethan lo cargó hasta el aparcamiento. Malloy corrió delante de ellos y arrancó el coche.

Trece minutos después de que sonara la alarma recorrían las calles con el coche.