CAPÍTULO TRES

NUEVA YORK (EE.UU.)

JUEVES, 6 DE MARZO DE 2008.

Thomas Malloy salió de la boca del metro en la calle 86 y se unió a la multitud de última hora de la tarde que se dirigía a la Quinta Avenida. Llevaba mocasines negros, pantalones negros de lana con pinzas, un jersey gris, gafas de sol y una cazadora negra. Algunos turistas se volvían para mirarlo, intentando averiguar si se trataba de alguien importante. Normalmente llegaban a la conclusión de que no lo era, aunque no siempre. Malloy se miró de reojo en el cristal de un edificio, permitiéndose un segundo de vanidad.

El pelo, que empezaba a encanecer sin prisas, le llegaba hasta el cuello de la camisa. El estilo era tirando a artista: actor, arquitecto, escritor freelance. Era alto y delgado, razonablemente guapo, en su opinión. No era la mejor cara del mundo para alguien que prefería pasar desapercibido mientras se dedicaba a lo suyo, pero resultaba versátil. Se cambiaba de ropa, se movía un poco el pelo, añadía o reducía unos cuantos gestos, cambiaba la voz, y podía ser un tipo diferente: francés, alemán, suizo, inglés y, por supuesto, tres o cuatro clases de estadounidense. Solía viajar al extranjero con el pasaporte suizo de una de sus cuatro identidades, aunque tenía cuatro nombres estadounidenses, dos alemanes e incluso un pasaporte francés… por si acaso.

Malloy había trabajado durante casi toda su vida como agente de inteligencia sin tapadera oficial. Eso significaba que podían detenerlo y procesarlo en la mayoría de los países, mientras que en otros eran capaces de ejecutarlo de inmediato. Era el tipo de vida que le había enseñado a cultivar la amistad de algunos delincuentes, personas con la habilidad y los recursos necesarios para atravesar las típicas barreras que levantaban los gobiernos. A veces se trataba de ladrones o asesinos por libre, de traidores a su país o de patriotas con un objetivo. Había muchos que solo querían ser ricos o hacer lo correcto, y otros a los que les caía bien y lo ayudaban porque, por encima de todo, él era un individuo persuasivo.

Salvo por un par de brutales excepciones, la vida profesional de Malloy había sido tranquila. Lo peor le ocurrió cuando era un joven espía en formación, y todavía lucía las cicatrices de aquello: un nido de heridas en el pecho. En la cima de su carrera había logrado penetrar en lo más profundo de los conglomerados bancarios suizos, además de en varios de los principales sindicatos del crimen europeos, todo ello a través de los contactos que había cultivado. Mientras tanto había conseguido permanecer invisible y lejos del alcance de la gente violenta a la que seguía el rastro. A finales de los noventa, un viejo enemigo de la agencia, Charlie Winger, llegó al puesto casi divino de director de operaciones y celebró su promoción ordenando que Malloy volviese de Europa para encadenarlo a un escritorio de analista en Langley. La idea era que se le fuesen asignando cada vez más tareas administrativas, pero esa era la historia que contaba Charlie. En realidad, se trataba de su venganza por multitud de agravios sin especificar cuando entrenaban en la Granja… cuando los dos eran unos críos.

Malloy había seguido como analista lo suficiente para terminar sus veinte años de servicio y asegurarse una pensión con la mitad del sueldo. Después se largó. Los ataques del 11 de septiembre sucedieron unos cuantos meses después, así que acabó volviendo como analista externo tras la desgracia, pero al menos, podía realizar su trabajo desde su casa de Nueva York. Durante el año anterior, Malloy había reactivado algunas de sus antiguas redes y había empezado a viajar de nuevo con sus distintos pasaportes. Llevaba una década sin hacer trabajo de campo y, a veces, le daba la impresión de que había perdido la ventaja en un juego que no perdonaba. Peor aún, sus contactos habían envejecido y estaban más nerviosos; ya no les gustaban los grandes riesgos tanto como cuando eran jóvenes. Así que empezó con la nueva generación e hizo lo que pudo por ponerse en forma.

Con sus investigaciones ocasionales para la agencia, la pensión, una herencia familiar y algunas inversiones ambiciosas, aunque modestas, Malloy tenía unos ingresos decentes, como siempre. Solo había tardado unos cuantos años en recordar la sabiduría de su juventud, pero, al acercarse al choque frontal con los cincuenta, volvió a tenerlo todo muy claro: podía hacer lo que quisiera, solo debía estar listo para pagar el precio. No era un pensamiento profundo, sino algo en lo que había creído toda la vida, pero, al perder el trabajo en el que centraba su existencia y sumirse en la desesperación del retiro a la tierna edad de cuarenta y dos años, le costó un poco superar la idea de que Charlie Winger había acabado con él. Lo cierto era que tenía que avanzar, y para eso antes necesitaba caer, así que lo había permitido. Una vez pasada aquella fase, lo que quería era trabajar, aunque fuese por su cuenta, y eso lo llevó a sus antiguos trucos.

