ZÚRICH (SUIZA)

LUNES, 10 DE MARZO DE 2008.

Malloy aparcó el todoterreno prestado en la estación de Offenburg y dejó las llaves puestas, según las instrucciones recibidas. Un par de horas después tiró el móvil a un contenedor de basura y cogió un tren que llevaba a Basel, en Suiza. Allí compró un móvil tribanda en una de las tiendas de móviles locales y cogió otro tren a Zúrich justo después de las diez de la mañana. En los Estados Unidos era tarde, pero le tomó la palabra a Jane y llamó a su casa. Al responder, sonaba muy despierta. Malloy le pidió que se buscase un móvil nuevo, que el otro no era seguro. Una vez hubo terminado con los detalles administrativos, Jane le dijo:

—Encontramos el coche de Chernoff, T.K.

—¿Algo interesante?

—Ordenador, móvil, ropa, identidades de reserva, tarjetas de crédito, armas, munición y dinero en efectivo.

—Imagino que no les habrás contado a los alemanes la suerte que hemos tenido.

—Decidí esperar a ver qué nos pueden dar del interrogatorio antes de hacer las paces con ellos.

La siguiente llamada de Malloy fue al capitán Marcus Steiner, de la Stadtpolizei de Zúrich.

—¡Thomas! —respondió Marcus—. ¡Esperaba noticias tuyas!

—Acabo de llegar. Estaba pensando que podríamos quedar a comer en tu bar favorito, ¿sobre las doce?

—Suena bien. ¡Allí nos vemos!

Desde la estación de Zúrich, Malloy cogió la salida de Bahnhofstrasse y salió a la calle a una manzana de distancia del hotel Gotthard. Utilizando un correcto alemán suizo, preguntó si tenían habitación para una semana. Al cabo de un momento de consideración, el recepcionista comprobó sus archivos y pareció sentirse, de repente, muy satisfecho consigo mismo, como un hombre que acabase de resolver un rompecabezas de gran dificultad.

—Puedo darle la misma habitación en la que se alojó la última vez, herr Stalder. ¿Le parece bien?

Malloy, que no le había dado ninguno de sus nombres, esbozó una amplia sonrisa.

—¡Estupendo!

Había ido a Zúrich un par de veces el año pasado, pero la última vez que había utilizado el alias de Stalder había sido en el otoño de 2006, en el Gotthard. Siempre procuraba no mezclar sus alias a lo loco dentro de una misma ciudad, y aquel era un ejemplo perfecto de lo que podía salir mal. Un rostro olvidado, un conocido, un amigo de un amigo, un camarero o un recepcionista con una memoria estupenda: un nombre falso en un momento inoportuno y podría perder una tapadera. A veces, eso significaba perder un pasaporte, lo que costaba tiempo y dinero. Otras veces suponía dejar al descubierto redes enteras, lo que podía llegar a costar vidas.

Los suizos eran bastante problemáticos en aquel terreno. La mayoría pasaba muchos años en el mismo trabajo, incluso toda la vida. Por el contrario que en el resto del mundo, los suizos «de verdad» se enorgullecían de ofrecer un buen servicio. Eso incluía recordar a sus clientes habituales y, al parecer, también a los no habituales. Aquel hombre era un suizo de verdad.

Malloy abrió la cartera y encontró algunos euros que le quedaban de Hamburgo. Le entregó un billete de cien al recepcionista, algo menos que una noche de estancia en el Gotthard.

—Le agradezco la consideración —como el empleado no estaba seguro de si se trataba de una propina o de un depósito para la habitación, Malloy añadió—: es para usted, pero hágame un favor.

—Lo que quiera, herr Stalder.

—Procure gastárselo en algo que sea completamente frívolo.

Una vez recompensada su virtud y guardado el billete en el bolsillo, el recepcionista llamó a alguien.

—Encárgate de la recepción durante un momento —le pidió—. Voy a llevar a herr Stalder a su habitación.

