CAPÍTULO DOCE

MALLORCA (ESPAÑA)

16 DE MARZO DE 2008.

Kate se dejó caer del cessna a doscientos metros de altura. El viento le soplaba en los oídos como si fuese un huracán y el corazón le latía a mil por hora, a reventar de adrenalina, como siempre le sucedía cuando saltaba de un avión y empezaba la caída libre. Adoraba el terror de la aceleración, los segundos que se alargaban eternamente en su camino hacia el suelo.

Hasta el salto, Kate solo pensaba en acabar con su objetivo. Su objetivo. Bonita forma de llamar al hombre con el que se había casado. Se había ocupado de los detalles como hacía siempre que planificaba un trabajo. Una vez terminada aquella fase, todo salía según lo previsto… o no. No podía ajustarse ni modificarse nada, y no se podían prever más contingencias de las contempladas. De repente, dejó de ser el objetivo para convertirse en Robert: el traidor, el mercenario, el asesino, el mentiroso, el ladrón. Su ex, en todos los sentidos negativos que podía tener la palabra.

Cuando todavía estaban hablando del hombre que había matado a Robert, T.K. elaboró un perfil del culpable y sugirió que se trataba de un cobarde sin el valor suficiente para ocuparse de sus propios problemas. Era un insulto reconfortante contra un adversario odiado y todavía desconocido. Ahora que sabía quién era el hombre que buscaba, Kate no estaba todavía lista para reconocer nada parecido. Estaba convencida de que Robert tenía valor. Se defendería y la mataría, si podía. Sin embargo, había algo en su carácter que no lograba definir. Por muy sociópata que fuera, aquel hombre tenía sentimientos. «Corta la cuerda». La había empujado a posta y la había lanzado al precipicio. Kate era consciente de ello, pero Robert sabía que estaba atada a un anclaje. Empujarla no era un intento de asesinato, y no había cortado la cuerda, como tendría que haber hecho de haber deseado asesinarla. Le había dicho a uno de los austríacos que lo hiciera, casi como una idea de última hora.

¿Por qué? El rostro que veía ante ella mientras caía al abismo todavía la preocupaba. Nunca había entendido aquella expresión, aunque le daba la impresión de que quizá su marido se hubiese enamorado de ella, en cuyo caso, sería una expresión de pesar. Sin duda, había representado muy bien el papel de amante cariñoso y, en aquellos últimos días, lo había visto cada vez más pensativo, como si le diese vueltas a alguna decisión. La noche del Eiger parecía melancólico. ¿Había estado considerando sus opciones, preguntándose si, aparte de todo lo demás, debía perderla a ella también? ¿Había estado pensando en… no matarla? ¿En decirle que tenía problemas y esperar que no lo abandonara? Debería haber sabido que solo tenía que preguntarlo, que ella se habría ocultado con él. No albergaba duda alguna sobre el hombre al que amaba; la única moralidad que le importaba era el amor. Entonces, ¿por qué Robert no le había dicho nada? ¿Por qué la había llevado a la montaña para matarla?

Se decía que daba igual, que él había elegido su camino aquella noche y que los dos tuvieron que vivir con las consecuencias, pero seguía dándole vueltas a por qué se había negado a cortar él mismo la cuerda. Le habría resultado fácil, puesto que no veía a Kate, sino tan solo el trozo de cuerda que tenía delante. Podría haberlo hecho él mismo, en vez de pedirle a uno de los austríacos que lo hiciera. La única conclusión lógica era que sentía algo por ella y no era capaz de matarla con sus propias manos.

Lo que más odiaba de él era aquella chispa de humanidad que vislumbraba en su alma… si eso es lo que era. Hacía que dudase de sí misma y de lo que pretendía. Lo convertía en algo más que un cobarde despreciable al que tenía que destruir. Después de los años de luto que le había dedicado, quería que el final quedase muy claro. Quería que Robert sintiera el daño que había causado. Sin embargo, se pasó los últimos instantes de la caída libre pensando en por qué no había cortado la cuerda.

