CARCASONA (FRANCIA)
VERANO DE 1931.
He invitado a un joven a acompañarnos en el bar del vestíbulo. Espero que no te importe.
Dieter Bachman hablaba con su esposa desde el cuarto de baño, a través de la puerta entreabierta, pero el tono despreocupado de su marido despertó su interés.
—¿Qué clase de joven?
—Se llama Otto Rahn.
—¿Un alemán? —Elise se sentía algo decepcionada.
Había ido a Francia en busca de nuevas experiencias, mientras que Bachman era capaz de encontrar a un compatriota alemán en Mongolia.
—Diría que alemán o austríaco, aunque, a decir verdad, no estoy seguro. Su francés era tan bueno que no lograba ubicar su acento. Nos presentó Magre.
Maurice Magre era un novelista de modesta reputación al que habían conocido el día anterior, a través de otro compatriota alemán. Magre se hacía el famoso para sacarles bebidas gratis a los turistas.
—¿Y de qué lo conoce Magre? —preguntó Elise.
—No se lo pregunté. Solo sé que, cuando se fue, Magre me contó que herr Rahn es un buscador de tesoros —Elise no estaba impresionada. Los aventureros eran tan comunes en el Languedoc como los aspirantes a escritores en París; todos buscaban el oro de los cataros y una copa gratis.
Elise escogió un vestido de color melocotón y lo sostuvo bajo la barbilla mientras se volvía hacia el gastado espejo del hotel. No estaba segura de la elección, ya que el color parecía acentuar su bronceado, aunque la verdad era que le gustaba el efecto que surtía al combinarlo con el pelo negro y los ojos castaños. Sin embargo, Bachman había empezado a quejarse de que dentro de nada la iban a confundir con una africana. De haber sido por él, tendría la piel tan blanca como la nieve, el pelo rubio platino y los ojos azul claro. Una vez le había preguntado por qué se había declarado si no le gustaba su color. Él había respondido que su color no era ningún problema, pero, a decir verdad, ¡se había declarado porque la amaba! Ella no se había molestado en contestar. Se habían casado por cuestiones de familia y dinero. El amor que pudiera haber existido se había convertido hacía tiempo en una cómoda amistad.
Tiró el vestido a un lado. De todos modos, estaba demasiado arrugado.
—¿Y por qué pensó monsieur Magre que nos gustaría conocer a ese joven? Espero que no fuese porque es alemán. Ya veremos a todos los alemanes que queramos cuando volvamos a Berlín.
—La verdad es que me pareció que podríamos disfrutar de su compañía —respondió Bachman. Elise le lanzó una mirada especulativa a su marido, que seguía delante del espejo del baño, cuchilla en mano. Era un hombre alto con los hombros algo hundidos y un poco de panza. Su rostro era redondo y vulgar, con gruesas mejillas y ojos oscuros. Llevaba bigote desde que ella lo conocía, aunque había decidido cortárselo hacía poco, pensando que parecía más joven sin él; empezaba a perder el pelo y tenía mechones grises, pero el bigote debía desaparecer. Ella había sido lo bastante amable como para mentirle diciendo que, efectivamente, su aspecto era mucho más joven sin él. Lo que provocó su eliminación fue el comentario de una mujer suiza hacía unos cuantos días, en Séte: los había tomado por padre e hija. Todos se habían reído del error, incómodos. Bachman preguntó si tan joven parecía su esposa, pero Elise no era el origen de la confusión de la mujer. Aunque Bachman tenía treinta y ocho años, una década más que ella, parecía un hombre a punto de entrar en la cincuentena. Y, lo que era peor, actuaba como tal.
—Dime, ¿has investigado debidamente las simpatías políticas de herr Rahn? —preguntó Elise.
Bachman consiguió esbozar una sonrisa al entrar en el cuarto, con una toalla en las manos. Sabía que su mujer se burlaba de él, pero intentó disimular su frustración. En Berlín, Bachman no soportaba a nadie que no compartiese su opinión sobre asuntos políticos. En Francia, con tal de disfrutar un poco del sol, era más liberal.
—Por lo que me cuenta Magre, herr Rahn no se mete en política. En realidad, es demasiado joven para saber nada sobre la guerra, supongo, y, por lo poco que pudo decir sobre su vida, creo que lleva los últimos dos años trabajando en Suiza.
