BERLÍN (ALEMANIA)
OTOÑO DE 1935.
En la puerta de su casa, Bachman estrechó la mano de Rahn con mucho afecto, como en los viejos tiempos, y lo condujo al interior de aquella lujosa vivienda del siglo XIX. Rahn llevaba un ramo de flores silvestres para Elise y una exquisita muñeca bávara para la niña; entregó ambas cosas a Elise cuando entró en el salón. Las flores eran una cortesía, pero la muñeca era prácticamente un tesoro, y Elise le aseguró que era maravillosa y que Sarah la adoraría.
Hablaba con toda la naturalidad de una vieja amiga y, a pesar de lo que le había contado Bachman, no había cambiado nada. Seguía tan bella, esbelta y serena como en su primer encuentro. Lo llamaba Otto y, efectivamente, parecía contenta de verlo. Se besaron como hacen los familiares y los amigos más queridos, y el contacto en las mejillas despertó en él recuerdos oscuros e íntimos, aunque la expresión de Elise no sugería que hubiese experimentado las mismas sensaciones. En su mirada solo reconoció la alegría por reencontrarse con un viejo amigo, nada más. Lo llevó a un sofá y se sentó frente a él. Bachman salió del cuarto para preparar whisky con soda. Durante su ausencia, Elise mencionó la sorpresa que se había llevado al ver que Rahn aceptaba unirse al personal de Himmler, ya que nunca se lo habría imaginado metido en política.
Rahn respondió que, en realidad, no era un puesto político. Himmler sólo había asumido un papel de mecenas.
—¿Y no quiere nada a cambio? —preguntó ella.
¿Lo decía por curiosidad? ¿Con sorpresa? ¿Con escepticismo? No sabía leer su expresión, pero tampoco tuvo tiempo de preguntárselo.
—¡No seas tonta, Elise! —exclamó Bachman, entrando con las bebidas. Había estado escuchando—. ¡Himmler solo espera que encuentre el santo grial!
—¿Y eso es todo? —repuso ella arqueando las cejas. Los tres se echaron a reír.
Bachman volvió al bar para seguir preparando más copas.
—Me encantó tu libro —comentó Elise—. Fue como leer una de tus cartas. Cuando terminé, volví a empezar desde el principio.
—Me preguntaba una cosa, Otto —intervino Bachman entrando en la habitación, nervioso—. Pusiste la palabra grial en el título, ¡pero en ningún momento mencionas en qué consiste! Es un poco injusto, ¿no te parece?
Como Rahn ya había oído la misma queja en otras ocasiones, le ofreció su respuesta estándar:
—Tenía que dejar algo para la segunda parte.
—Entonces, ¿tienes una teoría sobre él? Es decir, ¿qué es?
—Varias, en realidad. Aunque no sé cuál es la correcta.
La niñera de los Bachman llevó a Sarah al salón. La niña ya había cenado y la habían vestido para irse a la cama. Estaba claro que la presencia de Rahn la desconcertaba, pero no la molestaba especialmente. Elise se lo presentó como el tío Otto. Rahn calculó que, por la edad de la niña, tuvieron que concebirla en los últimos meses del verano de 1932, justo la época en la que Elise y él habían sido amantes. Tenía poco más de dos años. Puede que fuese hija de Bachman, pero no se le parecía en absoluto. De hecho, era como Elise, una perfecta belleza de pelo oscuro. Rahn miró rápidamente a Elise, esperando algún tipo de señal que le indicara que la niña era suya. Sin embargo, ella lo decepcionó, estaba diciéndole algo a la niñera. Miró a Bachman, donde solo encontró la mirada orgullosa de un padre fija en su hijita. Si Bachman albergaba alguna duda sobre la paternidad de su hija, no parecía importarle. Era su niña, daba igual lo que dijese la biología.
Durante la cena, hablaron sin parar del Languedoc, como si acabasen de volver de vacaciones. Era como un mundo diferente, uno todavía envuelto en misterio y romanticismo. ¿Pensaba Rahn volver? Rahn no había regresado desde su huida del país con la bancarrota del hotel a sus espaldas, pero no quería sacar el tema de Des Marronniers y estropear una noche perfecta.
—Quizá vaya, si Himmler de verdad quiere que encuentre el grial.
