CIUDAD DE NUEVA YORK

DOMINGO, 9 DE MARZO DE 2008.

David Carlisle había salido de Hamburgo en un jet privado a las seis de la mañana. Como no había dormido en toda la noche, lo hizo durante el vuelo y llegó al JFK unos cuantos minutos después de las diez de la mañana, hora del este de los Estados Unidos.

En el viaje en limusina desde el aeropuerto miró el teléfono y descubrió que Helena Chernoff había intentado llamarlo. Tenía mucho que hacer en poco tiempo, así que no le devolvió la llamada hasta después de la comida, de camino a la Grand Central Station. Cuando ella le contó que la emboscada en el Das Sternenlicht había fallado, su primera reacción fue, naturalmente, el enfado. Después empezó a pensar en las consecuencias de aquel fallo.

No había tenido más remedio que aceptar los términos de Chernoff para que siguiera a Malloy hasta Dresden. La mujer estaba en lo cierto con la votación: negociaría un acuerdo con Luca a través de un pago en metálico. Mientras su red no se viese expuesta, no sufriría demasiados daños. Lo que no le gustaba era que Helena Chernoff obtuviese el poder de la red de Ohlendorf. Ohlendorf siempre había sido fácil de controlar, su respetabilidad lo hacía invulnerable a la presión. Cuando Chernoff se hiciese con su negocio, convertiría una desigual confederación de delincuentes comunes en algo que quizá Luca y él no podrían controlar. En cualquier caso, no tenía elección. La alternativa era darle tiempo a Malloy para reagruparse.

Después de la llamada a Chernoff fue a reunirse con un informador al que conocía desde hacía tiempo y que, además, resultaba ser un agente del FBI con mucha experiencia. Se cruzaron como si fuesen desconocidos, Carlisle cogió la llave que le daba el hombre y se dirigió a una taquilla. Dentro encontró una ruta marcada desde el JFK a la ciudad, un juego de llaves de motocicleta, un uniforme de agente de la autoridad portuaria y un arma reglamentaria cargada. La dirección donde podía recoger su vehículo estaba escrita encima de la ruta.