—Bueno, entonces… ¿una copa con un joven aventurero que no tiene opinión sobre nada? ¡Me parece que has planeado una noche encantadora, querido!
Cuando lo vio al otro lado de la habitación, Elise pensó que Otto Rahn daba el tipo del buscador de tesoros. Era tan alto como su marido, más de metro ochenta, pero, a diferencia de Bachman, tenía un cuerpo atlético y musculoso, además de muy bronceado. Justo el aspecto que debía tener un hombre que ha pasado el verano al aire libre, recorriendo las faldas de los Pirineos. Su rostro era largo y cuadrado, y llevaba el cabello, rubio oscuro, peinado hacia atrás con aceite para mantenerlo en su sitio, como se estilaba, aunque el efecto en herr Rahn resultaba más agradable que en la mayoría de los hombres. Servía para acentuar la forma de la frente y los altos pómulos. Intentó imaginarse que una estrella de cine que había ido a Francia a interpretar el papel de aventurero; la imagen era perfecta.
Cuando vio a Bachman, herr Rahn dejó la barra y se acercó a ellos con una elegancia animal que agitó algo dentro de Elise que ella creía ya muerto. No se trataba de un actor interpretando un papel, sino que aquel hombre escalaba rocas y se lanzaba al interior de las cuevas, ¡y lo hacía el día entero! Su sonrisa y su confianza en sí mismo, que delataban que ni era servil, ni se sentía en absoluto intimidado por Bachman, la dejaron desarmada. Decidió que Otto Rahn era un joven de increíble atractivo.
Bachman a veces le presentaba a jóvenes de un estilo concreto. Eran artistas de una u otra clase, todos sin un penique y ansiosos por agradar a un mecenas adinerado. Ella creía que lo hacía para alardear de sus conquistas, al menos de las que esperaba hacer, aunque no podía estar segura. No era el típico tema de conversación en un matrimonio educado, y el suyo podía adolecer de muchas cosas, pero no de falta de educación. Si tal era el plan de Bachman en aquella ocasión (con una excusa para enviarla de vuelta a Séte, mientras él se quedaba unos cuantos días intentando seducir al buscador de tesoros), había cometido un grave error de juicio, porque a herr Rahn le gustaban las mujeres. Lo notó en cuanto la miró, y al cabo de unos cuantos minutos juntos estaba segura de ello. El hombre la incluía en la conversación y, al hacerlo, observaba con placer primero las manos de Elise y después los hombros. La siguiente vez que lo pilló, estaba mirándole el pelo. Una vez, al levantarse ella de la mesa, vio el reflejo del joven en un espejo y se dio cuenta de que estaba examinando su forma de andar. No era una observación descarada, ni mucho menos, ni tampoco se comportaba de forma grosera, sino como un caballero que aprecia lo que ve. Tampoco se trataba de un flirteo, ya que, al fin y al cabo, su marido estaba sentado al lado. Sin embargo, algo de eso había.
—Espero que se queden en Carcasona unos días más —comentó Rahn. Elise se imaginó que se lo preguntaba a ella, aunque Bachman respondiera en su lugar.
—En realidad nos vamos mañana. Tenemos alquilado un alojamiento en Séte para pasar todo el verano, así que tendríamos que volver y aprovechar el dinero que hemos invertido.
¿Era decepción lo que Elise veía en los ojos de herr Rahn? Eso quería pensar ella, pero después se recordó que el joven podría haberlo dicho por cumplir. Quizá su marido y ella no fuesen tan diferentes, y ambos vieran lo que deseaban ver en las miradas de un desconocido.
—Por supuesto está invitado a visitarnos, si lo desea —añadió Bachman—. Tenemos sitio de sobra, y el Mediterráneo es precioso por aquella zona.
—Es muy generoso por su parte…
Una mirada a Elise. No, no estaba diciéndolo por cumplir, estaba pensando, tras analizarla rápidamente, cuáles sean sus posibilidades si viajaba a Séte para visitarlos. Había hombres que solo perseguían a mujeres casadas. Elise tenía amigas que se habían encontrado con ellos y se habían sentido tentadas o, al menos, eso era lo único que reconocían. Al parecer, algunos maridos miraban a otro lado. ¿Se imaginaba herr Rahn que ese era el caso?