En el Metropolitan Museum of Art, Malloy subió sin prisa los amplios escalones que daban a la entrada del edificio.

Puro hábito: cuando vas a una reunión urgente, nunca debe parecer que eso es justo lo que estás haciendo. Mientras subía, echó un vistazo a los estudiantes y turistas que descansaban en las escaleras. No era más que un hombre disfrutando de una escena juvenil en una borrascosa tarde de primavera. Los chicos tirados sobre los escalones de piedra tenían esa actitud ociosa que los jóvenes dominan tan bien. Le gustaba pensar que él era diferente a aquella edad, aunque no era cierto: como los chicos que tenía delante, de joven no tenía ni idea de la riqueza que poseía con los bolsillos vacíos y una sonrisa ingenua. ¡Ay!, ¡la de cosas que podría hacer si todavía dispusiera de la misma inocencia!

Una vez en la cola para comprar la entrada, Malloy examinó un folleto sobre una próxima exposición que su mujer, Gwen, quería visitar. Gwen sabía muy poco sobre la vida profesional de Malloy, ya que lo había conocido poco después de su jubilación. Era consciente de que había trabajado en el extranjero durante varios años, y él la había dejado creer que estaba en el Departamento de Estado como perito contable. Gracias a su dilatada experiencia en el juego, sabía que decir que era contable solía acabar con todas las preguntas sobre su vida profesional. El aspecto pericial despertaba un poco la curiosidad de Gwen, pero no pasaba nada, no le importaba que su mujer lo considerase una especie de detective. En cualquier caso, el resto quizá fuese algo más de lo que ella podía aceptar. Una vez le preguntó por las heridas. «Una visita al Líbano —le contestó él, lo cual era cierto—, me confundieron con otra persona», lo cual no era tan cierto. La primera misión de Malloy; en una sola tarde había perdido a todos sus activos, es decir, a la gente que había reclutado, y aprendió mejor que de ninguna otra forma a no volver a contarle la verdad sobre nada a nadie.

Gwen era pintora, con mucho éxito en los últimos años. En su mundo, lo que ella decía era cierto, y dividía a sus conocidos entre los que le caían bien y aquellos a los que evitaba. Sabía que su marido tenía armas y estaba entrenado para usarlas, pero nunca las tocaría y prefería no tener que verlas jamás. A Malloy le parecía bien. Con Gwen podía ser… bueno, no exactamente él mismo, ya que solo lo era cuando trabajaba. Sin embargo, al menos con ella se sentía satisfecho. Vale, mejor llamarlo por su nombre: con Gwen era feliz.

Su mujer era una buena persona con un punto de desobediencia hacia la autoridad que ambos compartían. Le gustaba pensar que había logrado su transición sin ayuda, aunque era consciente de que solo había conseguido volver a ponerse en pie porque Gwen lo amaba. La verdadera lástima era que ella nunca llegase a saber lo mucho que había hecho por él; era lo único que lamentaba.

Después de comprar la entrada, Malloy deambuló por las colecciones de Roma y Grecia, deteniéndose de vez en cuando, como si estudiase los rostros de piedra, aunque en realidad memorizaba las caras de las personas de la sala. Quería estar seguro de que nadie lo seguía sin que se diese cuenta. Seguramente se trataba de buenos chicos, pero nada lo irritaba más que dejar saber a los demás lo que estaba haciendo.

Vio a una chica guapa de pelo largo con minifalda examinando un mosaico con náyades de largos cabellos, y se paró un momento a reflexionar en lo poco que habían cambiado las cosas en dos mil años, al menos en lo referente a los peinados, las jóvenes y el eterno erotismo de las fantasías del macho de la especie. En la siguiente sala, la chica apareció otra vez y se esforzó de nuevo por no mirarlo a la cara. Lo habría tomado por una coincidencia si creyese en tales cosas, pero no era así, de modo que la perdió con un desvío rápido.

La joven lo esperaba, aunque algo ruborizada al ver que la despistaban tan fácilmente, cuando llegó al centro del laberinto del museo: la impresionante colección medieval del Metropolitan. La sala estaba casi vacía, salvo por la chica de pelo largo y una rubia alta treintañera que examinaba un tríptico bizantino con demasiado interés. ¡Jane estaba contratando a niños! Sin embargo, recordaba lo joven que era él cuando lo reclutó, acribillado a balazos y desesperado por conseguir una segunda oportunidad.