Robert se había convertido en la persona más importante de su vida, más incluso que su propio padre. No había dejado que Ethan le hiciera sombra, y Ethan, que era el hombre más listo y valiente que había conocido, soportó sus comparaciones silenciosas sin una palabra de queja. Había aceptado que un hombre muerto lo dejase en segundo lugar porque era el único lugar que ella estaba dispuesta a ofrecerle. Y, a pesar de todo, Ethan se enfrentaría a cualquier peligro por ella. Incluso la había dejado ir sola, porque sabía que era su batalla. T.K. se resistió, pero Ethan lo entendió perfectamente. Era lo que Kate necesitaba, aunque le costase la vida: era su venganza, algo que llevaba esperando más de una década.

Robert había jugado a amar. Si al final el amor lo había atrapado, si de verdad había llegado a sentir algo, no dejó que eso lo detuviese. Se olvidó de su afecto por dinero. Aquel era el quid de la cuestión. En el fondo era un estafador, usaba las emociones de los demás en beneficio propio. Era una cara bonita; sus sonrisas eran bellas y excepcionales; su ingenio rápido, sin llegar a resultar cruel. Sin embargo, en vez de alma y corazón tenía huecos vacíos.

Hasta Luca lo sabía, por eso la había enseñado a luchar. No traicionaría a Robert, porque hacía honor a su juramento, igual que Giancarlo, pero, si Kate lograba encontrar a Robert sola, Luca quería que estuviese preparada.

Aquella era la clase de amistad que Robert Kenyon inspiraba en los que de verdad lo conocían.

Carlisle rodó hacia Irina en cuanto entendió lo que sucedía. La tocó y susurró:

—¡Ha entrado alguien!

No lo dijo en voz alta, pero pensó que se trataba de Kate.

Oyó a Irina moverse sin verla hasta que pasó por delante de una ventana y distinguió su silueta desnuda contra el cielo gris. Carlisle le dio la espalda, y cogió los pantalones y la sudadera que tenía en una silla cerca de la cama. Buscó en el armario sus zapatos de escalar y una chaqueta, y sacó la pistola y la pistolera de la mesita de noche.

Entonces oyó cómo se rompían cristales de la caseta.

El paracaídas de Kate se abrió con un chasquido tranquilizador que frenó su caída a ciento sesenta kilómetros por hora en los últimos metros. Con las gafas de visión nocturna en su sitio, se pasó los segundos siguientes examinando la casa y maniobrando. Aunque iba bien para aterrizar en el tejado, estaba deseando comprobar la dirección del viento antes de bajar más. Siempre había corrientes en las cercanías de las montañas, pero eran silenciosas y, a veces, tan impredecibles como la lluvia de primavera.

Se arriesgó a mirar hacia la caseta y después a la montaña que se erguía detrás de la granja de Bartoli. Cuando estuvo allí con Luca para aprender a luchar, pasó muchas horas en aquellas rocas sin usar cuerdas, ante la insistencia de Luca. Había estado varias semanas practicando con armas y reventando alarmas. Al principio, las rocas la aterraban, aunque después empezaron a aclararle la mente y a devolverla durante una hora a la inocencia perdida en el Eiger.

A quinientos metros, Kate avisó sobre su posición. A los trescientos se dejó caer trazando un perezoso círculo, hasta por fin dar con algo de viento. Antes de bajar demasiado, cogió los mandos con la izquierda y saco el lanzagranadas de una de las pistoleras que llevaba en los muslos. El arma parecía un revólver grande. Disparó tres granadas contra la ventana del piso superior de la caseta. Cuando oyó ruido de cristales rotos, tiró el arma.

Carlisle se acercó a la ventana del dormitorio. El patio estaba a oscuras, no podía distinguir ni los árboles, ni la caseta. Kate estaba allí fuera, aunque todavía no pudiera verla. Siempre había sabido que así sería como iría a por él… las pocas veces que se había permitido pensarlo. «No hay furia mayor que la de una mujer desdeñada».

Tres explosiones sacudieron la caseta, una detrás de otra; después estalló una tubería de gas, y el fuego iluminó brevemente el patio delantero.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Irina.

—La caseta —respondió.

La policía no funcionaba así, tenía que ser Kate.

—¿Cuántos vienen, David?

El examinó las sombras. Pensó en Kate, Ethan Brand y Malloy. Habían logrado salir de Hamburgo de una pieza y se disponían a matarlo, justo lo que Giancarlo le había advertido que sucedería.