Miró a su marido. A veces era vigilante y protector con ella cuando resultaba obvio el interés de otro hombre, pero no aquella noche. Herr Rahn lo emocionaba demasiado para dejar que algo tan nimio como los celos disminuyesen su entusiasmo.
El tema de la política no surgió hasta la segunda ronda de bebidas. Bachman mencionó que vivían en Berlín, pero que habían decidido pasar los veranos fuera de la ciudad por culpa de los problemas.
—¿Tan mala es la situación? —preguntó Rahn, con preocupación genuina.
—¿Ha estado usted en Berlín en los últimos años, herr Rahn? —le preguntó Bachman.
—Me temo que han pasado bastantes años desde la última vez, aunque estudié allí la carrera. Siempre he adorado esa ciudad y odiaría verla hecha pedazos.
—Usted y cualquier alemán de bien. Y todo por culpa de los comunistas. Están decididos a arruinarlo todo.
Bachman odiaba a los comunistas, aunque solo un poco más de lo que odiaba al Gobierno. Hacía una docena de años, él era un aristócrata. Al arrebatarle el título el decreto parlamentario de 1919, fingió no darle importancia, pero la herida era profunda y, cuando descubrió que otros como él se habían unido a los nazis, él también lo hizo. Con toda una fortuna a su disposición, el círculo interno del partido lo había recibido con los brazos abiertos, por supuesto, y ese fue el único empuje que Bachman necesitó para convertirse en un defensor apasionado de la causa. Elise había visto cómo muchas noches agradables como aquella derivaban en una violenta discusión por culpa de un comentario desafortunado contra los nazis o contra los comunistas. Como Bachman había sacado el tema con la intención de evaluar a herr Rahn, Elise contuvo el aliento.
La conversación parecía incomodar al joven, seguramente sería un comunista. Los tacones gastados de sus zapatos y el cuello deshilachado indicaban, al menos, que era lo bastante pobre para serlo. ¿Y por qué no? En aquellos tiempos todo el mundo tenía una opinión sobre la política, cuanto más radical, mejor. ¡Estaba claro que las medias tintas no habían solucionado nada!
—Bueno, por supuesto —intervino herr Rahn—, algo tiene que cambiar. Todo el mundo lo cree, salvo los sinvergüenzas que ostentan el poder. Sin embargo, hasta que cambie, prefiero no estar en medio.
—Alemania se encuentra en una encrucijada —le dijo Bachman—. ¡Los que se hacen a un lado ahora se quedarán atrás cuando las cosas tomen un nuevo rumbo! Un hombre joven como usted debería tenerlo muy en cuenta.
Antes de que Bachman pudiese entrar de lleno en una arenga colérica, Elise le tocó el brazo.
—Ya tendremos política de sobra en Berlín, querido —le dijo—. Quiero que herr Rahn nos hable sobre el oro de los cataros que ha encontrado.
—No sabía que lo estuviese buscando —respondió Rahn. Sonrió, desconcertado, preguntándose cuál sería la fuente de la confusión.
Elise miró a Bachman mientras le decía a Rahn:
—Lo siento, creía que…
—¿Es lo que le ha contado Magre? —le preguntó Rahn a Bachman, de repente—. ¿Que soy un buscador de tesoros?
Bachman asintió, porque eso había entendido. Rahn parecía atónito y algo irritado, aunque, al cabo de un momento, se rio. Al parecer, ya había tenido trato con el francés.
—Entonces, ¿qué está haciendo aquí? —preguntó Elise.
—Estoy investigando para el libro que pretendo escribir sobre la cruzada albigense del siglo XIII.
—¿De verdad? —exclamó Elise. Todo empezaba a cobrar sentido. Que estuviese escribiendo un libro explicaba su elocuencia natural y la confianza que lucía como una corona. ¡Era un hombre educado, como ella pensaba! No obstante, parecía algo joven para un tema tan…, bueno, tan acartonado.
—¡Otro entusiasta de los cataros! —exclamó Bachman después de darle un trago a su bebida. Parecía a punto de soltar uno de los grandilocuentes comentarios que le había oído pronunciar a Magre la noche anterior.
—Debo confesar algo horrible —intervino Elise, antes de que su marido volviese a poner en peligro la conversación. Sus dos acompañantes esperaban la confesión con las típicas sonrisas de los hombres que esperan ansiosos oír cosas «horribles» de labios de una mujer bella—. Después de pasarme anoche toda la cena escuchando a nuestro amigo, monsieur Magre, explicarnos la historia de los cataros, ¡sigo sin saber en qué creían, ni, en realidad, quiénes eran!