Jane era buena, dirigía espías de la misma forma en que los mejores espías dirigían a sus activos: pagaba, mimaba, engatusaba, pagaba un poco más y demostraba tener corazón, siempre que sirviese a un propósito. En dos o tres años, la chica más joven iría al fin del mundo por Jane y, probablemente, no la verían hacerlo. La treintañera ya estaba en aquel punto y bien podría haberlo seguido sin que se diera cuenta. Si Jane quería ver muerto a Malloy, la rubia también lo habría hecho sin el menor remordimiento. Era algo a tener en cuenta.

En el otro extremo de la habitación había un vigilante sentado en una silla, con aire satisfecho; no tenía pinta de ser uno de los de Jane. Cuando dos chicos entraron corriendo en la sala y lo despertaron con sus gritos, él fue obedientemente detrás de ellos. Los chicos sí que podían haber sido cosa de Jane. La joven del pelo largo se dirigió a otra sala más pequeña, y Malloy la siguió, como si tuviesen una cita.

Jane Harrison contemplaba una ballesta de fíbula bizantina, un arma que podía llevarse con una mano como si fuera una pistola y que servía para matar a unos dos o tres metros de distancia. No solo era mortífera, sino también muy ornada. Malloy nunca había apreciado el arte bizantino, que le parecía demasiado teórico para su gusto, aunque opinaba que sus armas demostraban mucha imaginación… era el verdadero arte de aquella cultura adoradora de Dios y amante del oro.

Jane había entrado en ambiente; como no quería que la vieran, se había decidido por el estilo desaliñado: grandes gafas cuadradas con un buen par de manchas, nada de maquillaje e incluso los pasos algo tambaleantes de una anciana. Llevaba el pelo alborotado, lo que le daba el aspecto de una esquizofrénica un poco desequilibrada, con una expresión que decía: «¡Háblame si te atreves!».

El toque final de su disfraz eran unos zapatos desgastados y a punto de romperse por el tacón, porque los profesionales siempre miraban los zapatos. Jane creía que las ancianas desaliñadas con abrigos desaliñados eran invisibles al ojo humano (el prototipo de terroristas sigilosos), como ella misma le había explicado hacía años. Afirmaba haber hecho experimentos que lo probaban: mete a quince personas en una habitación y pide a unos agentes entrenados que recuerden hasta el último detalle de cada individuo. De la anciana desaliñada no solo se olvidaba el color de pelo, y la altura y el peso exactos, sino que, en el sesenta y dos por ciento de los casos, ni siquiera se recordaba su existencia… o eso decía Jane. Jane hacía dudar a Malloy: mentía con tanta seriedad y de manera tan continua que nunca se sabía lo que era verdad. Daba igual que una frase no tuviese importancia; mentir era un arte que se empleaba en todas las ocasiones, porque puede que un día te salvara la vida. Merecía la pena ser bueno contando mentiras y aún mejor detectándolas.

En aquel caso, si no era cierto, tendría que haberlo sido, aunque la anciana no fuese invisible para él. En su opinión, Jane era sencillamente asombrosa, y eso que él admiraba a muy Pocas personas: su padre, su madre, Gwen y Jane Harrison.

Confiaba en algunas más, pero, curiosamente, tanto su padre como Jane no entraban en esa categoría.

Al examinar su disfraz resultaba difícil creer que Jane fuese la actual subdirectora de operaciones de Langley y casi imposible imaginar que empezase su carrera con un trabajo de campo dentro de las células terroristas italianas, donde farfullaba tonterías marxistas y hacía el amor sistemáticamente.

—Mil Madonnas —masculló Malloy— y te encuentro admirando la única arma de la sala.

—Aquí no hay mil Madonnas, T.K.

Malloy miró a su alrededor, donde varias Madonnas rígidas sostenían a sus hombres en miniatura, con sus halos y su viejo gesto hippy de la paz.

—Pues da esa impresión —repuso.

—¿No eres fan del arte bizantino?

—Hacían buenas armas.

—¿A que sí? —comentó ella, sonriendo al fin.

Jane se volvió y se dirigió a una pintura bastante primitiva de la crucifixión. Malloy la siguió, pasando por delante de una Madonna con su hijo. Al pasar junto a ella para ver una crucifixión un poquito más interesante, Jane le dijo:

—¿En qué me has metido, T.K.?

