PARÍS 1934-35.
Transcurrió menos de un año entre aquellas mágicas primeras palabras y la publicación de su libro. Tal como imaginaba, el libro despertó algún interés entre los críticos: su estilo era original y la profundidad de sus conocimientos iba más allá de cualquier otra cosa que se hubiese publicado sobre los cataros. Por supuesto, las ganancias no cubrieron los años pasados sobre el terreno para aprender sobre el tema, pero era de esperar. Un libro como aquel suponía otro tipo de recompensas.
Una vez terminado el manuscrito, mientras intentaba venderlo, Rahn volvió a enseñar en las escuelas profesionales. Obtuvo algunos trabajos pagados como traductor e incluso flirteó con el cine, ya que llegó a escribir el guión de una de las nuevas películas sonoras que se rodaban en Berlín y tuvo un pequeño papel como actor en otra. Al publicarse su libro empezó a aspirar a cosas mejores: solo tenía treinta años y toda la vida por delante. Siempre había soñado con convertirse en crítico literario en algún momento, pero sus años de vagabundeo por los Pirineos lo habían apartado de los círculos apropiados. Las buenas reseñas y modestas ventas no tenían la fuerza suficiente para sacarlo del anonimato.
Una noche, en la primavera de 1935, mientras pasaba unos meses en París preparando la edición francesa del libro, Rahn recibió un sobre con matasellos de Berlín en su hotel. Al abrirlo encontró un buen fajo de billetes y una carta en la que alguien se ofrecía a promocionar su carrera si acudía al número 7 de Prinz Albrechtstrasse de Berlín.
En sus horas de soledad, los escritores son víctimas de multitud de fantasías. Creen de corazón que el libro en el que trabajan lo cambiará todo. Los rencores, los fallos morales, los defectos físicos, todo se desvanecerá cuando el libro imaginado se haga realidad. Después, al darse cuenta de que la vida sigue siendo el mismo sinsentido que antes, se sienten perplejos. Ante su incredulidad, el libro se olvida, los ejemplares no se venden y nadie habla de lo que ellos han tardado años en crear. El autor, entonces, se refugia en los elogios de algún crítico de periódico y consuela su herido espíritu con la esperanza de que, aunque perdido para su época, el libro sea reconocido en una edad futura.
Sin embargo, ¿dinero en un sobre y una carta anónima de un admirador que prometía acelerar su carrera? ¡No se le habría ocurrido ni en sus fantasías más demenciales! Rahn no, se guardó los Reichsmarks y tiró la carta. ¡Tenía trabajo que hacer! La edición francesa, que había traducido él mismo, era importante, una segunda oportunidad en realidad. De no haber sido por el dinero del sobre, habría pensado que se trataba de la broma de un amigo. Pero el dinero era muy real. Se dijo que, sin duda, sería un loco o un homosexual. Volvió a coger la carta antes de irse a dormir aquella noche. La miró un poco más a la mañana siguiente. Estaba escrita en papel bueno de carta y la letra indicaba buena cuna. Aunque demasiado leve para revelar nada, le parecía que el lenguaje estaba bien escogido, que era incluso elocuente. Así que no era un loco.
Probablemente un homosexual, o puede que… un mecenas. ¿De verdad existían seres como aquellos en los tiempos modernos?