Al recepcionista le costó transportar la maleta, pero lo hizo con buena cara. Dentro del ascensor, Malloy le dijo:

—Siento el peso del equipaje, pero esta vez llevo más munición de lo normal.

Herr Hess, el nuevo mejor amigo de Malloy, se rio educadamente.

El misterioso lugar de encuentro con Marcus Steiner era el James Joyce Pub, a un par de manzanas de distancia de la Bahnhofstrasse y quizá a unas seis del Gotthard. Con unos precios pensados para mantener alejada a la chusma, el pub rara vez estaba lleno, pero siempre merecía la pena. Malloy llegó primero y se sentó en uno de los cómodos reservados de la parte de atrás del comedor. Acababa de pedir una cerveza cuando entró Marcus.

Malloy había conocido a Marcus Steiner hacía cuarenta y tres años, en las calles de Zúrich. En aquella época, Marcus no hablaba inglés. Malloy, recién importado de Estados Unidos, estaba algo desconcertado por no entender nada de lo que oía. En cuestión de meses, hablaba alemán suizo con su nuevo amigo y aprendía de él los principios básicos del robo. A pesar de no tener ni siete años, Marcus ya había descubierto lo mucho que les gustaba a los suizos esconder dinero en casa. Solo necesitaba un cómplice para distraer a sus víctimas en la puerta principal, mientras él entraba en la casa por una ventana abierta, que siempre abundaban. Con diez años, los dos chicos ya eran demasiado para el barrio, donde se habían convertido en personajes sospechosos, así que se trasladaron a otras partes de la ciudad en las que todavía no los conocían. A los doce ya entraban en las casas para llevarse todo lo que podían. Era más peligroso, pero también daba más beneficios.

Cuando los padres de Malloy regresaron por fin a los Estados Unidos, el joven Thomas tenía catorce años. Sabía hablar alemán suizo como un nativo y alto alemán como para leer y comunicarse. También tenía los conocimientos básicos necesarios para robar cualquier cosa, y todo gracias a Marcus Steiner. Por supuesto, la amistad no sobrevivió a la separación de un océano. No eran de los que escribían cartas, así que, durante los diez años siguientes, los dos chicos se enderezaron (al menos, el joven Thomas) y se concentraron en educarse y encontrar un buen trabajo. Cuando Malloy regresó a Zúrich durante tres años como agente de inteligencia, su primera adquisición fue su viejo amigo Marcus, que, muy perverso, había decidido hacer carrera en la policía. Como decía él, la paga era buena, el seguro médico excelente y estaba muy cerca de lo que más le gustaba en el mundo.

Después de pasar unos minutos poniéndose al día (lo que incluía un resumen de los problemas de Hamburgo), Malloy entró en materia. Necesitaba un guardaespaldas durante unos días. Al ver que su amigo arqueaba una ceja, explicó:

—Puede que Helena Chernoff esté fuera de circulación, pero la persona que la contrató sigue ahí fuera.

Repasaron los detalles, incluido un abundante adelanto que Malloy depositaría en un banco local a nombre de uno de los alias de Marcus. Una vez hubieron terminado, Malloy le preguntó a su amigo qué sabía de la mafia italiana. La pregunta pareció dejarlo perplejo. Nombró a un par de familias que trabajaban en el norte y llegó, como era inevitable, a Giancarlo Bartoli, que quizá tuviese contactos o quizá solo tuviese mucha suerte con sus inversiones. ¿Trabajaba Bartoli en Suiza?

—Trabaja en todas partes, Thomas. Giancarlo es miembro de unas quince o veinte juntas directivas y probablemente sea dueño de otras tantas empresas.

—Entonces, ¿qué relación tiene con las familias?

—Si lo que quieres son rumores, puedo darte todo lo que ya habrás oído. Si buscas algo más sustancioso, te diría que hablaras con Hasan.

Eso era lo que Malloy pretendía, pero quería la información que pudiese darle Marcus antes de acudir a la delegación de la mafia rusa en Zúrich.