Malloy examinó la segunda crucifixión. La lanza de Longino acababa de atravesar la carne de Cristo y la sangre manaba como una fuente. Un hombre con túnica de seda estaba al pie de la cruz, recogiendo la sangre en un cáliz dorado. Era ciencia mala (si Cristo estaba muerto después de atravesarlo la lanza, era imposible que sangrase así) y arte malo, sin duda, pero lo que lo sorprendió fue la idea de la sangre en sí. La mente medieval creía en su poder sobre todas las cosas. Era la sangre que manchaba la lanza, el cáliz, las espinas y la cruz lo que hacía que aquellas reliquias fuesen las posesiones más valiosas de la fe. Tampoco era la misma sangre de la eucaristía, no para aquella gente, ya que habían sido capaces de entregar reinos a cambio de la más leve insinuación de una mancha de la sangre del Salvador.

—¿Estás hablando de Jack Farrell? —preguntó, fingiendo su sorpresa como un experto.

Jane estaba detrás de él, un poco hacia un lado, como si ella también examinase el arco de sangre que salía del cadáver colgado y caía en la copa.

—Se suponía que era una operación discreta, T.K.

—¿Qué quieres que te diga? Creía que no huiría.

—No es la huida lo que interesa a los medios, sino que robase quinientos millones de dólares antes de largarse.

—Que se llevase a su secretaria tampoco ha ayudado.

—La secretaria ha sido la guinda… desde el punto de vista de los medios.

Jane sonaba cansada, frustrada y cabreada, con razón. Puede que Jack Farrell hubiese provocado el problema, pero ella culpaba a Malloy.

Se acercó a otro cuadro, mientras él seguía de pie delante de Longino y la lanza. Si se paraba a pensarlo, la lanza sagrada era un símbolo de curiosa ambivalencia: normalmente se trataba de un instrumento de muerte violenta, pero su uso en un hombre vivo crucificado habría sido un acto de piedad. Era comprensible que se tratase de la reliquia más popular de la Europa del medievo: un arma que todos conocían y comprendían. En los tiempos modernos su popularidad había crecido con la idea de que quien poseyese la lanza verdadera tendría en sus manos el destino del mundo. Al parecer, Hitler estaba fascinado por el tema y había sacado de Austria la que él consideraba la lanza verdadera, después de subyugar el país en 1938. Guardó la reliquia en la catedral de Nuremberg hasta el final de la guerra, según algunos, y era el tesoro supremo del Tercer Reich.

—Me dijiste que podrías convertir a Farrell en un activo.

Malloy resistió el impulso de confesar que se había equivocado. Las confesiones, aunque fuesen genuinas, no servían más que para contrariar a Jane, a quien no le había gustado la idea de captar a Jack Farrell desde el principio. Tal como ella lo veía, Farrell era demasiado importante, demasiado público. Además, si de verdad estaba conectado con las familias del crimen europeas, tendrían que haber elegido a otra persona para reclutarlo. Malloy era más valioso para sus operaciones clandestinas. Lo cierto era que él quería a Farrell por sus propios motivos, así que había afirmado, sin ofrecer pruebas, ser la única persona capaz de reclutarlo.

Jane había llegado a vieja porque no confiaba en nadie, y mucho menos en sus espías.

—Me estás ocultando algo —respondió.

Como siempre, él le estaba ocultando mucho. Lo que le había dicho a la subdirectora era que, si iban detrás de Jack Farrell, quizá lograsen entrar en las familias criminales más importantes de Europa. Eso había logrado captar la atención de Jane. En realidad, ¿estaba Farrell tan sucio? Malloy había mentido con convicción absoluta: estaba seguro.

Jane tenía gente en casi todas las ciudades europeas importantes. Conocía a las principales familias y a los políticos que las protegían. Tenía una idea razonable de las actividades a las que se dedicaban y un cálculo aproximado del dinero que se movía. ¿Qué más podía ofrecerle Jack Farrell?

«Con Jack Farrell tendré las cuentas bancarias de los jefes», le había dicho Malloy. Aquello había suscitado unas cuantas preguntas: ¿cómo había dado con Farrell? Malloy respondió que era un tipo interesante. Jane se rio de él y le dijo que eso no era una respuesta. ¿Qué le gustaba de Jack Farrell? Sus viejos amigos, los que en aquellos momentos procuraba evitar.

¿Alguien a quien ella conociera? Malloy dejó caer algunos nombres. La pregunta más pertinente era cuánto sabía aquel hombre en realidad. ¿Tenía alguna idea Malloy de cuál era su papel dentro de los distintos sindicatos? ¿Qué hacía? ¿Qué sabía? ¿Qué información los iba a llevar dentro? ¿Cómo pretendía reclutarlo? ¿Qué sabía Malloy que no pudiera ser usado por otra persona? ¿Por qué tenía que ser un activo de Malloy? Y su mayor preocupación: ¿qué pasaba si su labor se limitaba al blanqueo de dinero? «Nos vamos a meter en muchos líos para sacar una información que ya tenemos… he hecho llamadas… ¿para qué?».