—¡No tienes más que proponérselo! —exclamó Bachman jovial.
Después de la cena, Bachman por fin entró en temas políticos. Alemania había sufrido la falta de liderazgo, según decía. Solo había que mirar cómo estaba Berlín, menos de tres años después de que Hitler llegase a canciller, para comprender lo que podía lograr un hombre con decisión y talento. La transformación de la ciudad era como un milagro. Ya no había revueltas, ni miseria; las fábricas funcionaban de nuevo y prometían estar pronto a plena capacidad. Todos tenían trabajo.
—¡Incluso la gente como tú, Otto! —bromeó—. Y lo más asombroso es que ocurre lo mismo en todas las ciudades de Alemania —añadió, más serio, como un sacerdote que acaba una breve, aunque mordaz sermón—. ¡Volvemos a ser una nación!
Antes de que Rahn se marchase, Bachman dijo que tenían que aclarar las cosas. Elise y Rahn se miraron las rodillas, porque se refería a su adulterio.
—Fuimos víctimas de un gobierno débil y corrupto —dijo, y Rahn levantó la mirada, sorprendido—. ¿Cómo no iba a afectarnos que la moral y la economía de nuestro mundo se derrumbaran a nuestro alrededor? ¡Perdimos el sentido del bien y del mal porque no había nadie con la autoridad suficiente para sentar ejemplo! Eso es lo que pasó, y lo hemos dejado atrás. Creo que ha llegado el momento, y Elise está de acuerdo conmigo, de perdonarnos. ¡De que volvamos a ser amigos!
Rahn se dio cuenta de que asentía con la cabeza ante las palabras de su anfitrión. De repente, sintió genuina admiración por él; no había intentado ofrecerles su perdón, porque eso lo convertiría en la víctima que los juzgaba desde su superioridad moral. No, él también se contaba entre los perdidos. Mejor aún, otros debían cargar con sus errores: los comunistas, los judíos y los pendencieros parlamentarios. Con un gobierno apropiado, podían empezar desde cero, recuperar su sentido del bien y del mal siguiendo el ejemplo del Führer.
Después de aquella noche, la amistad se reanudó casi como si no hubiese pasado el tiempo. Desde la perspectiva de Rahn, Bachman lo había salvado de dedicarse a la enseñanza de idiomas en una escuela profesional, lo que, para él, era como si le hubiese salvado la vida. Además, no daba muestras de sentir celos. Rara vez no cenaban juntos los domingos por la noche.
A veces también se tomaban una copa y cenaban los jueves y viernes. Bachman, Elise y Sarah se convirtieron en la familia de Rahn, y Sarah lo llamaba tío Ot. Cada vez que aparecía, la niña iba corriendo a contarle todos los detalles de su vida: el último juguete adquirido, su ropa nueva o algún chisme descubierto en el parque. Incluso empezó a besarlo en la mejilla cuando llegaba, antes de irse a la cama.
En el trabajo, Bachman procuró presentarle a varias personas de la rama militar de las SS que podrían resultar ser valiosos aliados. Además, todos estaban encantados de conocerlo y lo invitaban a tomar una copa o a cenar con ellos, si la agenda de Rahn se lo permitía. Por su parte, Elise lo introdujo en la sociedad berlinesa, organizándole conferencias en grupos prominentes de la ciudad. Conseguía entradas para espectáculos que llevaban semanas agotados e incluso le daba consejos sobre el tipo de mujer con la que debería casarse, porque, según decía ella, tenía que casarse. Himmler era un firme defensor de la familia. Ascendía a los hombres casados, sobre todo si tenían hijos, y dejaba que los solteros se las apañaran solos.
—Está loco por la aristocracia, Otto. No te fijes en el dinero, pero asegúrate de casarte con una mujer de sangre azul y tendrás un futuro brillante.
—¿Y si prefiero no casarme por ahora?
—Has hecho muchos sacrificios por el bien de tu arte —respondió ella—, pero eso es agua pasada. Ha llegado el momento de crear una familia, ¡ahora que todavía eres joven para disfrutar de ella!
Para enfatizar su opinión, Elise le arregló citas con varias jóvenes importantes, aunque, por mucho que él lo intentaba, todas las historias acababan en tristes fracasos.