CARRETERA A BERLÍN

DOMINGO, 9 DE MARZO DE 2008.

Como les quedaba por delante un viaje de dos horas, Compton intentó establecer algún punto en común entre ellos antes de pedirle un informe. Malloy le siguió la corriente, aunque no le resultó sencillo. Intentaron hablar sobre sus instructores de la Granja, pero como habían entrado en generaciones distintas, no les sirvió de mucho. Después pasaron a los líderes de la agencia, pero, de nuevo, no tenían apenas nada en común: Malloy hablaba bien de Jane Harrison, mientras que Compton la llamaba la Dama de Hierro; Compton defendía a Charlie Winger, mientras que Malloy decía que Charlie era un fallo andante de la inteligencia. Compton comentó que, en su opinión, el señor Winger era uno de los mejores hombres que había conocido, lo que significaba que el informe acabaría en el escritorio de Charlie sin haber pasado antes por manos de Jane Harrison.

Después de un par de historias sobre los viejos tiempos, una de Compton, que le contó una aventura que le había oído a unos «vejetes», y otra de Malloy, que podía pasarse todo el día hilando mentiras sin rozar ni de lejos la verdad, Compton pasó al trabajo en la embajada estadounidense en Berlín. Por fin tenían algo en común. Malloy dijo que su padre había trabajado en el consulado estadounidense en Zúrich siete años, allá por los tiempos en los que existía dicho consulado.

—En todo ese tiempo —comentó—, nunca supe que mi viejo trabajaba para la Compañía. ¿Sabe cuándo lo averigüé? Cuando iba por mi tercera entrevista, mi padre entró en la habitación y me dijo: «Quiero saber si eres tan bueno como tu viejo guardando secretos».

A Compton le gustó la historia, aunque no era más que una mentira descarada. Preguntó más sobre el padre de Malloy, pero Malloy respondió que el hombre se había guardado todos los secretos. Al final, Compton llegó a la razón de toda aquella demostración de camaradería: quería saber qué había pasado en Hamburgo. Para empezar, Malloy le aseguró que él no lo sabía. Resultaba ser cierto, pero la ignorancia se considera una confesión durante un interrogatorio, así que Compton reaccionó intentando culpar a Dale Perry. ¿Se había equivocado Dale? Malloy le contó lo del seguimiento telefónico, mencionando que la minuciosidad de Dale era lo que les había dado la primera pista.

—¿Eso fue mientras usted secuestraba al abogado?

—Dale me dijo que el tipo estaba pringado, y tenía razón. Ohlendorf le proporcionaba gente y suministros a Chernoff.

—Quiero saber cómo consiguió alguien acercarse a Perry y cortarle el cuello.

—No estaba con él. No lo vi.

—¿Cómo se acerca tanto un asesino a un espía entrenado, T.K.?

—Si le cortara ahora mismo el cuello, ¿sería una equivocación o un error de juicio por su parte?

—¿Está diciendo que cree que fue alguien conocido? —preguntó Compton, al que no le había gustado nada la pregunta, a pesar de haber sonreído.

—Creo que fue Helena Chernoff.

—¿Helena Chernoff se acercó a él y le cortó el cuello sin mayor problema?

—Creíamos que Chernoff estaba arriba, en la cama con Jack Farrell.

—Entonces…, ¿un caso de mala inteligencia?

—El error fue mío —respondió Malloy.

—¿Y eso?

—Era mi misión. Yo soy el que nos metió en la trampa.

—Con el debido respeto, T.K., me da la impresión de que anoche se metió en más de una trampa.