—¿Puedes organizar una reunión?

—Veré lo que puedo hacer.

—Genial. Y otra cosa…

—El señor y la señora Brand van a pasar unos días en el Savoy, bajo los cuidados de un médico, aunque para acceder a ellos tendrás que preguntar por Pedro Bartolomé.

Malloy puso cara de perplejidad durante un instante, pero después sonrió.

—El tipo que descubrió la lanza de Antioquía.

—Ethan dijo que lo entenderías.

—¿Cómo están?

—El médico quiere que ingresen en el hospital, cosa que no piensan hacer, e insiste en que Kate descanse un par de semanas. Ella ha aceptado hacerlo un par de días. Los vi esta mañana, Kate me pidió que le llevase un juego de cuchillos y una diana.

—¿Estás de coña?

—Dice que lanzar cuchillos le resulta muy vigorizante.

Marcus llevó a Malloy a uno de sus bancos, y Malloy hizo una transferencia para cubrir los gastos de sus guardaespaldas, todos ellos policías de Zúrich fuera de servicio con potestad para hacer detenciones. Cuando Marcus lo dejó en el Gotthard, un policía de paisano ya lo esperaba en la puerta del hotel.

Arriba, bajó las persianas y se echó una larga siesta, aunque con el chaleco antibalas puesto. En el suelo, al lado de la cama, tenía su Uzi y un cargador de repuesto. Mientras, el poli que se había reunido con él delante del edificio hacía guardia en el pasillo, vigilando la puerta. Se despertó a las nueve de la noche, pero solo porque Marcus lo llamaba.

—Parque de las Agujas, dentro de una hora. Busca una cara sonriente.

—¿Una cara sonriente? —preguntó intentando despertarse. No hubo respuesta, porque Marcus ya había colgado.

Malloy pidió un sandwich al servicio de habitaciones, y herr Hess subió a llevárselo. Mientras comía, llamó a Jane a su despacho, pero su secretaria le dijo que no estaba. Un minuto después, Jane le devolvió la llamada desde un móvil nuevo.

—¿Cómo está Josh Sutter? —preguntó Malloy.

—El agente Sutter volará a casa mañana.

—¿Algo sobre Irina Turner?

—Hace unas seis horas, la policía de Newark ha encontrado un coche del FBI en un aparcamiento… con cuatro agentes muertos en el interior.

—¿Lo hizo ella?

—Encontraron una moto de la autoridad portuaria abandonada en la 1278, no muy lejos de la salida de la 1495. Trabajamos con la teoría de que alguien se hizo pasar por un agente de la autoridad portuaria y detuvo el coche. Pero la cosa empeora.

—No veo cómo.

—Creen que alguien de la oficina de Manhattan dio el chivatazo sobre la ruta.

—¿Alguien del FBI?

—Algo me dice que esto es más gordo que la huida de Jack Farrell, T.K.

—¿Alguna noticia sobre Helena Chernoff?

—Los alemanes nos cuentan que es una tumba, pero el ordenador nos ha dado bastante.

—¿Podría hacerme con una copia de todo lo que recibas?

—Enviaré el informe preliminar a Berna a través de una línea segura y haré que alguien te lo lleve en mano mañana por la mañana, según tu horario.

Dedicaron un minuto a repasar los detalles y después Malloy preguntó:

—¿Qué has descubierto sobre el alias de H. Langer, del móvil que Chernoff usaba en Hamburgo? —Como Jane no respondía, añadió—: Tenía una cuenta bancada con Sardis and Thurgau, en Zúrich…

—Ah, sí. Nos llamaron ayer. Veamos…, vale. Tuvieron guardados ochocientos mil francos suizos hasta finales del año pasado. En esas fechas, Chernoff o uno de sus agentes transfirió todo el dinero, salvo mil francos, a otra cuenta… a la que, por supuesto, no tenemos acceso.

—¿Finales del año pasado?

—¿Crees que significa algo?

—Creo que a Chernoff le interesaba deshacerse de ese alias.