—No lo sé. No veo a nadie…

Kate bajó flotando hasta el tejado inclinado, moviéndose para que su paracaídas aprovechase la brisa en el último momento y la dejase aterrizar suavemente, apoyando el peso en la pierna buena.

En cuanto lo hizo, recogió la tela y la enrolló en una de las chimeneas, para evitar que traicionase su posición. Sacó una larga cuerda del cinturón y la ató a la chimenea del dormitorio principal. Después bajó por el tejado agarrándose de la cuerda, manteniéndola tensa. Se asomó a las canaletas para echar un vistazo a la ventana del dormitorio. A continuación, dejó la cuerda caer al lado de la ventana para calcular la cantidad que necesitaba.

Subió de nuevo la cuerda, sujetándola justo por debajo del punto que había quedado bajo el marco. Volvió a subir un par de pasos por el tejado y susurró:

—¿Dónde están, T.K.?

—Estás justo encima de ellos —respondió Malloy por el intercomunicador.

Kate sacó la Uzi de la pistolera del otro muslo, quitó el seguro, respiró hondo, apuntó hacia el tejado y disparó.

Unas cuarenta balas atravesaron el techo durante los primeros segundos del ataque. Arrancaron trozos de yeso y cayeron sobre el suelo de madera. Carlisle e Irina se lanzaron sobre el pasillo antes de responder disparando al techo.

—¡No veo lecturas de calor! ¿Chica? Hazme una señal si me oyes.

En cuanto cayeron los cargadores, Kate salió por el hueco de la chimenea del cuarto y descargó el Cok contra la pared: siete disparos a la altura de la cintura. Después rodó hacia la puerta abierta, soltó el cargador vacío y metió el segundo.

De repente, la casa se quedó en silencio. Notaba que seguía cayendo polvo de yeso y veía el marco de la ventana de la habitación que tenía en frente, un cuadrado gris de luz pálida. Todo lo demás estaba a oscuras.

Esperó, oyó algo (el crujido de una persiana, creyó distinguir) y disparó de nuevo contra las paredes. Esta vez, mientras recargaba, una pistola respondió: diez disparos a intervalos regulares. Uno de ellos le acertó en el chaleco, a punto de darle en la cabeza. Kate retrocedió de un salto, asustada y sorprendida, y después se apartó de la línea de fuego. Oyó que la madera crujía detrás de ella, así que vació el tercer cargador en la pared y volvió a cargar rápidamente.

Del otro cuarto no llegaron más disparos. ¿Habían huido? ¿Estaban muertos? ¿O reservaban la munición? Necesitaba las gafas de visión nocturna, pero no se atrevía a ceder el terreno que tanto le había costado ganar. Si se retiraba al centro de la habitación quedaría expuesta y sería vulnerable a un contraataque. En aquellos momentos se escondían de ella, y quizá se estuviesen quedando sin balas.

Tenía que llevar la lucha hacia delante, no retroceder.

—Sigo sin encontrar a la mujer.

—Quizá salió por la ventana —le dijo Ethan.

—Veo todas las ventanas —repuso Malloy—. Chica, ¿me oyes? —preguntó. Como Kate no respondía, le dijo a Ethan—: Esto no me gusta.

Irina Turner estaba de espaldas a las pesadas piedras de la chimenea, en el dormitorio de invitados. Había vaciado la mayor parte de dos cargadores, puede que le quedasen de cinco a siete balas. No había más cargadores, ni tampoco chaleco. Y no sabía nada de David, ni tampoco de la caseta, aunque no esperaba que hubiese sobrevivido nadie a la explosión. Eso significaba que estaba sola. Lo bueno era que su atacante también parecía estar solo. Era consciente de que llegarían más, pero, por el momento, Irina tenía una oportunidad. Palpó la chimenea hasta dar con un asa metálica y levantarla con cuidado. Era la pala. La dejó con precaución en su sitio y buscó la pieza que la acompañaba. Por fin la localizó: el atizador.

—¡Me rindo! —gritó en español, y después lo repitió en inglés.

—¡Tira la pistola! —le gritó una mujer británica, y la voz no le temblaba en absoluto. Tenía que ser Kate.

—¡La tiro! —respondió Irina. Puso el arma en el suelo y la empujó hacia la puerta—. ¡Estoy en el dormitorio que tienes delante, al otro lado del pasillo! Acabo de tirar la pistola.

—¡Quiero que salgas con las manos sobre la cabeza y te pongas en el umbral!