«Jack Farrell sabe cosas que nosotros no sabemos», contestó Malloy.

¿Se suponía que Jane debía aceptarlo como si se tratase de un acto de fe? ¿Por qué no? Bueno, en primer lugar, porque Farrell no tenía antecedentes, ni contactos conocidos en las familias del crimen…

Malloy le explicó que no era del todo cierto, que tenía tratos de negocios con varias compañías vinculadas de una forma u otra a Giancarlo Bartoli. Jane respondió con lo obvio: la mayoría de las empresas internacionales tenían tratos con Bartoli, les gustara o no. Además, Bartoli se movía en la franja gris y era internacional. Si tratabas con Italia (si tratabas con Europa), siempre te rozabas con él. Malloy contraatacó señalando que Bartoli se consideraba más o menos legítimo por falta de buena información. Con Jack Farrell como activo de Malloy, Giancarlo, su hijo Luca y todo su sindicato podrían derrumbarse.

Jane se había ofrecido a ver lo que podía hacer, pero Malloy le dijo que eso no bastaba, que ni un vistazo superficial, ni un examen a largo plazo funcionarían. Al final, Farrell saldría demasiado limpio para procesarlo. Lo que Jane necesitaba era conseguir que la Comisión de valores y bolsa investigase todas y cada una de las infracciones de su compañía, por muy insignificantes que fuesen. Una vez acusado por el fiscal general, Malloy mantendría una charla con él. «Si coopera, podemos dejarlo salir. Si se pone duro, comprobará si las prisiones federales de lujo hacen honor a su fama».

«Si está limpio y convenzo a la Comisión para que vaya detrás de él, de alguien tan destacado, me van a presionar bastante».

«Confía en mí —respondió Malloy—. Jack Farrell está sucio y hablará».

«Si te equivocas, T.K., confía en mí cuando te digo que te caerás con todo el equipo».

Tal como había predicho Malloy, los investigadores de la Comisión habían encontrado muy pocas irregularidades en las prácticas de la compañía de Farrell, pero había suficientes circunstancias dudosas para convencer a un gran jurado bastante ingenuo de pasar una acusación formal sellada por siete cargos, incluidos dos de perjurio y tres de obstrucción, todos por culpa de sus alegaciones de inocencia. Justo antes de la detención, alguien se chivó a Farrell de las acusaciones y él huyó. Aquello no le había gustado mucho a nadie. Farrell era un pez gordo en un mundo muy pequeño. Había salido con algunas famosas de clase B durante un tiempo, lo que llamó la atención de la prensa amarilla, pero no era un nombre muy conocido. Todo cambió cuando la prensa se enteró de que había huido con una de sus administrativas y con la mayor parte del activo líquido de su empresa, cerca de quinientos millones de dólares. Eso sí que era una historia.

Dos días después, el FBI encontró el rastro de Farrell en Montreal, pero ya se había ido, puede que en un vuelo a Irlanda o puede que no. Cuando la secretaria apareció en un hotel de Barcelona, Jack Farrell todavía era una historia americana (una curiosidad, más que nada). Sin embargo, después de Barcelona, los medios cayeron en masa sobre el tema. Las páginas de escándalos lo adoraban, mientras que un grupo duro de escritores especialistas en economía empezaron a cuestionarse por qué la Comisión había decidido ir a por Farrell. La acusación apestaba, por decirlo suavemente. Nadie había susurrado las infames letras ce, i, a, pero la gente de la Comisión corría a ponerse a cubierto, así que solo era cuestión de tiempo.

La noche antes (medianoche en Hamburgo), la policía de la ciudad alemana había recibido una llamada anónima sobre la ubicación de Farrell. Los policías acudieron de inmediato a un hotel de cinco estrellas en el centro de la ciudad, donde perdieron al objetivo por unos minutos. La tormenta mediática generada por la operación había empezado en la costa este de Estados Unidos, a tiempo de salir en los noticiarios de mayor audiencia. Los programas de cotilleo de la mañana convirtieron al instante a Jack Farrell en un héroe popular americano; lo llamaban el Millonario Fugitivo.

—Van a coger a ese tipo —murmuró Jane— y él va a volver para ir a juicio. Cuando eso ocurra, los medios meterán a la agencia en todo esto y, si eso sucede, al director no le va a costar nada encontrar al culpable… y a mí tampoco.

—Dime qué quieres que haga.

—Quiero que hagas desaparecer a Jack Farrell.

