WEIMAR (ALEMANIA)

DOMINGO, 9 DE MARZO DE 2008.

La distancia entre Dresden y Erfurt se cubría fácilmente en una hora por carretera. Eso le permitió a Helena Chernoff dejar el coche en un aparcamiento público cercano a la estación de trenes y coger un taxi hasta Weimar, donde compró un billete y esperó a la City Night Line. Entre Erfurt y Weimar tendría dieciocho minutos, lo bastante para localizar el compartimento de Malloy, matarlo y salir del tren. Cuando descubrieran el problema, ella ya estaría cruzando la frontera checa.

Con un sombrero para ocultar el rostro y una maleta vacía a modo de disfraz, Chernoff esperó en las sombras hasta que el tren se detuvo y pudo entrar, a unos seis vagones de distancia de Malloy. Se dejó puesto el sombrero, aunque soltó la maleta en cuanto estuvo dentro del tren. Mientras avanzaba hacia el vagón de Malloy se fijaba en las caras, pero no vio nada que la alertase de un posible peligro. Una vez en primera clase, se encontró con un pasillo estrecho y vacío. El vagón tenía escaleras para llegar a cada uno de los tres compartimentos, dos en el nivel inferior y otro arriba. Las puertas estaban numeradas, pero no había nombres. Peor aún, cada puerta tenía una mirilla que le permitiría a Malloy comprobar quién llamaba.

Chernoff llegó hasta el final del vagón y encontró a un azafato en una pequeña cabina, detrás de una pared de cristal. El hombre le dijo, algo preocupado:

—¿Puedo ayudarla?

—Sí —respondió ella, enseñándole una placa de la policía de Hamburgo—. Necesito encontrar a una persona que viaja aquí, pero con mucha discreción, a ser posible.

—¡Por supuesto, agente!

—¿Un hombre que viaja solo?

—Esta noche tengo a cuatro. ¿Tiene algún nombre?

—Sí, pero seguramente utilizará un alias.

El azafato se lo pensó un momento y respondió:

—Tengo los documentos de identidad de todas las personas del vagón, si eso le sirve de ayuda. ¿Quiere echarles un vistazo?

Helena los examinó y cogió el de un francés.

—Este es el hombre.

—¡Monsieur Dupin! ¡Pero si la embajada de Estados Unidos en Berlín se encargó de su billete! ¿Qué ha hecho?

—Creemos que instigó los problemas de anoche en Hamburgo.

El hombre se emocionó con las noticias y se inclinó sobre la mesa para coger un plano del vagón. Después de consultarlo, señaló al compartimento 106. Chernoff dio un paso atrás. El azafato era bajito, no mucho más grande que ella, así que no le costó levantarle la barbilla con un movimiento rápido y delicado. Antes de que el hombre entendiese lo que pasaba, le cortó el cuello y lo tiró al suelo. Mientras agitaba las piernas, Chernoff estudió los extraños diseños de la salpicadura de sangre y tocó las paredes manchadas, para que no quedase duda alguna de quién había sido. Finalmente, se agachó para limpiar la hoja del cuchillo en la chaqueta del muerto.

Apagó la luz, volvió al pasillo y encontró el compartimento 106 al final de unas escalerillas. Puso la placa en la mirilla y llamó a la puerta con la culata de la pistola. Malloy respondió medio dormido en alemán, con un ligero acento francés.

—¿Quién es? —Ella llamó otra vez—. ¡Un segundo!

Al oír el chasquido del cerrojo, la asesina empezó a disparar su arma con silenciador contra la fina pared. Fueron cinco balazos a una distancia regular. Oyó un grito de dolor al tercero y después un cuerpo que caía al suelo. Al instante, abrió la puerta, dispuesta a terminar lo que había empezado.

El azafato se había pasado a las nueve y cuarto, poco después de que el tren saliera de la estación. Había comprobado el billete de Malloy y se había llevado su documento de identidad, el alias de Dupin que Malloy siempre llevaba encima, aunque nunca había usado. Después de prometerle la devolución del documento a la hora del desayuno, le dejó una botella de vino, regalo de la casa.

Una vez bien encerrado en su cuarto, Malloy se acostó. Había intentado pasar el rato pensando en Hamburgo, pero, al cabo de unos minutos, se dio cuenta de que el cansancio le podía; además, los sucesos estaban demasiado frescos para darles sentido. Poco después, se durmió con el suave balanceo del tren. Se despertó brevemente en una de las estaciones y miró la hora. Todavía era temprano. Estaba sentado en el suelo. Le pareció que debía permanecer despierto, pero el bamboleo del tren pronto hizo su efecto y se durmió de nuevo. A las once y cuarto, el tren se detuvo en Weimar. Se levantó para echarle un vistazo al andén, pero solo vio las siluetas en sombras de la ciudad recortadas contra el cielo nocturno.