—No puedo levantar las dos manos, ¡estoy herida!

—¡Sal y pon una mano en la cabeza!

—No me dispararás, ¿verdad? —repuso Irina asustada, cosa que procuró reflejar en su voz.

—No te haré daño, ¡pero vas a tener que salir!

Kate salió a rastras del dormitorio principal, con el arma a punto. Veía la sombra de la pistola en el pasillo, al lado de la habitación de enfrente.

La mujer salió de las sombras, con una mano detrás de la cabeza. Cuando su cuerpo quedó enmarcado por la ventana, formando una silueta perfecta, Kate le ordenó:

—¡Párate ahí! —«Rusa» pensó Irina—. ¡Si te mueves, disparo! ¡No te muevas!

—¡No me estoy moviendo!

—¿Dónde está Robert?

—¿Quién?

—¡El hombre con el que estabas durmiendo!

—¡No lo sé! Creo que lo has matado.

Robert podía estar escondido detrás de la puerta o de espaldas a la pared, bajo la ventana, esperando a que diese un paso adelante.

Kate disparó dos veces a la pared a ambos lados de la puerta y después al rodapié a ambos lados de la silueta de la mujer. Soltó el cargador y metió otro.

La mujer chilló y se encogió al oír el arma.

—¡Por favor, no me dispares! —gimió.

—¡La Chica tiene a la mujer! —dijo Malloy.

Ethan llevó el punto rojo hasta la espalda de Kenyon y tensó el dedo en el gatillo.

—Tengo a Kenyon.

—Pues derríbalo.

—De rodillas —le ordenó Kate a la sombra.

—Por favor, no me hagas daño.

—Te voy a esposar —le dijo Kate—. No voy a hacerte daño.

La sombra se arrodilló, sin dejar de gemir.

—Por favor, ten cuidado, estoy herida.

Kate se puso al lado de la mujer y le cogió la muñeca. Tenía que meter el arma en la pistolera para coger las esposas. Mientras lo hacía, Irina se movió con una agilidad sorprendente, y Kate sintió un dolor inmenso en la espalda y el codo.

—¡La Chica ha caído! —gritó Malloy—. ¡La Chica ha caído! ¡Abre fuego!

Ethan apartó el arma de Kenyon, la colocó mirando hacia la casa y la puso en automático.

—¡¡Cúbrela ya!!

Kate cayó al suelo. El chaleco le había protegido la columna, pero tenía el codo derecho roto y nunca había sentido un dolor tan horrible. Intentó centrarse y comprender lo que pasaba, pero aquel suplicio le embotaba las ideas…

Oyó yeso romperse, balas que atravesaban el aire sobre ella, aunque no el ruido de los disparos, así que era Ethan. La estaba cubriendo, ¿por qué?

Entonces lo entendió. Rodó para alejarse justo cuando la barra de acero que le había roto el codo caía sobre la madera junto a su cabeza. Siguió rodando, buscando distancia, y vio que la figura en sombras de la mujer cogía la pistola del pasillo y rodaba por el suelo hacia la chimenea y la oscuridad. Las balas siguieron llegando hasta que se vacío el cargador. De repente, la habitación quedó en silencio. Kate estaba respirando polvo de yeso que hacía que le picasen los ojos. Había sacado el cuchillo de combate por puro instinto, ya que no recordaba haber perdido la pistola, ni haber agarrado el cuchillo.

Miró detrás de ella y examinó la habitación. Tres ventanas. La habitación era grande, casi del tamaño del dormitorio principal. La luz gris que se reflejaba en el suelo y las ventanas ofrecía a Irina la iluminación ambiental suficiente para percibir cualquier movimiento, a pesar de las sombras. El crujido de una tabla del suelo, el susurro de la ropa, un trozo de yeso pisado, lo que fuera, y Kate estaría muerta.

—¡Alto el fuego!

—¿Está bien la Chica?

—Está herida. ¡Está herida!

—¡Voy a entrar! —le dijo Ethan.

Los disparos solo duraron unos segundos, pero fueron como un enjambre de abejas. El yeso de los primeros balazos seguía flotando en el aire, así que ahora parecía una tormenta de nieve.