—¿Desaparecer? —repitió Malloy, después de echar la cabeza atrás y respirar profundamente.

—Muerto, desaparecido o encerrado para siempre en una prisión alemana. Elige tú. Solo quiero que no vuelva a Nueva York, ni a ningún otro lugar que esté dispuesto a extraditarlo.

—Supongo que puedo hacerlo.

—Farrell dejó dos pasaportes distintos en su habitación de hotel. Estaba usando uno de ellos. El segundo sería el de reserva. No intentaría salir del país sin una identidad nueva, y mi fuente de Hamburgo me dice que tardará como mínimo tres días, quizá una semana, en conseguir algo pasable. Por supuesto, no sabemos si sigue en Hamburgo. Podría haberse ido a Berlín, aunque ahora mismo lo más inteligente que puede hacer es esconderse, y hasta ahora ha sido bastante inteligente. Hamburgo le ofrece muchos escondites. Pasa una semana, consigue una nueva identidad y cruza fácilmente la frontera por alguna parte.

—Cogeré un vuelo a Hamburgo mañana y veré lo que puedo hacer.

—Tu avión sale esta noche, tenemos que darnos prisa, T.K. Si los alemanes le ponen las manos encima antes que tú, nos lo enviarán de vuelta por pura maldad. Si eso ocurre, tú y yo vamos a sufrir las consecuencias —Malloy miró la hora. Salir aquella misma noche era exagerar un poco—. Y una cosa más —siguió Jane—. Todavía no es de dominio público, pero lo será en las noticias de la noche: la nueva compañera de viaje de Jack Farrell es Helena Chernoff.

Malloy parpadeó. Conocía el nombre, pero nunca se le habría ocurrido relacionarlo con alguien como Jack Farrell.

—¿La número siete en la lista de los más buscados de la Interpol?

—Eres fan, ¿no?

—Algunas personas miran las listas de libros más vendidos. Yo miro las de más buscados del FBI y la Interpol.

—¿Qué te apuestas a que sube un par de puestos en la clasificación esta semana?

—¿Qué está haciendo una asesina con Jack Farrell?

—Dormir con él, según los alemanes —al ver que Malloy no tenía nada que decir al respecto, Jane se encogió de hombros, resignada. Era demasiado mayor para cuestionarse la capacidad de la naturaleza humana para sorprenderse—. Trabaja por dinero, T.K., y Farrell tiene mucho. Además, ella conoce Hamburgo.

—¿Así que Farrell puede esperar todo lo que haga falta?

—La Interpol lleva casi dos décadas buscando a Chernoff sin éxito. Creo que esa mujer sabe lo que se hace.

—Bueno, ahora también tiene detrás al FBI.

—Llevan detrás de ella bastante tiempo, pero esa es otra historia. Verás, T.K., tenemos a dos agentes del FBI en Hamburgo. Estaban en Barcelona interrogando a la novia de Farrell y volaron a Hamburgo en cuanto oyeron lo de la captura fallida. Creo que en estos momentos se sienten un poco superados por la situación, sobre todo porque ninguno de los dos habla alemán. Hablé con un amigo del Departamento de Estado para que les envíen ayuda.

Jane pasó por detrás de Malloy mientras él examinaba el pecho desnudo de una Madonna, colocado demasiado cerca del hombro; el erotismo medieval.

—La mejor situación posible sería que los alemanes se quedasen a Farrell. Armamos follón, pateamos y gritamos, y Farrell no ve un tribunal estadounidense hasta dentro de diez o quince años. Para entonces yo estaré retirada y a ti te habrá pegado un tiro algún marido celoso. El problema es que, en cuanto los alemanes descubran lo débil que es nuestra acusación, cooperarán solo por ver cómo se desarrolla el espectáculo —la joven guapa entró en la sala—. Se nos acaba el tiempo, ponte en contacto con Dale Perry en Hamburgo.

—Conozco a Dale.

—Lo sé. Yo os presenté, ¿recuerdas? —Malloy inclinó la cabeza. De hecho, Jane había enviado a Dale a Zúrich seis meses cuando Malloy trabajaba allí, pero supongo que en su profesión aquello quería decir que los había presentado—. Si Chernoff y Farrell siguen en la ciudad, Dale es el que más posibilidades tiene de encontrarlos, pero procura mantenerlo lejos de los focos. No puedo permitirme perderlo, aunque sea por algo tan importante. Por cierto, irás con tu identificación del Departamento de Estado. Con la cantidad de informes financieros que han desenterrado los alemanes, no debería extrañarles.

—¿Algo digno de mención?

—Niente.

La chica le entregó una tarjeta de visita al pasar junto a él. Al consultarla, Malloy solo vio un número.

