ZÚRICH

LUNES, 10 DE MARZO DE 2008.

Malloy recorrió la estación de tren, seguido discretamente por su guardaespaldas, y salió a la zona antes conocida como parque de las Agujas. Vio a un hombre del que solo sabía que se llamaba Max dentro de un Mercedes negro. Max era un inspector cuarentón de Zúrich que siempre tenía cara de amargado, aspecto demacrado y el frío cinismo de un poli cansado de la calle. Como Marcus, llevaba una pistola semiautomática reglamentaria en una pistolera, pero su arma preferida era una escopeta de corredera recortada cargada con postas para ciervos. Mientras que los perdigones ofrecían un excelente margen de error, con las postas para ciervos solo había que apuntar en la dirección correcta para tener una bola de demolición. Malloy había visto a Max manejar el arma en una ocasión. Después de aquello, siempre procuraba tratarlo con mucha cortesía.

—¿Cómo va el crimen? —le preguntó en inglés, subiéndose al asiento delantero.

—Desbocado hasta que llegaste —respondió Max, encogiéndose de hombros con desgana.

—En este viaje ya la he liado en Hamburgo.

—Todavía no has llegado a casa, T.K.

Malloy sonrió con valentía y miró por la ventanilla. No, no había llegado.

Volvieron en coche al Golden Standard, uno de los exclusivos clubs de Hasan Barzani, cerca del distrito financiero.

—Sube las escaleras antes de llegar a la barra —le indicó Max, después le entregó un teléfono—. Llámame antes de salir.

Malloy vio que la puerta de atrás no estaba cerrada con llave, pero se encontró con un guardia armado que parecía esperarlo.

—¿Qué hace aquí?

—He venido a ver a Alexa —respondió Malloy.

—Arriba, última puerta a la derecha.

En las escaleras, Malloy tuvo la extraña sensación de estar cayendo en una trampa, así que mantuvo la mano dentro del abrigo, que tenía el bolsillo cortado para poder tener la Uzi lista, por si acaso. Vio a otro guardia en lo alto de las escaleras, aunque no habló con él. En la última puerta a la derecha, giró el pomo y entró en una habitación diminuta con una cama, una silla, una pequeña cómoda y un espejo. Cuando vio a su viejo amigo, comentó:

—Me dijeron que si quería problemas, este era el sitio.

Hasan estaba tumbado en la cama, leyendo un periódico ruso. Al ver a Malloy, soltó el periódico y se levantó.

—¡Thomas! —exclamó con alegría—. ¡Me dice Marcus que ayer tenías a todos los polis de Alemania detrás de ti!

—No fueron lo bastante rápidos —respondió él, aceptando el abrazo de oso del gigante con una mueca de dolor, porque le molestaba la espalda.

Dejó la Uzi en la mesa, al lado del AK47 de Hasan. Hasan medía unos dos metros quince. Ya medía prácticamente lo mismo cuando se conocieron, hacía unos cuarenta y tres años. En aquellos días, Hasan era un tipo de cuidado que solo se divertía intimidando a la gente. Malloy había aprendido unos cuantos trucos de defensa personal de su padre, así que, cuando Hasan le pidió dinero por andar por su calle, Malloy lo tiró de espaldas. El movimiento fue tan inesperado y tan bien ejecutado que a Hasan le pareció magia. Lo cierto era que nunca antes le había ocurrido, ¡y menos con un niño al que doblaba en tamaño! En vez de darle vueltas al asunto hasta poder vengarse, cosa que le habría resultado fácil, Hasan decidió hacer un nuevo amigo.

Malloy, al que ya no le quedaban movimientos secretos, aceptó la oferta de inmediato y, acto seguido, le presentó a Marcus. Hasan, cuyos padres eran refugiados de la Unión Soviética, dudaba de aquel niño suizo con cara de burgués hasta que Marcus le enseñó al gigante cómo reventar una cerradura. Después de aquello, su amistad quedó sellada de por vida.

Cuando Malloy regresó a Zúrich, ya con veintipocos años, Hasan llevaba un camino que lo habría conducido de cabeza a un largo periodo de retiro en una prisión suiza. Malloy empezó a ayudarlo y, al cabo de un año, lo tenía dirigiendo un club donde antes había trabajado como gorila. En tres años, y con dos asesinatos muy públicos para aclarar cualquier duda, Hasan se hizo con el control del pequeño, aunque lucrativo, mercado del sexo, las drogas y los artículos robados de Zúrich.

Hasan no olvidaba que Malloy era el responsable de su paso de la calle al ático, pero los dos sabían que ya había pagado su deuda con creces con sus informes de inteligencia sobre varios hombres a los que no convenía cabrear. Y había algo más. Hacía ya mucho tiempo que la amistad con Malloy no le servía de nada a Hasan. Eso convertía al ruso en un recurso del que no convenía abusar y en el que tampoco se podía confiar demasiado. El problema estribaba en que, por lo que sabía Malloy, Hasan Barzani era la única persona con más información que Langley.

