CAPÍTULO DOS

ZÚRICH (SUIZA)

DOMINGO, 24 DE FEBRERO DE 2008.

A la fiesta de inauguración de la fundación Roland Wheeler solo se podía acceder mediante invitación. Entre las grandes figuras que honraban la lista había políticos, consejeros delegados y los directores de las fundaciones y museos más prestigiosos de Zúrich. Naturalmente, los filántropos de la ciudad acudieron en masa, ya que nunca perdían la oportunidad de echar un vistazo a lo que ofrecían los demás. Para que la gente no pensara que el acontecimiento solo trataba de poder y dinero, la hija de Wheeler, Kate Brand, extendió la mitad de las invitaciones a músicos, pintores, arquitectos importantes, autores y eruditos. La lista se cerraba con unos cuantos fanáticos del alpinismo, amigos de Kate y su nuevo marido, Ethan. Viejos, jóvenes, ricos, sabios, locos o bellos: todos aportaban algo a la ocasión. Era el tipo de grupo que Roland habría reunido, de haber estado vivo para hacerlo.

Puede que el capitán Marcus Steiner, de la policía de Zúrich, fuese el invitado más curioso de la lista. Veterano con más de veintinueve años de servicio, Marcus se había abierto paso en la vida de manera silenciosa, casi podría decirse que encubierta. Su participación en anteriores funciones de aquel tipo se había limitado a la seguridad, pero, en aquella, era un invitado genuino… y estaba tan perplejo como todos los demás. Obviamente, a Marcus no le resultaba difícil encajar. A diferencia de la mayoría de los polis del mundo, él disfrutaba de la compañía de los ricos. Al inicio de su carrera, había descubierto que los ricos pagaban bien por los favores una vez llegaban a conocerlo y comprendían que había pocas cosas que no estuviese dispuesto a hacer por el precio adecuado.

Por supuesto, Marcus era consciente de que había personas en la fiesta que suponían que Kate lo había invitado por pura bravuconería, ya que se rumoreaba desde hacía años que Roland Wheeler había amasado su fortuna robando cuadros en otros países y vendiéndolos a coleccionistas suizos. Al hacerse mayor, según decían los mismos rumores, le había pasado el testigo a su única hija. Nadie podía probarlo, claro, pero, en realidad, tampoco es que se esforzaran mucho en hacerlo. Roland Wheeler había comprado su entrada en la sociedad suiza mediante fastuosos regalos a la ciudad, ayudado además por los secretos que guardaba a sus clientes suizos. Por otra parte, los robos que sucedían al otro lado de las fronteras de Suiza no eran problema de los suizos.

A Marcus no le importaba que se hicieran algunos comentarios sarcásticos a sus expensas. La ocasión era demasiado grandiosa para perdérsela, y a su carrera tampoco le venía mal relacionarse con aquel tipo de personas. No fue dando su tarjeta de visita, pero no dudaba en contarle a todo el mundo dónde trabajaba. Al fin y al cabo, alguien podría necesitar su ayuda algún día, así que tenía mucho sentido hacerles saber dónde encontrarlo.

Mientras iba de habitación en habitación, Marcus disfrutó enormemente leyendo los nombres de los distintos cuadros. Tanto que apenas prestó atención a los cuadros en sí. Pero, ¿a quién le importaban? Rothko, de Kooning, Pollock, Kandinsky, Picasso: ¡echaban pintura en el lienzo y valía más de lo que a él le pagaba la ciudad en una década!

Se mareaba de pensar en el valor de todo aquello, sobre todo teniendo en cuenta que Roland Wheeler había empezado su carrera en el East End londinense como un vulgar ladrón. Después de una serie de encuentros con la policía y una condena que no llegó a ejecutarse por posesión de bienes robados, Wheeler se marchó a Alemania. En Hamburgo su vida cambió a mejor: se casó con una guapa inglesa, encontró trabajo en una galería de arte y, finalmente, nació su hija. Aunque nadie sabía mucho sobre los primeros pasos profesionales de Wheeler, pocos años después tenía su propia tienda en Hamburgo, otra en Berlín y una tercera en Zúrich. Había pulido todas las aristas de su pasado en el East End. Roland Wheeler se había convertido en un hombre respetable. Después de la muerte de su mujer a principios de los noventa, había dejado Alemania para mudarse a Zúrich. La mudanza parecía haberle ido bien, porque, en los años siguientes, se hizo extremadamente rico.

—Casi cien millones —calculó un invitado cuando Marcus le preguntó por el valor de la colección que la hija de Wheeler había donado a la ciudad.