En cuanto el tren salió de la estación, volvió al suelo y empezó a dudar de sus instintos. Entonces, alguien llamó a la puerta y, de repente, se sintió muy despierto. Mientras se aplastaba contra el suelo, preguntó:

—¿Quién es?

Llamaron otra vez.

Había colocado la maleta en la mesa, atada con una cuerda cuyo extremo sostenía en la mano, para poder tirar de ella y lanzar la maleta contra una silla antes de que cayera al suelo, un sonido que esperaba se pareciese al de un cuerpo al caer en un lugar cerrado. Con la pistola eléctrica bien agarrada en la mano derecha, gritó:

—¡Un segundo!

Levantó la mano hacia el cierre y sintió un momento de pánico. O entraría rápidamente o empezaría a disparar de inmediato. Abrió el endeble pestillo y vio que las balas astillaban la puerta. Dejó escapar un grito que, en teoría, debía ser de dolor por el balazo, aunque, en realidad, era de miedo y sorpresa. Recordó tirar la maleta de la mesa, pero ni siquiera oyó el golpe de la caída. Los cinco tiros estuvieron a punto de derribar la puerta plegable.

Malloy observó cómo la pistola y el silenciador entraban por la puerta abierta. Esperó hasta ver la pierna de Chernoff. El efecto de la pistola eléctrica fue inmediato: la mujer soltó el arma y cayó por las escalerillas. Mientras intentaba sentarse, Malloy fue tras ella y le pegó un puñetazo en la mandíbula. Vio la placa de inspector de policía de Hamburgo, el sombrero y un par de casquillos de bala a su lado. Cogió la placa y empezó a levantar a la mujer. De repente se abrió una puerta y apareció un hombre en pijama que lo miró desde su compartimento, justo debajo del de Malloy.

—¿Qué está pasando? —gritó en alemán.

—¡Asunto policial! —respondió Malloy en alemán, levantando la placa—. ¡Entre en su compartimento!

Se abrió otra puerta, la que estaba al lado de la suya. Un hombre bajó las escaleras poniéndose una bata y mirando a Malloy y la mujer inconsciente que llevaba en brazos.

—¡Vuelva al interior, por favor! —le dijo Malloy enseñándole la placa—. ¡Asunto policial!

Mientras los dos hombres se retiraban, Malloy le retorció el brazo a Chernoff detrás de la espalda y la metió, medio a empujones, medio a rastras, en su compartimento. Una vez dentro, la esposó y la registró en busca de armas. Encontró una navaja de muelle con el mango pegajoso de sangre fresca. Tiró a la mujer encima de la cama y la ató por los tobillos con la cuerda que había usado con la maleta. Antes de que recuperase la consciencia lo bastante para gritar, utilizó la navaja para cortar las sábanas y amordazarla.

Regresó al pasillo y vio a otra espectadora curiosa, así que le enseñó la placa y le ordenó que volviese a su compartimento. Después se acercó a la cabina del camarero. La zona estaba a oscuras, pero, cuando abrió la puerta y encendió la luz, vio al azafato tirado en el suelo. Apagó la luz y regresó a su compartimento. En el exterior, a lo lejos, se veían luces; esperaba que llegasen a una estación dentro de pocos minutos, aunque no recordaba los detalles del horario.

Delante de su compartimento vio casquillos de bala y el sombrero que llevaba puesto Chernoff, pero los dejó donde estaban. Se abrió otra puerta, y se acercó a ella con confianza para enseñarle la placa al hombre.

—¡Vuelva dentro, por favor! ¡Entre!

Sabía que habría más de un móvil llamando a la policía. Miró de nuevo por la ventanilla y vio las luces. Dentro de su habitáculo, comprobó que Chernoff lo miraba con aquellos ojos suyos, tan oscuros y solemnes. Incluso esposada daba miedo, y pensó que lo mejor habría sido matarla. Miró la hora y después el horario: faltaban cuatro minutos para la siguiente parada. Sacó el móvil.

—¿Sí? —oyó decir a Jane, con ruido de gente cenando de fondo, incluso alguna que otra risa.

—Quiero que llames a los alemanes. Diles que Helena Chernoff está en la City Night Line que va de Dresden a Zúrich. En estos momentos se encuentra esposada y relativamente segura en el compartimento 106 del vagón de primera clase, pero, si no se dan prisa, algún buen samaritano la dejará escapar.

—¿Dónde estás?

—Estamos llegando a Erfurt.

—¿No hay posibilidad de llevarla a Francfort?

—Francfort está a cuatro horas. Tendré suerte si llego a Erfurt. Además, nos vendrá bien un gesto de buena voluntad con los alemanes.

—¿Estás ya en la estación?

—Llegaré en un par de minutos.

—¿Sabes lo que puede decirnos esa dama, T.K.?

—Supongo que, cuando por fin consiguiera hacerla hablar, su información ya no nos serviría de mucho.

—De todos modos, me gustaría probar…

—Haz esa llamada, Jane. Si los alemanes no empiezan a moverse, la perderemos.