—Los restos de tu antiguo fondo para contingencias en Zúrich. Lo acabo de reactivar —le dijo Jane—. Para lo que surja.

—¿Cuál es el límite?

—El que haga falta —respondió antes de irse.

Malloy regresó a la sala principal, donde la treintañera se le acercó con un mapa del museo.

—Perdone —le dijo acercándole el mapa—, ¿sabe dónde puedo encontrar a los impresionistas?

Malloy cogió con la palma de la mano el billete de avión que ella le pasaba mientras tocaba el mapa y sacudía la cabeza.

—Lo siento, yo también me he perdido.

Malloy regresó a su apartamento en la Novena Avenida una hora después. Gwen había salido y no respondía al móvil, así que le escribió una nota, hizo la maleta y empezó a copiar archivos en uno de sus portátiles de viaje. Cuando estaba ya terminando, llamó a Gil Fine. Gil había sido analista en la agencia mientras Malloy estaba fuera del país. Después de la conmoción de 2002, Gil subió como la espuma y acabó en Seguridad Nacional con un buen puesto de analista experto. En los últimos años le había pasado a Malloy datos en bruto que Malloy procesaba, resumía y archivaba para distintas agencias de inteligencia. El trabajo lo mantenía dentro del juego y engordaba un poquito sus ingresos, pero, claro, era mortalmente aburrido. Cuando Gil respondió, Malloy dijo:

—¿Sabes quién está durmiendo con Jack Farrell?

—¿Debería?

—La policía de Hamburgo dice que anoche se acostó con Helena Chernoff.

—Los medios se van a volver locos con ese tío, T.K.

—¿Qué tienes sobre la dama, Gil?

Malloy oyó el repiqueteo del teclado del ordenador, hasta que Gil contestó:

—Unos seis gigabytes. Imágenes, informes policiales, resúmenes de inteligencia, biometría, vídeo…

—¿La tienes en vídeo?

—En varios vídeos, en realidad —respondió él, después de más ruiditos de teclas—. Es lo que pasa cuando te pones a matar gente en los hoteles. Tengo un tiroteo en un aparcamiento…, una grabación en la que dispara a un hombre cuando trabajaba para Julián Corbeau… una tonelada de cosas, la verdad.

—¿Trabajó para Corbeau?

—Por lo que sé, es la única que queda en pie.

—Voy a necesitar todo lo que tengas sobre esa mujer, Gil, no solo resúmenes.

—Lo siento, no puedo. Solo un puñado de personas están autorizadas para acceder a la mayoría de la información.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó Malloy, mirando el reloj.

—Jurisdicción. Hay posible actividad dentro de las fronteras de los EE.UU., así que no podemos enviártela sin una solicitud formal y un nivel de aprobación alto.

—Dame una idea general.

—¿Estás en una línea segura?

—Tú, yo y el Gran Hermano.

—El principal caso es el del senador Brooks. El de las elecciones de 2004, ¿sabes?

—¿Cuál era la historia? —preguntó Malloy, que no conseguía ubicar el nombre.

—Accidente de aviación.

—Ah, sí. Ganó las elecciones de todas formas.

—Pero el gobernador eligió a quien quiso.

—Cierto, metió a alguien del otro partido. Democracia pura. ¿Qué tiene que ver Chernoff?

—En las noticias decían que había sido un error del piloto, pero puede que hubiese sabotaje, y el FBI descubrió grabaciones de las cámaras de seguridad de alguna parte en las que podría salir nuestra chica.

—Creía que Chernoff solía trabajar en los países del antiguo bloque del este.

—Allí empezó. En los últimos diez años ha estado trabajando en el oeste, aunque de manera muy sigilosa y, sobre todo, contra políticos y empresarios legítimos.

—Necesito esa información, Gil. Consigue que tu supervisor llame a Jane Harrison, si no hay otro remedio.

—¿Te has unido otra vez al equipo de la Dama de Hierro?

—Capturar a Farrell se ha convertido en una prioridad. Ahora mismo, Chernoff es la única pista.

—Teniendo en cuenta el historial de Chernoff, no es ninguna pista.

Malloy hizo una mueca. Sabía que era una aguja en un pajar, no hacía falta que se lo restregasen por la cara.

—Haré una cosa: se lo puedo enviar sin autorización a Dale Perry. De todos modos, es probable que él lo tenga ya casi todo. Supongo que te reunirás con él, ¿no?

—Mañana por la noche. Mientras mueves archivos, ¿puedes enviarle todo lo que tenga el FBI sobre el vuelo de Farrell? Dispongo de mucha información sobre él, pero, desde la huida, solo me llega lo que dicen las noticias.