En el silencio, Irina tuvo tiempo para pensar. Las balas habían llegado desde algún lugar en el exterior de la casa, seguramente desde los olivares. No se oía entrar a ningún equipo por la planta baja, nada se movía en el patio. Ni luces, ni helicópteros.

Todavía tenía tiempo. Examinó la habitación que tenía frente a ella. Le quedaban siete balas, más o menos. Solo necesitaba un movimiento, un ruido, y tendría a Kate.

Escudriñó las sombras, esperando y escuchando, pero no dio con nada. ¿Estaría muerta? ¿O se haría la muerta?

Tras dejar atrás el fusil, Ethan bajó a toda prisa una pendiente de tierra seca salpicada de raíces de olivos. A pesar de tropezar continuamente y de caerse una vez, no dejó de correr hacia el muro. Temía lo peor, solo podía pensar en el pánico de Malloy: «¡Está herida!».

¿Qué significaba eso exactamente? En peligro, herida… ¿muerta? ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de que la mujer la rematase? ¿Qué posibilidades tenía? Si Irina Turner era la mujer de la casa, estaba luchando a oscuras, y Kate tenía sus gafas de visión nocturna. Si es que seguía teniéndolas, y si es que seguía teniendo un arma…

Soltó una palabrota entre dientes al ver que se resbalaba de nuevo y caía dando tumbos por una pendiente más empinada que las demás. Se puso en pie e intentó ir más deprisa a punto de darse de bruces contra una rama baja.

Mientras salía dando traspiés de entre las ramas retorcidas, se dijo que aquello era lo que Kate quería. Había esperado once años, se lo merecía. Era el argumento que Ethan había apoyado, a pesar de las protestas de Malloy. ¿Por qué no lo habría pensado mejor? Las cosas nunca salían como estaban previstas en situaciones como aquella. Lo mejor era entrar con un compañero, cubrirse mutuamente y enfrentarse a lo inesperado. Sin embargo, había querido creer lo que Kate le contaba, que era su lucha, no la de él. Lo único que deseaba Ethan era curarla para siempre, dejarla disfrutar de su venganza y olvidarse de Robert Kenyon de una vez por todas. En aquel momento se daba cuenta de que había pedido demasiado y el error le iba a costar la vida a su mujer.

Insistir en ir con ella solo habría supuesto herir su orgullo, nada más. Siempre habían trabajado juntos. ¿Por qué creía Kate que tenía que hacer aquello sola? Tendría que haberle dicho que…

Tendría que haberle dicho que Kenyon no se lo merecía. ¡Que la policía se encargase de él, como había sugerido Malloy! Pero, por supuesto, ella nunca habría aceptado. No, lo había encontrado y lo obligaría a responder de sus acciones…, aunque eso acabara con ella. Sin embargo, Ethan podría haber ido con ella, de haber insistido lo suficiente. ¡Tendría que haber ido con ella!

Kate mantuvo el cuchillo a la altura de la cintura, sosteniéndolo con el pulgar cerca de la hoja. Podía darle un navajazo a Irina si la mujer se acercaba de repente, o lanzarlo si era necesario.

Pensó que lo mejor era crear la situación ella misma, así que, lentamente para que el ruido de la ropa no la delatara, se puso la hoja del cuchillo entre los dientes y sacó el último cargador del chaleco. Empezó a sacar las balas para depositarlas en la mano derecha, aunque la tenía dormida. Después de vaciar el cargador, cogió las balas y el cargador con la izquierda, y lo lanzo todo al otro lado de la habitación, con la suficiente altura para ganar algo de tiempo.

Cogió el mango del cuchillo con la izquierda justo cuando las balas empezaron a caer como canicas en el suelo de madera. Kate utilizó la distracción para acercarse más. Vio un cañón que disparaba a unos cinco metros de ella, hacia el sonido, y, tras dar un paso, levantó el cuchillo por detrás de la oreja y lo lanzó hacia el lugar del que salían los chispazos.

Oyó un grito de dolor y se lanzó hacia él. Después oyó dos disparos más (al azar, en apariencia) y que la pistola caía al suelo. Chocó con las piernas de Irina y derribó a la mujer. Kate colocó la mano buena sobre el cuerpo desnudo, escuchó los estrangulados gritos de dolor de Irina y vio que tenía el cuchillo clavado en el hombro.

—¡Por favor! —gruñó la mujer—. ¡Estoy herida!