—¿De francos? —preguntó a su vez él impresionado.

El hombre, que era inglés, esbozó una rígida sonrisa.

—Libras esterlinas…, al menos en un buen día. Diría que francos suizos en un mercado débil.

Marcus, que había adquirido un Monet de Wheeler en octubre de 2006, preguntó por la situación del mercado en aquel momento. ¿Era un buen momento para vender?

—Depende por completo de la obra de la que hable, supongo —respondió el inglés, evitando contestar.

Le echó un vistazo al reloj, los zapatos y el corte de la chaqueta de Marcus, que no daban ninguna pista sobre él. Podía ser un respetable funcionario o un hombre con diez millones de francos. De tratarse de una cantidad mayor, todos los de la sala lo sabrían. Los suizos eran un pueblo muy educado, por norma general, pero muy cotillas en temas monetarios.

—Un Monet, por ejemplo.

—¿Tiene un Monet? —preguntó el hombre arqueando una ceja.

El alemán del caballero inglés era impresionante: dominaba un sarcasmo muy sutil con solo cambiar la inflexión de la voz. Por supuesto, la ceja arqueada también ayudaba.

—Uno pequeño —respondió Marcus, a punto de ruborizarse.

Hizo el gesto de guardarse un lienzo bajo la chaqueta, y el inglés se rio.

—Siempre hay mercado para un Monet…, sea del tamaño que sea —el caballero examinó las paredes, aunque sin éxito—. Roland tenía un Monet exquisito, si no recuerdo mal. Me lo enseñó una vez. Me sorprende que se haya desprendido de él, sé que le tenía mucho cariño.

—Lo entiendo perfectamente —respondió Marcus sonriendo—. Yo también le tengo mucho cariño al mío.

Después de la información sobre el valor del regalo póstumo de Wheeler a Zúrich, Marcus se encontró con una tal Frau Goetz, esposa del presidente de un pequeño banco privado en el que tenía parte de sus negocios.

—Un regalo extraordinario por parte del señor Wheeler, ¿no le parece? —le preguntó después de que un conocido mutuo los presentase…, el alcalde, para ser exactos.

Como Roland había fallecido hacía más de un año, el alcalde se rio un poco.

—No podía llevárselo con él, ¿no? —comentó. Marcus sonrió ante el chiste y alzó un hombro en ademán afable.

—Quiero decir que su hija podría haber disfrutado de él.

—Según tengo entendido —respondió Frau Goetz—, la responsable del regalo es Kate, no Roland.

—¿De verdad? —preguntó Marcus. No había oído aquel rumor, así que empezó a preguntarse de inmediato por las cuentas de Kate, por cómo serían para poder permitirse aquel regalo.

—De verdad —insistió Frau Goetz, que era algo seca, resoplando con indiferencia—. ¿Cómo no voy a saberlo, si mi marido se encargaba de las propiedades?

—Pues ha sido… muy generoso por su parte. Espero que no se haya quedado en la ruina.

—Por lo que tengo entendido, tuvo algunos problemas en Zúrich el año pasado. Supongo que se sentiría obligada a hacer el regalo para recuperar el favor de la ciudad.

—Doscientos cincuenta millones de francos suizos pueden comprar grandes cantidades de buena voluntad —afirmó el alcalde, entre risas.

—Además —siguió diciendo Frau Goetz—, Kate tiene su propio dinero…, del que está muy orgullosa, todo sea dicho.

—Tenía la impresión de que contaba con un fideicomiso por las propiedades de su madre —comentó Marcus.

—Lo tenía, pero lo recibió cuando cumplió los veintiuno y lo invirtió en un negocio con su primer marido, lord Kenyon. Eso fue…, ah, sí, hace diez años. Cuando la empresa quebró después de la muerte de su marido, la pobre lo perdió todo. ¡Imagínese! —Siguió contando Frau Goetz sacudiendo la cabeza, lo que hizo que la piel debajo de la barbilla le temblase de forma extraña—. ¡Perder a su marido en el viaje de novios y toda su fortuna un par de meses después!

—Por el aspecto de esta colección —dijo el alcalde encogiéndose de hombros—, Roland debía de tener unos cuantos millones para amortiguar el golpe.

—Los tenía, pero Kate no quiso aceptar ni un rappen. El fideicomiso era suyo. Ella lo había perdido, así que se dispuso a recuperarlo… con intereses, según mi marido.

—¿Alguna idea de cómo lo consiguió? —preguntó Marcus, con un brillo malicioso en los ojos.

—En el negocio del arte, como su padre, según tengo entendido —respondió la dama, lanzándole una mirada evasiva—. Ya sabe, el dinero no es lo más importante que se hereda de los padres.