—¿Quiere saber por qué Magre no se lo dejó claro? —preguntó Rahn en voz baja, como si tuviese un interesante secreto que deseara compartir con unos buenos amigos.
—Me encantaría.
—¡Porque él tampoco tiene ni la más remota idea! Si quiere saber la «horrible» verdad —añadió esbozando una sonrisa que pretendía ser traviesa—, nadie lo sabe en realidad. ¡Ni quiénes eran, ni en qué creían! —se echó atrás en el asiento, como alguien con sangre de aristócrata, y terminó su bebida de un trago—. Por suerte para todos, tengo la intención de cambiar eso —anunció con autoridad, aunque sin alardes.
Tanto Elise como Bachman estaban deseando saber cuál era la esencia de la teoría de herr Rahn sobre los heréticos cataros, un grupo exterminado, literalmente, durante la primera mitad del siglo XIII. Sin embargo, Bachman consideró que era mejor tratar la materia durante la cena, así que se desplazaron al comedor del hotel, donde herr Rahn pudo proceder a ganarse el pan a cambio de su actuación.
—Lo primero que deben comprender es que el ataque del Vaticano tuvo motivos económicos —empezó Rahn—. La «herejía» catara fue una excusa muy conveniente para la guerra. No había ningún movimiento para separar o purificar la fe, ni discusiones sobre dogmas. Los cataros, en realidad, se orientaban hacia lo espiritual, de forma parecida a San Francisco, en la misma época. Eran seguidores de las enseñanzas de Cristo, por así decir, aunque no rechazaban abiertamente la autoridad del Papa. Los sacerdotes del Vaticano recién llegados a la región se encontraron con una gente de fe, tanto que muchos de ellos empezaron a adaptarse a algunas de las costumbres del culto local. Obviamente, después de la guerra se trazaron líneas de separación.
—Por lo que he leído —dijo Bachman—, los cataros eran dualistas gnósticos, maniqueos, como quiera que se llamen. —Se lo había dicho Magre—. Dios y el Diablo en igualdad de condiciones. Algo similar.
—¿Un mundo dividido entre Dios y Satán? —preguntó Rahn, asintiendo con su cabeza dorada—. ¿Dos poderosas deidades en lucha por las almas de hombres y mujeres?
—¡Exacto! —exclamó Bachman. Justo lo que le había descrito Magre.
—Esa era la postura de la Iglesia en el siglo XIII, no la de los cataros. —Al ver la expresión de perplejidad de Bachman, Rahn siguió hablando—. San Agustín había alejado a la Iglesia de la herejía maniquea allá por el siglo V, pero, en los siglos XI y XII, el diablo había regresado. Solo hay que examinar cualquier texto medieval para ver el miedo universal al Malvado. Podría llegar a creerse que Cristo era un pobre segundón comparado con el Príncipe de las Tinieblas. La gente solía hablar tan a menudo de Cristo, los ángeles y los santos, que los habían transformado en espíritus benévolos que quizá ayudaran en momentos de necesidad, pero solo si el sol brillaba en el cielo. En cuanto caía la noche, surgía una fuerza más poderosa que dominaba la tierra, y nadie cometía la estupidez de susurrar el temido nombre de Satán, por miedo a convocarlo por accidente.
»Los cataros, por otro lado, no sentían ningún interés por el demonio, ni siquiera un miedo saludable. Comprendían el mal tal como lo había definido San Agustín, como apartarse de la luz de Dios. Para ellos, era lo que sucedía cuando uno se encaprichaba demasiado de los placeres del mundo, es decir, de los placeres de la carne. La batalla por su alma significaba una lucha constante entre los deseos de la carne y los del espíritu. Comprendían, por supuesto, que debemos nuestra existencia al mundo físico, pero también sabían que incluso nuestras necesidades físicas, lo que necesitamos para sobrevivir, hacen que disminuya nuestro interés por el mundo del espíritu. La idea es bastante natural en nuestros días; incluso la Iglesia predica ahora las creencias de los cataros y, sin duda, ya no nos atenaza el miedo a decir algún comentario irreflexivo que invoque a una legión de demonios, aunque les aseguro que, en el inculto mundo del siglo XIII, los cataros eran la excepción. Sin embargo, a nadie se le ocurrió considerarlo una herejía hasta que los reyes franceses empezaron a codiciar la riqueza de la región.