Kate le arrancó la hoja de golpe y fue a por su cuello.

Kate oyó las balas que destrozaban la puerta principal y a Ethan gritar:

—¡¡Chica!!

—¡Estoy aquí arriba! —respondió ella, y rodó para apartarse de Irina Turner mientras la mujer se desangraba, agitando las extremidades débilmente.

De repente, lo único que Kate sentía era el paralizante dolor de un hueso roto. Incluso estar de pie era demasiado. Ethan volvió a llamarla desde el pasillo, en lo alto de las escaleras.

—Estoy aquí —respondió ella, dejando patente en su voz todo el cansancio que, de repente, se le había venido encima.

Cuando Ethan se arrodilló a su lado, su mujer se dio cuenta de que había perdido el conocimiento durante un instante.

—¿Estás herida? —le preguntó él, sosteniéndole la cabeza.

—Me ha roto el codo. —Sin dejar de sostenerle la cabeza, Ethan le tocó el hueso. El dolor fue como una descarga eléctrica—. ¡Ese!

—¿Dónde está tu intercomunicador? —le preguntó él, dejándole la cabeza en el suelo.

—En el dormitorio principal, en algún lugar cerca de la ventana…

Ethan cogió el intercomunicador y abrió el canal.

—¿Estás ahí, T.K.?

—¿Está muy mal, Chico?

—Tiene el codo roto, pero está consciente. La mujer está muerta. ¿Has derribado a Kenyon?

—Lo vi cerca de la cima de las rocas, pero no pude disparar. Voy a llamar, Chico. Creo que no nos queda otra alternativa.

—Dame cinco minutos de ventaja antes de hacerlo.

—Deja que la policía se encargue de él.

—Eso no es una opción, T.K.

—Voy a por Kenyon —le dijo Ethan a Kate, pasándole el intercomunicador—. Quédate aquí y sigue hablando con T.K.

—Deja que se vaya —respondió ella suspirando—. No merece la pena. No… no vale nada.

—No puede hacerte esto y marcharse sin más.

—Fue ella la que me lo hizo.

—No, esto es obra de Kenyon, y va a pagar por ello. Antes de que Kate pudiera detenerlo, Ethan echó a correr escaleras abajo y salió de la casa. Las rocas estaban a unos cincuenta metros de la parte de atrás de la edificación y se elevaban unos cien metros. Había cantos rodados enormes y bloques monolíticos de piedra negra porosa. Aunque algunas paredes ofrecían cierta dificultad técnica, las ranuras y pendientes suaves permitieron a Ethan subir rápidamente la mayor parte del camino. Atravesó una pared que le resultó complicada, pero solo porque llevaba botas de trekking, en vez de calzado de escalada. Cerca de la cumbre tuvo que saltar por encima de un pequeño abismo, para poder terminar su ascenso en una columna de suave inclinación que lo llevó hasta la cima.

Antes de salir de las rocas, Ethan le echó un vistazo al terreno. Delante tenía un campo iluminado por la luna y cubierto de rocas, árboles, arbustos, hierbas y cauces poco profundos. Medio kilómetro más adelante, la cima de la montaña se convertía en una serie de puntas irregulares, un paraíso de formas exóticas para cualquier escalador. Aquel era el patio de atrás de Robert Kenyon, su refugio si alguien atacaba la granja, y, por un instante, Ethan vaciló.

Sin ser del todo consciente de su repentino miedo a enfrentarse a su enemigo, miró atrás. Vio el perfil de la casa de Bartoli justo debajo de él. Las oscuras paratas de olivos donde esperaba Malloy estaban a unos trescientos metros de distancia. Malloy todavía podía verlo, pero, una vez abandonase las rocas, llegaría a tierra de nadie. Allí no tendría cobertura, ni refuerzos. Ni siquiera un plan.

—Dime una cosa —dijo una voz detrás de él—. ¿Sigue viva Kate?

Ethan sacó el arma y se volvió hacia la voz de Kenyon, pero, a pesar de llevar las gafas de visión nocturna, no lo localizó. Estaba por debajo de él, en alguna parte; solía ser la peor posición, aunque, en aquel momento, parecía estar bien a cubierto. Por otro lado, Ethan estaba expuesto; se veía perfectamente su silueta recortada contra el cielo, clara como una diana. Peor todavía, no tenía plan alternativo. Su única posibilidad de esquivar una bala era intentar deslizarse nueve metros por la columna y acabar con una caída de otros tres sobre un abismo de cantos rodados.