—Entonces, ¿es más que una cara bonita? —preguntó Marcus inclinando la cabeza y mostrando cierta curiosidad por Kate Brand.

—Oh, por favor, claro que sí. Creo que es la persona más extraordinaria que he conocido. Seguro que sabrá que es una de las mejores escaladoras de Suiza, ¿no?

—Creo que vi algo en la tele hace unos años.

—¡A mí me da vértigo subirme a una escalera!

El resplandeciente objeto de la admiración de Frau Goetz estaba en lo que antes fuera la biblioteca de Roland Wheeler. En aquel instante se reía de algo que había dicho el director de la Fundación James Joyce. «Es curiosa la facilidad con la que se gana a la gente», pensó Marcus. Kate Wheeler, la rica heredera; lady Kenyon, la joven viuda de un lord inglés; o simplemente Kate Brand, la esposa de un alpinista británico: fuera cual fuera el escándalo del que se hablaba, se desvanecía al primer contacto con aquella radiante sonrisa.

No habían hecho falta cien millones de libras para regresar a los caprichosos brazos de Zúrich. Para eso le bastaba con su sonrisa. El regalo a Zúrich en nombre de Roland era justo lo que parecía: el amor de una hija por su padre.

El marido de Kate, Ethan Brand, se escabulló del director de la ópera y encontró a los fanáticos del alpinismo en el jardín del lateral de la casa: Reto, el loco; Renate, la belleza de pelo oscuro; Karl, que sabía contar historias mejor que nadie; y Wolfe, el alemán que había estado a punto de coronar el Eiger con Kate antes de romperse las dos piernas en la Araña. Estaban bebiendo vino blanco y pasándose un porro. A juzgar por los ojos vidriosos, Ethan calculaba que aquel porro no era el primero.

Al verlo, Karl gritó en una mezcla de inglés y suizo:

Ethan! What’s the lost, man?

—Hay un poli ahí dentro —les dijo él en inglés.

Reto se rio y le pidió que se lo enviara, que quizá él también quisiera colocarse. Renate se preguntó en voz alta si el policía llevaría encima las esposas. Wolfe pasó por completo del tema y le ofreció una calada a Ethan, aunque sabía que su amigo no fumaba. Solo lo hizo para poder burlarse de él cuando la rechazara.

No parecía haber pasado mucho tiempo desde la época en la que Ethan estaba convencido de que necesitaba un porro para poder soportar las clases del instituto. Obviamente, después de colocarse, le daba la impresión de que, si volvía a entrar para escuchar a sus profesores, le estallaría la cabeza, así que al final siempre se iba en busca de una casa vacía. Al principio entraba en las viviendas para ver si podía hacerlo y salir impune. Normalmente se fumaba otro par de porros, veía la tele y se daba una vuelta por la casa para cotillear qué tenían sus dueños y cómo vivían. Si veía dinero en efectivo, se lo llevaba, por supuesto, pero, en sus primeros allanamientos, no tocaba nada más. No tardó mucho en ver las cosas de un modo diferente. Se llevó un reloj para él y un microondas para su madre. Después se hizo con una televisión, un estéreo, joyas y varios CD. Más adelante se buscó un compañero, porque le parecía mucho más seguro tener a alguien vigilando, pero su compañero era de los que se iban de la lengua, así que los dos acabaron detenidos.

Los dieciocho meses posteriores le cambiaron la vida. En primer lugar, se enderezó («se enderezó del susto», como decían por aquel entonces) y conoció a un cura jesuita que vio algo en lo que no habían reparado sus profesores del instituto: Ethan tenía una memoria casi fotográfica.

Cuando lo soltaron, se pasó nueve meses en una escuela católica terminando los dos años de instituto que le faltaban y aprendiendo del cura el equivalente a cuatro años de latín. En su tiempo libre aprendió a escalar…, también con ayuda del cura. Al año siguiente entró en la universidad de Notre Dame con una beca académica y la intención de hacerse sacerdote después de la graduación. Le gustaban las asignaturas, sobre todo la historia de la Iglesia, y era el mejor de su clase en latín. Sin embargo, cuanto más estudiaba la fe, más vacilaba la suya. Finalmente se dio cuenta de que podía abandonar la idea de hacerse cura (y, en última instancia, su fe en Dios), sin hundirse de inmediato en la ruina moral. Al menos, ese era el plan. Después resultó que la ruina moral solo necesitaba un poco de ayuda.