—Corríjame si me equivoco —se atrevió a intervenir Bachman—, pero, ¿no estaban los cataros en contra del matrimonio… y, en particular, del sexo?
—Es lo primero (y normalmente lo último) que suele decirse sobre los cataros.
—Es lo que nos había contado Magre —repuso Bachman, encantado de haber entendido bien algún detalle.
—No son más que tonterías —les aseguró Rahn—. Lo cierto es que los cataros inventaron el amor romántico. Aunque ahora lo llamamos amor cortés para distinguirlo de las citas románticas entre amantes, no se trataba de una noción insulsa de la sociedad educada de aquellos tiempos, como ahora se pretende. Para los cataros, el idilio no era todo adoración, pureza y buenos modales, ni tampoco platónico. Todo lo contrario, ardía de deseo. De hecho, su único propósito era despertar el deseo de los dos amantes hasta alcanzar su punto álgido. Pero, y he ahí lo importante, se negaban a rendirse a él. Una vez que un caballero le ofrecía su amor a una dama y la dama lo aceptaba, los dos iniciaban un idilio del corazón (literalmente del corazón) que duraba hasta el fin de sus días. No era algo sencillo. Muchos caballeros competían por la atención de una dama especialmente extraordinaria, pero, una vez que ella entregaba su corazón, el idilio quedaba sellado y era sacrosanto. Al no poder satisfacer sus deseos en lo físico (a veces hasta se negaban la oportunidad de estar a solas), los amantes al final descubrían un profundo vínculo espiritual a través de sus sentimientos, aunque no era amistad, ni siquiera la amistad de un cómodo matrimonio, sino la verdadera y trascendental dinámica de los amantes justo antes de la consumación, todo expresado sin contacto físico, sin un solo beso y con la fuerza suficiente para arder una vida entera… hasta la mismísima eternidad. O eso creían ellos.
—Lo que está diciendo es que celebraban un amor que estaba condenado al fracaso y a la decepción —murmuró Bachman.
—Supongo que es una afirmación legítima según el pensamiento actual —respondió Rahn esbozando una sonrisa—. Ellos consideraban que tales idilios los inspiraban. No hace falta más que observar el amor de Dante por Beatrice para entender el efecto sublime de su pasión. No se limitó a ver en Beatrice un grado imposible de belleza y bondad, sino que persiguió esa imagen hasta que, en virtud de su amor, se hizo digno del afecto de su amada. Antes de los cataros, la pasión era un pecado. Destrozaba matrimonios, lo que, a su vez, tenía repercusiones económicas y políticas. Era una idea nueva que ofrecía una intimidad romántica socialmente aceptable entre un hombre y una mujer, todo ello sin amenazar de ningún modo los aspectos prácticos de la institución del matrimonio. Una mujer podía darle hijos a su marido y permanecer a su lado como aliada política, e incluso como confidente y amiga, mientras se carteaba con el verdadero amor de su vida.
—¿Y qué pensaban los maridos de que sus mujeres disfrutaran de tales idilios delante de sus narices? —preguntó Bachman, algo indignado—. No puedo creerme que aceptasen esa condición sin…, bueno, ¡sin los celos de toda la vida! —miró a Elise—. ¡Yo no podría soportar que Elise amase a otro hombre!
—Si me permite el atrevimiento, lo que no podría aceptar sería la idea de que su relación pudiera cambiar o destruirse por culpa de semejante idilio del corazón. En el mundo de los cataros, ese miedo era irrelevante, porque el amor romántico nunca llevaba a otra cosa que no fuese el deseo. Se desarrollaba en el reino eterno del espíritu y, al final, acercaba a los participantes más a Dios y, sin duda, al ideal de las virtudes de la fe. Los enseñaba a través de la dura práctica de la abnegación a ser menos dependientes del mundo sensorial.
Bachman sonrió, aunque sacudió la cabeza poco convencido. Tampoco lo estaba Elise, que preguntó:
—¿Alguna vez ha disfrutado de un idilio de esa naturaleza?
Por fin, Adonis perdió su confianza y clavó la mirada en la mesa, sonriendo con melancolía.