Así que se quedó donde estaba y se enfrentó a su adversario. Era lo menos que podía hacer.

—Está viva —respondió—. Y da igual lo mucho que te alejes y lo rápido que corras, te encontrará aunque tarde toda la vida.

—Pero lo hará sola, ¿verdad? —Ethan sintió un escalofrío. Se dio cuenta de que Kenyon se tomaba su tiempo para disfrutar de la situación antes de acabar con él—. Saber que estaba enamorada de mí durante todos estos años, aunque se acostase contigo, debe de escocerte. ¿Cómo puedes vivir así, Ethan?

—Kate habría ido hasta el fin del mundo por ti, si se lo hubieses pedido. Tengo curiosidad, ¿lamentas no haberlo hecho?

—Puede que no sea demasiado tarde. Una vez te haya enterrado… y haya tenido algún tiempo para hacerse a la idea… quizá comprenda que lo único que tiene sentido es volver conmigo.

—¿De verdad eres tan estúpido?

—¿Crees que no sería capaz de tentarla?

Ethan había descubierto la posición de Kenyon, pero no tenía línea de tiro. Solo veía rocas.

—Si crees que Kate sigue enamorada de ti, ¿por qué has huido?

—Lo cierto, Ethan, es que vine aquí con la esperanza de que me persiguieras.

—¿Sabes qué, Bob? Todos los cobardes que he conocido tienen una excusa preparada para salir corriendo.

El disparo que alcanzó a Ethan lo hizo tambalearse de espaldas por la columna. La segunda bala lo derribó. Mientras se resbalaba y caía por la pendiente, mantenía la vista fija en las rocas de abajo, calculando su caída, aunque sin controlarla del todo.

Consiguió permanecer en la columna hasta llegar a la base, pero nada más. Cuando cayó por el borde, se golpeó con un canto rodado que estaba un metro más abajo. El chaleco le protegió las costillas, aunque se dio de bruces contra la piedra y perdió el sentido durante los últimos dos metros.

Ethan recuperó el conocimiento y movió la pierna muy despacio, casi con curiosidad. No estaba paralizada, pero le dolía el cuerpo y no sabía si tenía algo roto. El dolor era demasiado general para estar seguro. Intentó sentarse y se preguntó si Kenyon estaría cerca. Miró hacia arriba y se dio cuenta de que el asesino podría estar apuntando. Solo vio el cielo gris.

—¿Sigues ahí, Bob? —no respondió nadie—. No pasa nada, colega. Solté el arma al caer, y no te lo pondré difícil, si eso es lo que temes. Pero vas a tener que mirarme a los ojos cuando lo hagas. Sé que algo así puede resultarle difícil a un hombre que contrata a otros para que le hagan el trabajo sucio, pero es lo que hay…

La sombra de Kenyon se recortó contra el cielo. Estaba de pie en la base de la columna, tres metros por encima de él. Ethan lo vio mover el brazo, apuntando.

—Dime, Ethan, ¿merecía Kate el esfuerzo?

Malloy supo que Ethan tenía problemas al ver que sacaba su arma y no se movía, pero no podía hacer nada más que observar y prepararse para disparar, por si Kenyon revelaba su posición. No oía nada de su conversación, claro, aunque podía imaginarse lo mucho que se odiaban aquellos dos hombres. Era lo único que explicaba que Kenyon hubiese vuelto, arriesgándolo todo, para tener la oportunidad de matar a Ethan.

Ethan se tambaleó antes de que Malloy oyera el disparo. Un segundo disparo se solapó con el eco del primero, y vio que su amigo resbalaba roca abajo. Desde su punto de observación, Malloy no tenía ni idea de si el chaleco lo había protegido, o si Kenyon le había disparado en la cabeza. Ni siquiera sabía a qué distancia había caído Ethan después de perderse de vista.

Sintió un nudo en el estómago al pensar que quizá hubiese perdido a un hombre al que ya consideraba un gran amigo. Sin embargo, no podía permitirse el lujo de lamentarse. Kenyon tendría que moverse, si no quería arriesgarse a acabar en manos de la policía, y él debía estar listo para ese movimiento.