Lo aceptaron en la Facultad de Derecho de George Washington después de licenciarse con matrícula de honor en Notre Dame. Antes de irse a Washington DC, Ethan quiso pasar un verano viajando por Europa, dedicando el último mes a subir montañas. Después de una semana en la fase del alpinismo Ethan estaba en una roca con un par de amigos, sacando las cuerdas, cuando apareció Kate, le dedicó una bonita sonrisa y empezó a subir la roca a pelo. Ethan dejó atrás a sus amigos y las cuerdas, y la siguió hasta la cumbre. Fue su primera ascensión sin ningún tipo de seguridad, pero mereció la pena el riesgo, ya que logró captar la atención de Kate. Un par de noches antes del vuelo de vuelta de Ethan a los EE.UU., en pleno paseo con Kate, la chica saltó un muro y se metió en una propiedad privada. Él sabía lo que pretendía hacer, pero la mera idea de tener a Kate en sus brazos en la cama de un desconocido lo excitaba, así que saltó el muro detrás de ella.

Siguió saltando muros detrás de Kate durante siete años más, ganándose bien la vida con el sistema. Roland vendía los cuadros que ellos robaban. Un antiguo novio italiano de Kate, Luca Bartoli, se encargaba del resto. A veces entraban en una casa a por un solo cuadro que el comprador ya estaba esperando, mientras que otras veces se basaban en especulaciones. Su buena racha se acabó el verano de 2006 con un trabajo que había ido mal desde el principio. Tras el desastre dejaron el negocio y salieron del país. No eran del todo fugitivos, pero la habían fastidiado y no les pareció buena idea quedarse por allí, por si a la policía le daba por hacer un montón de preguntas difíciles de contestar.

—¿Dónde encontráis a esta gente? —preguntó Reto.

Ethan se volvió y miró por una ventana. «Entre esta gente —pensó— están algunas de las personas más asombrosas del continente». Pero, en el mundo de Reto, si no escalabas no valías ni…, bueno, ni el aire que respirabas, entre otras cosas.

—El padre de Kate solía decir que, si quieres dinero, lo primero que debes hacer es averiguar dónde bebe.

—¡Pero no lo van a soltar, tío! —exclamó Reto entre risas. Para él, el dinero no era más que algo que servía para llevarlo al pie de una montaña con un equipo decente—. Por mi parte, prefiero hacer un whipper antes que hablar con esa gente. —Un whipper era jerga estadounidense para referirse a una caída sin cuerdas.

—Es una condenada convención de pingüinos —masculló Renate, haciéndose la inglesa.

—¿Y eso es malo? —preguntó Ethan, mirando su propio traje de pingüino.

—¡Es malo, tío! —afirmó Renate, riéndose—. ¡Es como si ya no te conociera!

—Bueno, ¿dónde habéis estado? —le preguntó Reto—. ¡Hace siglos que no os vemos el pelo!

—Nos quedamos en Francia casi todo el año pasado. Antes estuvimos unos cuantos meses por Nueva York.

«Estar por Nueva York» era la forma en que Ethan describía su breve paso por la universidad de la ciudad cuando dejó los robos. Al final resultó que la vida académica, como la virtud, no cuajaba. Descubrió que la mayoría de sus profesores no sentían ninguna curiosidad por algunos aspectos del mundo medieval. Si mencionaba el santo grial, la lanza de Longino, el sagrado rostro de Edessa o incluso el sudario de Turín, los académicos vibraban con una especie de patente nerviosismo que, al principio, le resultaba incomprensible. Al cabo de unas semanas lo resolvió: para un académico, los estudios de los templarios y el grial no formaban parte de una disciplina seria. «Si lo que buscas es el santo grial estás en el sitio equivocado», le dijo su director de tesis sin rodeos.

Ethan dejó los estudios aquella misma tarde, cuando tan solo llevaban seis semanas del semestre. Kate, que estaba harta de tanta ciudad y echaba de menos las rocas, se lanzó en sus brazos y lo colmó de besos. Se instalaron en Francia una semana después.

—¿En qué parte de Francia? —le preguntó Renate.

—Teníamos un apartamento en un pueblo a unos cuantos kilómetros de Carcasona.

Carcasona era una ciudad medieval amurallada en la que resultaba imposible vivir durante la temporada turística, pero que se convertía en otro mundo cuando el tiempo refrescaba y solo quedaban allí los locales y los visitantes con estancias más largas.

—¡En los Pirineos! —exclamó Reto, encantado.

—Fue genial —respondió Ethan, asintiendo, sonriente.

—Estadounidenses… para ellos todo es genial —se rio Wolfe.

—¿Qué te gustó más? —le preguntó Renate.