—Ya no vivimos en ese mundo. Por mucho que alabemos los dones del espíritu y todo lo demás, lo que queremos es saborear nuestra comida y nuestro vino —levantó la copa e hizo girar el líquido rojo para recalcar lo que decía—. Queremos a nuestros amantes cerca y a nuestro dinero más cerca aún. Vivimos inmersos en las sensaciones y, por lo que veo, nunca estamos satisfechos.
—Entonces, ¿ahora nos es imposible amar así? —preguntó Elise.
—Si le escribiese a usted el tipo de carta que los caballeros cataros enviaban a sus amadas —respondió Rahn, dirigiéndose a Elise, aunque mirando a Bachman—, estoy seguro de que su marido me pegaría un tiro… ¡y en el juicio lo absolverían!
—¿Aunque supiera que nunca nos tocaríamos? —preguntó ella. La voz le tembló un poco al hablar y, al terminar la frase, también miró a Bachman. Fue un instante de curiosidad y desafío, quizá incluso de esperanza. ¿Soportaría Bachman que ella amase a otro hombre (a aquel hombre) si no pasaba nada físico entre ellos?
—No creo que fuese posible —respondió su marido al fin, casi como si respondiese una pregunta directa—. Creo que… donde hay sentimientos, los hombres actúan y las mujeres se dejan llevar.
—Está hablando de la gente de nuestra época —les dijo Rahn, como si estuviesen dirimiendo una discusión entre eruditos—. Estamos corrompidos, no por el deseo, sino por rendirnos a él tan a menudo. Necesitamos demasiada seguridad, demasiada comodidad. No podemos confiar en el amor de otra Persona sin un contacto físico que selle la promesa.
—¿De verdad cree que sucedía de ese modo? —le preguntó Bachman—. ¿Que había gente loca de amor que ni siquiera disfrutaba de intimidad física? ¿No cree que, en realidad, decían una cosa y, cuando los demás no miraban…, bueno…?
—Algunas personas fallaban, no lo dudo. Es la naturaleza humana. Sin embargo, estoy convencido de que muchos experimentaban una alegría y un amor tan profundo que, a pesar de toda nuestra sofisticación, ni siquiera imaginamos. Piensen que era como la primera sensación de profundo deseo, pero prolongada toda una vida. Piensen en la locura, la desesperación y la felicidad de enamorarse (como tener el mundo en la palma de la mano), y después añádanle la sensación de alguien que siempre permanecerá más allá de las puertas de ese bendito lugar. Creo que tales emociones deben conducirnos a un plano superior, a la humildad y la paciencia, y, probablemente, incluso a la plegaria, pero no estoy seguro. Para mí no es más que un ejercicio académico. Estar enamorado así es iniciar un viaje que nunca he experimentado.
—¿Qué te parece herr Rahn? —preguntó Bachman, de vuelta en su habitación.
Era tarde, pero parecía vigorizado. Sonrió con ironía al hacer la pregunta. A Elise le daba la impresión de que, en realidad, se refería a los aspectos prácticos de las teorías de herr Rahn sobre el amor.
Elise se ruborizó ligeramente al oír el nombre de Rahn, pero respondió con honestidad:
—Creo que nunca había conocido a nadie como él.
—¿Tanto como para enamorarte?
Resultaba tentador imaginar que el deseo se transformase en algo intachable. Quería pasión, pero no lo que sucedía cuando una mujer casada hacía el ridículo. A pesar de que en su vida no se había permitido muchos excesos, pensó que estar loca de amor por alguien debía de ser maravilloso. ¡Se acabaron las relaciones educadas! ¡Quería arder! Sin embargo, no si eso significaba culpabilidad y escándalo. Al fin y al cabo, la sociedad de Berlín seguía siendo un círculo muy cerrado en el que se observaba con mil ojos a las esposas imprudentes y a las coquetas. Resultaba muy entretenido verlas volar cada vez más cerca de la llama, pero llegaba un momento en que se acercaban demasiado y, después, como había visto tantas veces, todos las excluían de manera muy discreta. Como le había dicho sin más rodeos una amiga íntima, si una mujer deseaba demasiado los placeres de la calle, ¡con la calle se la recompensaba!
—Dime —contestó, lanzándole una mirada a su marido en la que le dejaba claro que aquella era la respuesta a su pregunta—, ¿de verdad tenemos que regresar a Séte mañana?