—Me dice Marcus que quieres hablar sobre la mafia italiana.

—En realidad quiero saber todo lo que puedas decirme sobre Giancarlo y Luca Bartoli.

Hasan se enderezó; no le había gustado oír aquellos nombres.

—¿Qué te traes con esos dos, Thomas?

—Creo que han intentado matar a un amigo, pero no puedo probarlo todavía.

—Si esos dos quieren a tu amigo muerto, ¡tu amigo tiene un grave problema!

—Quizá el problema lo tengan ellos.

Hasan dejó escapar una carcajada de verdadero entusiasmo. Sí, ¡quizá fuese al revés!

—La fortuna de Giancarlo se ha triplicado en la última década, al menos las cuentas que conocemos. Quiero saber cuál es el secreto de su éxito.

—¿Qué quieres que te diga? —repuso Hasan—. Las cosas van bien por Italia.

—¿Es el nuevo jefe de las familias?

—Eso dice la gente que no sabe de lo que habla. ¡Pero no es más que una fantasía!

—Lo he visto por escrito en informes de alto secreto.

—Verás, Thomas —siguió diciendo Hasan, sin dejarse impresionar—, hay dos familias luchando por el control del norte. En el sur…, las cosas no han cambiado desde el César. Por lo que sé, Bartoli paga por su protección a ambas familias y permanece alejado de la política.

—Ese alejamiento…, ¿tiene algo que ver con el asesinato de su primer hijo? —Hasan se encogió de hombros; puede que sí, puede que no—. ¿Me estás diciendo que ni siquiera está conectado?

Otro encogimiento de hombros; no estaba diciendo eso exactamente.

—Los viejos patriarcas luchan por las ciudades, Thomas, y eso cuando no se matan entre ellos por el control de los pueblos. Son fugitivos que se esconden en granjas o prisioneros en cárceles de máxima seguridad que pasan órdenes a su gente a través de abogados. Mientras tanto, Giancarlo es un personaje importante en Europa. Paga sus impuestos y permanece bien lejos de la vieja guardia.

—¿Ves? Por eso quería hablar contigo. En los informes leo que Giancarlo es, en realidad, el nuevo jefe de los jefes.

Hasan sacudió la cabeza, ganando en locuacidad con los halagos de Malloy.

—Europa ha cambiado, Thomas. Hace quince o veinte años, las cosas eran distintas. Todos los países tenían su propia organización y todas las organizaciones sus propios problemas. Ahora las fronteras están abiertas, tienes alemanes en España, españoles en Francia, ingleses en Italia… ¡y rusos por todas partes!

Malloy se encogió de hombros. Los dos conocían bien a la mafia rusa.

—El problema de los rusos es que no están organizados. Llegan, se quedan con un trozo de calle y se aferran a ella como un pitbull. Pero, ¿contra quién luchan? ¡Contra otros inmigrantes! De repente, la gente que antes lo manejaba todo empieza a notar la presión. Pero ¿qué pueden hacer? No pueden iniciar una guerra en cada esquina, y esa es la única forma de luchar contra esos inmigrantes. ¡No hay organización! ¡Es una anarquía!

—La teoría del crimen desorganizado —repuso Malloy asintiendo.

—¡Exacto! Quiero decir, si esta gente quisiera seguir las reglas, ¡no serían criminales!

Malloy sonrió.

Hasan se lo pensó un momento.

—Pero el dinero viejo no se va nunca, Thomas. Eso ya lo sabes. Empieza a establecer alianzas con los anarquistas. Empieza a especializarse. La gente con contactos en Sudamérica o África trae las drogas, pero, ¿después qué? ¿Cómo llevas la droga desde el puerto al resto de Europa? ¿Cómo la llevas a América? Los pitbull de la calle no saben cómo hacerlo, son camellos. En cuanto a la visión de conjunto, ni siquiera conocen el concepto. Es un negocio como cualquier otro. Tienes un producto, da igual lo que sea, mujeres, coches, tecnología, contrabando, apuestas, estafas, ¡etcétera, etcétera! Y eso no es más que el principio. Después de vender el producto tienes que pensar en las ganancias. Hay que blanquearlas si no quieres acabar con dinero sucio y, ¿quién quiere eso? Además, por supuesto, ¡todos necesitan protección de los políticos sedientos de sangre! Así que tienes dos industrias más en el juego.

—Entonces, ¿el dinero viejo perdió el control de las calles, pero todavía se lleva un trozo del pastel?

Hasan arqueó las cejas y se encogió de hombros. ¿Cómo no?

—Durante un tiempo —siguió— se habló de que la mafia rusa se haría con Europa. Ya no se dice.