—Puedo enviarte ahora mismo los resúmenes. El resto lo meteré en los archivos que le envíe a Perry.

—Genial, pero que sea deprisa. Salgo en cinco minutos.

—No hay problema. Oye, T.K., acaba de ocurrírseme algo.

—¿El qué?

—¿Sabías que Chernoff se acostaba con algunos de aquellos mafiosos rusos antes de matarlos? —¿Qué quieres decir?

—Que con esa «dama» en la cama, quizá Jack Farrell prefiera tener insomnio.

Malloy envió un par de correos electrónicos codificados a contactos en Europa y después se metió en el fondo para operaciones encubiertas de Jane. Transfirió diez mil francos suizos a una cuenta de Swiss Post que había abierto con uno de sus alias. Así podía acceder a aquel dinero en euros desde cualquier máquina postal de Alemania. Comprobó su correo y recibió los resúmenes del FBI sobre Farrell. Una vez hubo terminado, se dirigió a la puerta.

Justo cuando iba a salir, el ascensor bajó a la planta baja. La renovación del edificio no estaba terminada, pero él había llevado la venta de dos pisos, cada uno de los cuales ocupaban una planta entera. Ambos dueños pasaban unos tres meses al año en la ciudad y el resto en algún lugar soleado. Ninguno de los dos estaba en Nueva York en aquellos momentos, así que tenía que ser Gwen. El antiguo montacargas subió gruñendo al Piso superior y se abrió.

Gwen tenía el pelo corto y oscuro, piel morena, una figura esbelta y unos grandes ojos castaños a los que Malloy nunca había podido resistirse. Se habían conocido poco después de que él dejase la agencia, y flotaron juntos durante unos cuantos años antes de casarse. El matrimonio se había celebrado hacía un año aproximadamente. La luna de miel tendría que haber terminado hacía tiempo, pero los dos seguían tonteando y provocándose como un par de adolescentes. Malloy no se quejaba, era la única inocencia que conocía y, en realidad, esperaba que no acabase nunca.

Cuando Gwen vio la maleta, preguntó:

—¿Me dejas por otra?

—Soy demasiado viejo para empezar de cero, Gwen, solo necesito pasar unos días persiguiendo a otra.

—Contigo nunca se acaba el romance, Thomas —repuso ella esbozando una sonrisa irónica mientras salía del ascensor.

—Tengo trabajo fuera. Te he dejado una nota. Siento las prisas, pero…

—¿Fuera dónde?

—Empezaré en Hamburgo y veré dónde me lleva. —¿El Millonario Fugitivo?

Gwen no veía las noticias, ni leía otra cosa que no fueran las páginas sobre arte, gastronomía o viajes del periódico. Decía que era la única forma de conservar la cordura.

—¿Sabes lo de ese tío? —le preguntó Malloy.

—Despierta, cielo, Jack Farrell es un bombazo.

—El Departamento de Estado me ha prestado al FBI unos días —respondió él, reprimiendo un gruñido e intentando quitarle importancia a su tarea—. Quieren que intente seguirle el rastro a través de las tarjetas de crédito que encontraron.

—¡Eso ya lo tienen!

—Sí, bueno —masculló Malloy cogido en su mentira—, entonces no tardaré mucho. En cuanto encuentre dónde ha metido los quinientos millones, volveré.

—Todavía no han encontrado el dinero, ¿verdad? —lanzó una mirada de reproche al televisor apagado.

—Ni rastro del dinero, ni de Jack, pero tienen su ADN y el ADN de una compañera no identificada… que no es la secretaria. Esa sigue en Barcelona. Parece que a este tío se le dan bien las mujeres.

—¿De verdad vas a estar metido en todo esto? —preguntó Gwen emocionada. Malloy intentó poner cara de aburrimiento.

—Metido en el dinero, si puedo encontrarlo.

—No correrás peligro, ¿verdad? —preguntó ella, de repente, al ocurrírsele la idea.

—Ese tío es un desfalcador, Gwen —respondió él entre risas—. Dudo que haya tocado una pistola cargada en toda su vida. Además, no voy a hacer nada más que sentarme a un escritorio y hablar con banqueros —esbozó una sonrisa cansada—. Lo mismo de siempre.

—De todos modos, me parece emocionante. Bueno, ¡ese tío está en todas las noticias!

—Quieren que coja el próximo avión a Hamburgo, tengo que irme.

—¿No hay tiempo para una despedida como debe ser para mi perito contable, luchador contra el crimen?

—Se ponen muy tontos si no estás allí dos horas antes —respondió él mirando el reloj.

—¿Qué prefieres, que se cabree contigo la línea aérea… o tu mujer?