Su primera oportunidad fue breve. El cuerpo de Kenyon quedó a la vista, pero solo un segundo, antes de que se escondiese detrás de otro canto rodado. Como no quería que un tiro malo revelase su posición, Malloy esperó a que se presentara otra oportunidad mejor.

Entonces Kenyon salió de las rocas y se quedó quieto durante un par de segundos, en la columna de la que había caído Ethan. Estaba de cara a Malloy, apuntando hacia abajo, a Ethan.

Dirigió el punto rojo del fusil al corazón de Kenyon y apretó el gatillo sin vacilar. Oyó el suave chasquido de la bala, vio a su enemigo caer casi al instante y oyó cómo el bien engrasado mecanismo de su arma escupía el casquillo vacío.

Malloy, Kate y Josh Sutter estaban esperando a Ethan en la puerta principal cuando el helicóptero de la policía lo sacó de las rocas y lo llevó al patio delantero. En cuanto tocaron tierra, Ethan salió del armazón que colgaba del helicóptero y fue hacia Kate, que se acercó a él como si le doliese cada paso que daba.

—La policía me ha dicho que Kenyon pidió hablar contigo. Están dispuestos a daros un par de minutos, si quieres verlo.

—Que se vaya al infierno —respondió ella.

—No tendrás otra oportunidad igual en mucho tiempo, Kate. Puede que en años.

—Ese hombre está muerto para mí, Ethan. No quiero volver a verlo. Ni siquiera deseo volver a oír su nombre. —Ethan intentó rodearla con un brazo—. Cuidado —repuso ella, haciendo una mueca—, me duele todo.

—Sé lo que se siente —repuso él, rozándole la frente y el pelo con los labios, mientras pensaba: «Sin duda, merece el esfuerzo».

Malloy acompañó a Josh Sutter de vuelta al helicóptero en el que iban Robert Kenyon, dos agentes españoles y un sanitario que estaba muy ocupado con su paciente.

—Me tomas el pelo —exclamó Josh incrédulo. Su voz era tan alegre como el día en que se conocieron—. ¿Estabas apuntando al corazón?

—¿De verdad creías que quería darle en el pie?

—Los españoles me habían contado que le diste en el pie porque querías asegurarte de cogerlo con vida.

—Supongo que es una buena historia —repuso Malloy entre risas—, pero no es verdad. Intenté cargármelo y la cagué.

Se detuvieron lejos de las aspas giratorias del helicóptero. Josh tenía que irse, pero parecía querer decir algo más.

—Te agradezco que insistieras en que viniese para la detención, T.K. Ha sido… significa mucho para mí.

—Te dije que lo haría.

—Sé que lo hiciste, pero, ya sabes, todos decimos cosas y después lo olvidamos. No tienes ni idea de lo bien que me ha sentado esposar a ese tío y leerle sus derechos.

—Supuse que querrías verlo en el suelo. A mí me ha gustado.

—Jim siempre decía que era mejor coger vivo a un cabrón. Así los abogados se encargaban de destrozarlo durante unos cuantos años antes de atarle las correas, ponerle la inyección y librarlo de su miseria.

—Jim era un hombre duro pero una buena persona.

—Era la sal de la tierra, T.K.

—¿Te irá bien con el FBI después de lo de Hamburgo?

—Mi supervisor me dijo que quería enviarme de vuelta a Alemania para que me enfrentase a los cargos cuando pedían mi extradición a gritos, pero después los alemanes decidieron que ya no necesitaban hablar conmigo. Incluso llegaron a decir que no creían que hubiese hecho nada inapropiado, así que se relajó un poco. Por casualidad no sabrás por qué los alemanes cambiaron de opinión, ¿verdad?

—Alguien les dio una lista de nombres del ordenador de Chernoff.

—¿Alguien?

—Uno de los contables para los que trabajo. De todos modos, los alemanes estaban tan contentos con la información que decidieron aceptar nuestra explicación de los sucedido.

—¿Que Jim y Dale fueron por su cuenta, y nosotros dos nos fuimos a casa?

—Es la versión que más me gusta.

—¿Y la noche de sitio en el parque? —preguntó Josh, después de pensarlo un momento—. No podemos echarles también la culpa a Jim y Dale, ¿no?

—Seguro que fue la gente de Chernoff, ¿no te parece?