—El sol, las rocas, los viejos castillos, ¡todo! Era…

Se detuvo justo antes de decir «genial». Para ser más exacto sobre lo que le había gustado tendría que haberles hecho confidencias en las que no quería entrar con gente como Wolfe y Reto. Además, no había forma de explicar el «felices para siempre», y menos a un ex novio celoso.

—Entonces, ¿por qué lo dejasteis para venir aquí? —le preguntó Wolfe. «Aquí» era el frío y temible Zúrich, a un par de horas largas de la base de cualquier cosa que mereciese la pena escalar.

—Kate quería poner en marcha la fundación de Roland, y los dos pensamos que estaría bien volver y ver a todos.

—¡Kate! —exclamó Reto. Los demás se volvieron y, al ver que Kate se acercaba a ellos, también la saludaron a gritos. A ella nadie le fue con quejas sobre pingüinos; ni una sola broma sobre camisas almidonadas; le dijeron que estaba preciosa, lo que era cierto.

—La casa es increíble —comentó Karl en inglés.

—¡Los cuadros son increíbles! —añadió Renate—. ¿Tres de Picasso?

—Era la colección de Roland. Ethan y yo solo hemos elegido el vino.

Todos levantaron las copas, y Wolfe dijo:

—El vino es… genial, Kate —después, lanzó una mirada maliciosa a Ethan.

—¿Qué tal los Pirineos? —preguntó Renate.

—Puros —susurró Kate—. Hay lugares que no han cambiado en mil años. ¡Y cuevas! ¡Ni os imagináis lo que vimos en las cuevas!

—¿Qué escalasteis? —le preguntó Wolfe.

—Absolutamente todo —respondió ella esbozando una sonrisa de serenidad.

—¿Os dejasteis las cuerdas en casa? —preguntó Reto.

—¿Tú qué crees?

Kate hacía escalada libre siempre que podía. Le gustaba decir que era la única forma de subir una montaña. Entrenaba con cuerdas a veces, y algunas montañas lo requerían, pero, a la hora de subir a la mayoría de los picos, prefería hacerlo por libre si era posible y, algunas veces, aunque no lo fuera. Normalmente, Ethan la seguía con la cabeza llena de terribles ideas sobre su mortalidad, pero siempre lo conseguía… aunque fuese por poco. Con Kate no era posible quedarse atrás, ni vacilar. Y en la cima, al darse cuenta de que lo había hecho todo solo con pies y manos, lo invadía una sensación que podía con cualquier miedo.

—¡Esa actitud va a acabar contigo, chica! —le dijo Renate.

—Con Kate no —se rio Reto—. Puede que con Ethan, ¡pero con Kate no!

Kate y Ethan se cogieron del brazo, y ella le dijo:

—Quiero presentarte a alguien. ¿Tienes un minuto?

—Bartoli —susurró Kate una vez a solas.

—¿Giancarlo o Luca? —preguntó Ethan, deteniéndose.

—El viejo. Cuidado con lo que haces, Ethan —añadió—. Giancarlo puede leer la mente.

Giancarlo Bartoli estaba de pie junto al lago, de espaldas a ellos cuando se acercaron. Kate lo llamó, y él se volvió y tiró el cigarrillo. Bartoli tendría unos setenta años, era alto y delgado, y tenía una mata de pelo blanco, profundas arrugas, cara rojiza y unos ojos gris pálido que no perdían detalle de nada. Como Ethan, llevaba esmoquin, y también un abrigo de cachemira amarillo para protegerse del viento.

Roland consideraba a Giancarlo uno de sus mejores amigos. Kate le había contado a Ethan que tenía claros recuerdos infantiles de las visitas de Giancarlo, cuando sus padres vivían en Hamburgo, largas noches en las que los dos hombres bebían y hablaban de arte, política e historia. Hablaban de todo, en realidad. Roland la enviaba a la cama, y después se reía cuando se daba cuenta de que había vuelto a hurtadillas y volvía a encontrarse sobre su regazo. Mientras los escuchaba hablar (siempre en italiano), Kate se imaginaba que los dos controlaban todas las cosas importantes del mundo.

Ethan entendía la amistad entre los dos hombres, porque el padre de Kate había sido una persona afable con los instintos de un vendedor para conseguir que la gente se sintiera cómoda. También poseía un intelecto afilado como una cuchilla, lo que animaba el ambiente. De joven era como Kate, audaz y siempre buscando nuevos retos. Cuando Ethan lo conoció, Roland se había acomodado en un mundo a su medida; le salían canas, pero, más que frenar, lo que hacía era disfrutar de la vida.