—¿Por qué no?

—¡La competencia! Nuevas alianzas, luchas internas, política… La mafia rusa es como la antigua Unión Soviética: sigue ahí, pero hecha trocitos.

—Entonces, ¿dónde encajan Luca y Giancarlo Bartoli en el esquema global?

—El viejo se encarga de una bancarrota de vez en cuando para alimentar a los perros, pero, por lo demás, está fuera del juego, Thomas. ¿Quién quiere ir a la cárcel a su edad? Luca es otro tema. Le gusta lo que hace. Como tú, está algo mayor, pero no puede quedarse en casa y vivir de las rentas. Sale a hacer tratos, reúne a su gente, se gana una reputación.

—¿Qué hace exactamente?

—¿Luca? Oficialmente participa en varias juntas directivas, pero lo cierto es que deja que la gente de su padre se encargue de los negocios. Él trabaja con varios grupos con sede en Marsella que trasladan arte y antigüedades a través de un par de empresas de Londres. Tiene un tinglado de falsificaciones de primera categoría en Barcelona: buenos pasaportes y tarjetas de residencia europeas. También lleva algunos negocios medio legales en Ámsterdam para blanquear dinero, y tiene alguna gente sacando cosas del norte de África hacia las islas, y desde allí hasta Francia y España.

—¿Encarga asesinatos?

—Nada de eso. Es decir, cuando mataron a su hermano, hace años, la cosa era distinta. Acabó con la familia que ordenó el asesinato, con todos y cada uno de sus miembros. Pero aquello fue personal.

—¿Pero todavía tiene influencia? Imagino que no le habrán dado los mejores mercados sin pelear.

—El viejo sigue teniendo amigos. Si tocas los negocios de Luca o lo sacas de un mercado, te puede pasar cualquier cosa. Por lo que sé, nadie lo molesta, y está bastante protegido de la policía…

—¿Lo consideras un pez gordo?

—Tiene unas cuantas bandas. Mueve dinero, pero el viejo lo enseñó a no destacar demasiado.

—Busco a alguien capaz de organizar un asesinato político.

—Ese tipo de cosas no me llegan. En cuanto a mí, no tocaría a un poli suizo por nada del mundo. Así que, ¿un político? ¡Ni de coña! ¡Cuando matan a alguien importante no te dejan en paz! Compran a tus enemigos, amenazan a tus amigos. Si quieres matar a un político y que no te carguen el muerto, hay poca gente dispuesta a hacerlo por ti, y los que lo hacen cuestan una pequeña fortuna. Si estás dispuesto a gastar tanto dinero, mejor comprar a quien sea.

—Lo entiendo, pero alguien lo está haciendo.

—Luca no.

—¿Qué sabes de un hombre llamado David Carlisle? —Hasan sacudió la cabeza, pero se le escapó un tic nervioso muy breve, un momento en el que se le nubló la vista—. ¿Estás seguro? Es un inglés, puede que de nuestra edad o un par de años menor… Podría ser amigo de Luca…

Hasan levantó las manos, con las palmas hacia arriba, como diciendo que el nombre no le sonaba. Mentía, pero Malloy no presionó, porque saber que Hasan le mentía era lo único que necesitaba. David Carlisle le daba miedo, al parecer, y no conocía nadie capaz de asustar a Hasan.

—¿Helena Chernoff?

—Una dama a la que no me gustaría conocer.

—¿Sabes para quién trabaja?

—Por lo que sé, es independiente.

—Durante la última década ha estado relacionada con una organización…

—No. Tiene a gente trabajando para ella, Thomas, pero va por libre. Acepta al mejor postor, como siempre ha hecho.

—¿Podría matar a un político?

—Si tiene gente para arreglar el encargo y organizar el apoyo logístico.

—¿Conoces a Hugo Ohlendorf?

Sacudió de nuevo la cabeza, aquella vez puede que con sinceridad.

Antes de irse, Malloy le preguntó por su familia. El rostro del gigante se relajó y habló con tranquilidad sobre sus hijas e hijos. Después pasaron a los viejos amigos y a la habitual letanía de desgracias y enfermedades que llegan con el paso del tiempo. Cuando se iba, Hasan le dijo:

—¡Cuídate, Thomas!

Era un comentario amable y sincero, aunque Malloy no pudo evitar recordar que la última vez que había tenido problemas, Hasan se había ofrecido a ayudarlo. Al parecer, en esta ocasión se había quedado solo.

Después de llamar a Max, Malloy salió por la puerta de atrás del Gold Standard y se metió en el Mercedes.

—¿Buena reunión? —preguntó Max, estudiando las sombras de la calle.

—Instructiva.

—Bueno, ¿ahora a dónde?

—Estaba pensando en tomarme una copa en el Savoy.