Por su parte, Giancarlo Bartoli era mucho más que un empresario astuto. Como Roland, sus pasiones eran variadas y complejas. Amaba el arte, la ópera y la historia más que nada, aunque también era experto en idiomas y derecho. En la universidad le había dado vueltas a la idea de estudiar matemáticas superiores antes de dedicarse a los aspectos más prácticos de la disciplina. De joven subía a menudo a la montaña y esquiaba casi a nivel olímpico, y escalaba con el mismo entusiasmo que Roland en sus mejores tiempos. De mayor, Bartoli se había dedicado a navegar; una vez había dado la vuelta al mundo capitaneando un equipo de doce hombres.

Poco después del nacimiento de Kate, Giancarlo Bartoli había sido el padrino del bautizo. Kate no era su única ahijada, aunque sí la favorita, y el hombre no intentaba disimularlo. Todos los años por su cumpleaños (al menos hasta que se hizo adulta) le enviaba un regalo elegante meticulosamente seleccionado. Al regalo adjuntaba largas notas escritas a mano, llenas de grandilocuentes lamentos por el paso del tiempo o conmovedores himnos a la belleza de la juventud que se marchita antes de ser realmente descubierta ante el espejo. Ethan sabía el suficiente italiano para que los logros poéticos de Bartoli lo impresionasen. También entendía que Kate lo consideraba parte de la familia.

Giancarlo saludó a Ethan con cariño, utilizando un inglés muy bueno, pero Ethan respondió en italiano. Oír a un estadounidense hablar italiano agradó muchísimo a Bartoli. ¿Había vivido Ethan en Italia? Ethan respondió que no, pero que, cuando conoció a Kate, ella le dijo que nunca se casaría con un hombre que no supiera italiano.

—Di la primera clase al día siguiente.

Bartoli se rio con ganas y se volvió hacia Kate.

—¡Me gusta este hombre, Katerina! Siento haberme perdido la boda. Aunque, claro, no estaba invitado…

—Fue una boda pequeña —respondió ella, ruborizándose—. Los dos solos, un testigo y un cura.

—Solo tenías que llamar, ya lo sabes. ¡Habría estado allí para aumentar el grupo aunque me hubiese supuesto recorrer medio mundo!

—Fue culpa mía —confesó Ethan—. Cuando por fin la convencí para que se casara conmigo no quise darle tiempo para cambiar de idea.

Bartoli les preguntó por su año en Francia y quiso saber las montañas a las que habían subido. La charla sobre escalada duró un rato y después les preguntó por sus planes de futuro. ¿Se quedarían en Zúrich o regresarían a Francia? Kate miró a Ethan.

—Vamos a pasar el verano en Zúrich. Después, ¿quién sabe? —respondió.

—¿Tengo alguna posibilidad de convenceros para que os asociéis con Luca y conmigo?

—¿Qué tipo de sociedad? —le preguntó Kate.

—Uno de mis socios vio un precioso Cézanne el verano pasado, en una vivienda particular de Málaga. Medidas de seguridad razonables, aunque nada que vosotros dos no podáis superar.

—Hemos abandonado esa línea de negocio para siempre —le dijo Kate.

Bartoli arqueó una ceja y se volvió para mirar a Ethan.

—Culpa mía, de nuevo —explicó este—. Al final descubrí que robar cosas no era la forma más segura de ganarse la vida.

—Bueno, no puedo decir que lo desapruebe —contestó Bartoli, volviendo a mirar a Kate—. Se llega a un punto en el que el riesgo es mayor que el beneficio. Supongo que cuando ya has ganado lo bastante para vivir cómodamente es el momento de retirarse.

—Agradecemos la oferta —le dijo Ethan, sin atreverse a mirar a Kate, ya que temía que estuviese interesada.

Él había perdido las ganas de robar después de su último trabajo e incluso le había dicho a Kate que, o paraban o se iba. Ella lo sorprendió tomándole la palabra. En aquellos momentos temía que su mujer hubiese aceptado el ultimátum con la intención de que Ethan cambiase de idea más adelante.

Kate se volvió hacia él y le dijo que, aunque odiaba tener que decirlo, uno de los dos tendría que entrar para asegurarse de que todo estuviese en orden. ¿Le importaba hacerlo a él?

—Podríamos entrar los tres, si quiere —le dijo Ethan a Bartoli—. Puede echar un vistazo a la colección que hemos reunido…

Bartoli contestó que iba a tener que irse pronto. Además, conocía la mayor parte de la colección de Roland; solo se había pasado para saludarlos. Añadió que si querían visitarlo alguna vez, solo tenían que llamarlo, que él se organizaría como fuese para atenderlos.

Los dos hombres se dieron la mano, y Ethan volvió a la casa.

Sin quitarle la vista de encima a Ethan mientras se alejaba, Giancarlo le dijo a Kate:

—Me gusta.

—A mí también.

Bartoli se volvió y la miró a los ojos. No lo mencionó en voz alta, pero parecía preguntarse si eso era todo lo que ella sentía.

—Me alegro de que te haya convencido para abandonar esa vida, Kate.

—Hubo un momento en que lo necesitaba. Era lo único que me hacía sentir viva de verdad. Incluso ahora, no puedo decir que no lo eche de menos.

—Cuando se te da bien algo es difícil parar —hizo una pausa antes de preguntar—: supongo que le habrás contado a Ethan lo que pasó en el Eiger, ¿no?

Kate se volvió hacia el lago y cruzó los brazos. Sabía que llegaría aquel momento, pero hablar del tema seguía poniéndola incómoda.

—Se lo dije después de la boda, estaba cansada de que hubiese secretos entre nosotros.

—Me prometiste no contárselo a nadie —respondió Giancarlo, después de guardar silencio un momento para pensar en lo que aquello implicaba.

—Y tú me prometiste encontrar a la persona que envió a los asesinos que mataron a Robert.

—Te dije que lo intentaría.

—No, me dijiste que nunca dejarías de buscar al asesino de Robert.

—Estaba alterado. Robert también era amigo mío.

—Robert no era mi amigo, padrino. Era mi marido.

—¿Estás dispuesta a perder otro por culpa de tu obsesión? —le preguntó Giancarlo, mirando pensativo hacia la casa.

—Eso suena a amenaza.

—Sabes que no lo es. Lo que quiero decir es que ha sido un error contárselo a Ethan. —Creo que no.

—Seguro que está decidido a ayudarte a encontrar al asesino de Robert.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Arriesgaste la vida para descubrir la verdad, Katerina —respondió Giancarlo fijando la mirada en las revueltas aguas—. Te lo dije hace once años, pero tú contestaste que no te importaba. Afirmaste que lo arriesgarías todo. Solo me preguntaba si sigue siendo así.

—No ha cambiado nada.

—Pues quizá debería. La vida sigue, ¿sabes? Lo que sientes ahora es una llaga abierta. Si dejaras de rascártela, el dolor iría cediendo.

—Alguien pagó a aquellos hombres para subir al Eiger y encontrar a Robert.

—Has puesto nerviosa a mucha gente importante, Katerina.

—¿De verdad?

—No deberías sentirte orgullosa. ¡Con esa clase de personas acabas muerta antes de darte cuenta de lo cerca que las tienes!

—Parece que sabes mucho, padrino. ¿Significa eso que puedes darme un nombre, a la persona responsable?

—Si presionas para saber la verdad, Katerina, no podré seguir protegiéndote. Ni a ti… ni a Ethan.

—¿Quién va a hacerme daño, padrino? Puedes decírmelo, ¿no?

—Robert estaba metido en muchas más cosas de las que imaginas —respondió el anciano, negando con la cabeza.

—Entonces, ¿me has estado ocultando datos?

—No me escuchas —insistió Bartoli sacudiendo la cabeza con pesar.

—Me estás diciendo que sabes quién mató a Robert.

—No he dicho nada parecido.

—Dime una cosa: ¿estás protegiendo a alguien?

—Siempre he intentado protegerte, Katerina, pero me temo que haces que me resulte imposible.

—¿Desde cuándo sabes lo de esa «gente peligrosa», padrino?

El anciano miró a Kate a los ojos. Parecía estar intentando decidir cuánto podía contarle. Finalmente, respondió:

—Me temo que desde hace muchos años.

—Entonces, ¿me mentías cuando dijiste que no te habías rendido?

—Te estaba protegiendo, pero ahora que pareces haber encontrado a alguien que cree poder encontrar al asesino de Robert…

—Voy a descubrir la verdad y será mejor que esa gente tan peligrosa entienda algo: juré ante Dios que nada me detendría, y lo decía en serio.

—Pues reza a Dios para que te ayude, Katerina, porque yo no puedo.

En cuanto Giancarlo Bartoli regresó a la limusina, Carlisle lo saludó en italiano.

—¿Está involucrada?

A punto de entrar en la cincuentena, David Carlisle era alto y guapo, con melena plateada y piel tostada por el sol. Bartoli se sentó frente a él y miró hacia la casa que antes perteneciera a Roland Wheeler. No estaba contento.

—Es justo lo que pensabas —contestó al fin.

El coche se alejó de la acera y se sumergió en el denso tráfico de lo alto de la colina.

—Supongo que le habrás pedido que se olvide de sus sentimientos, ¿no? —le preguntó Carlisle.

Lo decía con un tono sarcástico que a Bartoli no le gustaba, clavando la mirada en el anciano.

—No quiero meterme en cómo llevas tus asuntos, David, pero Kate no puede encontrarte sin los recursos de Thomas Malloy. Si eliminas a Malloy, estarás a salvo de nuevo.

—Una vez te hice caso sobre lo que debía hacer con ella, Giancarlo, y mira dónde me veo ahora.

—Entonces, ¿estás decidido a matarlos a los tres? —preguntó Bartoli, lanzándole una extraña mirada a su amigo.

—Creo que no me queda otra alternativa.

—Será mejor que te lo pienses bien antes de hacer algo de lo que tengas que arrepentirte —le advirtió Bartoli, esbozando una sonrisa burlona—. Si no recuerdo mal, la última vez que decidiste asesinarla, Kate tiró a tus matones montaña abajo.

Carlisle se rio con ganas, como si hubiese oído un buen chiste. Después se volvió hacia las calles de Zúrich que iban dejando atrás.

—Esta vez no lo verá venir.

—Se lo he dicho, pero no parece importarle, David, y, por su expresión, me parece que a lo mejor eres tú el que no lo ve venir.

—Cree que está a punto de descubrir lo que pasó. Eso es cosa de Malloy. Está convencido de que podrá hacer hablar a Jack Farrell.

—¿Estás seguro de que no podrá?

—Del todo. Sin embargo, dime algo que no sé, Giancarlo. Has conocido al nuevo marido de Kate, ¿crees que está enamorada de él?

—Cuando una mujer llega a determinada edad, David, de repente entiende el amor de una forma distinta —respondió Bartoli, encogiéndose de hombros mientras alzaba las palmas de las manos—. Si es sincera consigo misma, sabrá que solo ha amado de verdad a un hombre. Por eso su marido está deseando ayudarla con esto, porque quiere ocupar el lugar de su predecesor. Quiere todo su amor. Por supuesto, sabe que nunca lo tendrá, pero se intenta convencer de que, si la ayuda, estará más cerca de ella que antes.

—Creo que lord Kenyon fue un hombre muy afortunado.

—Más de lo que él creía, me parece —respondió Giancarlo, después de pensárselo.

—Qué lástima que muriese tan joven.

—Es lo que siempre he pensado.

Kate encontró a Marcus Steiner cuando el policía se iba de la fiesta. Habló con él en alto alemán, utilizando el Sie formal que se usa con los desconocidos y dándole la mano, en vez de besarlo en la mejilla, como habría hecho con un amigo íntimo. En su opinión, Marcus Steiner era el suizo por excelencia: encantador, reservado, diplomático y fiel a su palabra… sobre todo en sus negocios ilegales.

—¿Se ha divertido, capitán?

—Mucho, gracias, señora Brand.

—Por cierto, siento curiosidad, ¿sigue…?

—Nada ha cambiado desde que se fue del país —respondió él encogiéndose de hombros, dándole a entender que sabía de qué le hablaba.

—¿Mi crédito todavía sirve? —preguntó ella con dulzura—. ¿O necesitará efectivo por adelantado para mi pedido?

—Si acaso, su crédito ha mejorado después de lo de hoy.

—Siento no haberle prestado más atención, pero me parece que voy a necesitar algo muy pronto. Le he metido una lista en el abrigo —Marcus Steiner se miró el abrigo sorprendido—. En el bolsillo del pecho —explicó ella, dándole palmaditas en él y riéndose como si se tratase de un buen chiste.

—¿Quiere algo exótico?

—Nada fuera de lo común.

—¿Se lo dejo todo en el garaje de su viejo piso, como solíamos hacer?

—Me temo que lo vigilan —Marcus la miró con curiosidad. No era la policía, de eso estaba seguro, aunque ella nunca se había preocupado por eso. Tenía demasiados amigos como para temer las investigaciones secretas, sobre todo después de aquella fiesta—. Ethan y yo tenemos un sitio nuevo, cerca de la Grossmünster. He puesto la dirección al final de la lista. Deje todo en la habitación principal si no estamos allí. Pondré en un sobre el dinero suficiente para cubrir la deuda y algo más para que lo asigne a cualquier necesidad que surja en el futuro.

—Me parece bien. ¿Necesito una llave para entrar?

—¿Un hombre de su talento? —repuso ella sonriendo.